martes, 21 de diciembre de 2010

UNA HISTORIA CON MUCHA HISTORIA

                                                          Tenía el padre un parecido grande con la bondad.
                                                                                           Alberto Hidalgo


  Un libro de historia de los incas fue el primer libro que tuve cuando aún no sabía leer. Regalo de mi padre. De este libro del que no recuerdo su título queda apenas algo más que la mitad, la primera parte del libro se ha perdido junto con la pasta (un vago recuerdo conservo de ella: Machu Picchu de fondo y sobre él la imagen de un inca parado con toda su majestad), ¿el autor? Ni idea.
   Si algo me gustaba (y gusta) de este libro, son los dibujos en blanco y negro que poblaron mi imaginación y me ayudaron a recrear ese mundo desaparecido hace más de quinientos años. Me pongo a pensar en esos tiempos de cuando me perdía en esas imágenes y debo reconocer que ese libro y los relatos “históricos”(la evolución del hombre, los egipcios, los griegos y romanos, los propios incas, etc.) que mi padre solía contarnos a mi hermana y a mí nos depararon maravillosos momentos de fantasía y de realidad, a su manera: ese poder embrujador, que mi padre ponía en práctica, cuando contaba sus fascinantes historias recuerdo que me llevaban fuera de mi entorno y como en una pantalla empezaba a ver imágenes completamente fascinado.
   Esas historias nocturnas y en la mesa nos prepararon para en algún momento de nuestras vidas dar el salto y abordar libros (aunque primero fueron los chistes, ¡ah!, inolvidables Batman, Superman, Flash, Linterna Verde, Archie, etc.). Y el salto se dio. Y así empezaron a llegar a casa los libros.
   El primer libro que me compré con mis propinas fue un resumen de los “Comentarios Reales de los Incas” de una editorial que no sé si hoy exista: Editorial Mercurio, que se jactaba de haber publicado los grandes clásicos, “La Divina Comedia”, por ejemplo, traducida directamente del latín, que era la manera como lo anunciaban, obviamente que esta obra jamás se escribió en ese idioma: tamaño disparate lo vine a descubrir unos años después.
   Por exigencias mías, mi padre me compró una Biblia de pasta dura y roja de Nacar Colunga, no porque se despertara en mí irrefrenables ansias místicas, sino porque maravillado con una película (“Los Diez Mandamientos”), quería hurgar más sobre la vida de quien se había convertido en uno de mis mayores ídolos de infancia: Moisés, pero un Moisés que sí o sí tenía que tener el rostro de Charlton Heston. Debo reconocer que, entonces, la Biblia me decepcionó porque no pude o no supe encontrar la riqueza visual y espectacular que la película prodigaba gracias a la imaginación ingenua e hiperbólica de Cecil B. De Mille (aún recuerdo esas colas interminables en el cine Premier para Semana Santa).
   Mi primera novela leída fue “Matalaché”, tenía entonces catorce o quince años, empecé bastante tarde a leerlas: conmigo no hubo enfermedades oportunas que me llevaran a la cama y me permitieran devorar las obras de Verne y Salgari (lo mío fue menos poético y más prosaico). Después vinieron en completo desorden novelas, libros de cuentos y el gran descubrimiento de mi adolescencia, la poesía. Y como todos, o casi todos, empecé por Bécquer, aún conservo el libro de “Rimas y Leyendas” que yo mismo empasté para darle una imagen más elegante a la humildad del producto de Editorial Universo S. A. Su lectura me permitió experimentar lo que años después leyera en un texto de Octavio Paz (cito de memoria): “Todos nos enamoramos, sólo Garcilaso convierte su amor en sonetos”. Efectivamente, cuando leí esos breves poemas, sentí que Bécquer expresaba con sencillez y precisión emociones y sentimientos que venía yo sintiendo por alguna niña y que yo no encontraba la manera ni la forma de expresarlos. Entonces Bécquer fue Dios, en una etapa de mi adolescencia. Luego vendría el descubrimiento de Pablo Neruda y su mil veces citado libro amoroso: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” que logré comprar en una librería que funcionaba en un zaguán de una vieja casona del Parque Universitario, ese ejemplar todavía está en mi biblioteca: una vieja edición de Editorial Losada con "seis ilustraciones de Raúl Soldi" . Y así incursioné y me adentré en la poesía, después vendría “Heraldos negros”, “Trilce” (que me parecía cualquier cosa menos poesía), la poesía de Eguren, Rubén Darío, Heraud, una vieja antología de poesía hispanoamericana, empastada en cuero y que mezclaba a grandes poetas con gente que sólo hacía versos, etc.
   Pero si algo no debo dejar de mencionar, ahora que hablo sobre la lectura, es mi vieja colección de fascículos sobre mitología grecorromana. Más de cuarenta y cinco números que emocionaron mi vida de adolescente con sus historias amorosas, espectacularmente heroicas. Tanto marcaron mi vida y la de mi hermano Arturo, que él es casi un especialista en esa materia y yo, aún recurro a esos ejemplares para tomar algunos mitos que me sirven para iniciar mis clases de literatura clásica, y los alumnos escuchan emocionados las apasionantes historias de dioses, semidioses y héroes que, en mi cada vez más lejana adolescencia, salpicaron mi vida de emoción y heroicidad superlativa.
   Han pasado tantos años, pero en mí está el recuerdo de ese humilde libro de los incas y los viejos relatos de mi padre, ambos abrieron brecha para que yo pudiera transitar por el venturoso camino de la lectura.

Continuará...

                                                Morada de Barranco, 21 de diciembre de 2010.

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