domingo, 30 de marzo de 2014

ALGUNAS LIBRERÍAS DE VIEJO DE LA VIEJA LIMA

  


                                                                                          Eran todos hombres de letras…
                                                                                                                 Alfonso Reyes



   Marzo ya termina, como jugando está transcurriendo la tercera parte de este año. Hace ya casi un mes que se iniciaron las clases en el colegio y pronto empezarán los exámenes mensuales. Este 2014 (como desde hace seis años) tengo con los alumnos de 5to (aparte de Literatura) una hora de Filosofía a la semana. Un curso que me fascina y que me deslumbra cuando investigo, por ejemplo, algo más sobre los presocráticos: los albores de la filosofía y las indagaciones de los cosmólogos. Apasionante.




   Mientras revisaba material bibliográfico para preparar las clases del curso, algunos por primera vez, encontré entre varios libros, un librito, probablemente uno de los más antiguos de mi biblioteca, comprado apenas acabada mi educación secundaria. Me refiero al tomito del maese Alfonso Reyes titulado La filosofía helenística. Al ver nuevamente el pequeño libro (un breviario del FCE: pasta dura, hojas blanquísimas, casi papel de biblia), acudieron inmediatamente los recuerdos de aquellos tiempos en los que recorría todo el centro de Lima hambriento de libros, escudriñando librerías, indagando sobre todo por algunos títulos míticos y de leyenda de la poesía. También novelas y cuentos. Esa Lima de mis búsquedas de adolescente que ya no existe, hoy es otra ciudad: más grande, más poblada, más diversa.




   Por el tiempo transcurrido, no recuerdo con exactitud si el libro mencionado lo compré donde el señor Muñoz (en el jirón Azángaro) o donde el señor Laguna (en jirón Puno), ambos libreros de viejo, ambos ya desaparecidos y con ellos toda una época. Y es cierto, por ejemplo, la manzana donde se ubicaba el pequeño local del señor Muñoz ha sido demolida, ahora es un parque y la calle Apurímac ha perdido ese aire cerrado de calle angosta con curva. Calle que me llevaba en ciertas tardes (casi noches ya) hacia el local del Felipe Pardo y Aliaga, que funcionaba entonces como cine y estaba a la espalda del impresionante edificio de lo que fue el Ministerio de Educación. Viejos tiempos de libros y de cine.










   Cerca de esa diminuta librería de viejo del buen Gordo Muñoz, apenas a media cuadra, se hallaba (se halla en realidad) una pequeña iglesia colonial de estilo rococó y de planta ovalada (única en Lima), hablo de la pequeña iglesia de Los Huérfanos (ubicada en la esquina de Azángaro y Apurímac). En el atrio de esa iglesia colonial me ocurrió por esos ya lejanos días una anécdota que cuando se la conté, allá por 1994, al poeta Roger Santiváñez se desternillaba de risa. Resulta que a un señor que ahí barría, un día le pregunté con esa curiosidad por conocer algo más sobre la ciudad que habitaba: “¿La iglesia es colonial, no?”, y el señor me mira extrañado y con un tono pontifical me respondió: “No, es de Los Huérfanos”. Quedé en una pieza.










   Si hay un punto de Lima al cual guardo un afecto especial es ese, el que involucra a esas cuatro manzanas ubicadas entre La Colmena, Apurímac, Azángaro y Puno. Allí se concentraban algunas de las librerías de viejo que solía visitar de manera permanente. La primera vez fue allá por el año 1978. Fuerzo la memoria y recuerdo que pasando la calle Apurímac y el templo de Los Huérfanos, se hallaban hacia el lado izquierdo, casi a mitad de cuadra, la librería de Juan Mejía Baca (cada vez que por ahí pasaba buscaba a uno de sus más asiduos visitantes: el legendario poeta Martín Adán, nunca lo vi), fue precisamente en esta librería donde compré (entre varias publicaciones) dos libros que conservo como joyas mayores de mi biblioteca: Obra Poética Completa de Luis Hernández y La Casa de Cartón de Martín Adán. Pero Juan Mejía Baca no fue librero de viejo, fue librero, sí, y un respetado editor, amigo y albacea del poeta de Escrito a ciegas.










   Unas puertas más arriba de la librería de Mejía Baca, en la vereda del frente, si mal no recuerdo, se encontraba la librería Siglo XXI (o Cosmos, no lo tengo claro) que se especializaba en vender libros de la Unión Soviética, eran “libros tres b”; o sea, buenos, bonitos y baratos: un par de tomos de una Historia de la Filosofía, un Diccionario Filosófico, Obras Escogidas de Marx y Engels, algunas novelas de Tolstoi, Dostoievski y Lermontov, entre otros. Aclaremos que esta tampoco era librería de viejo.







   En la misma dirección de esta última librería, al llegar a la esquina de Azángaro con Puno, uno volteaba hacia la derecha y se encontraba bajo el balcón en "L" de la entonces tugurizada casa de Felipe Santiago Salaverry (el presidente más joven que tuvo el Perú, allá por el siglo XIX). En el zaguán de esta casona hoy restaurada, se encontraba la librería de viejo del aparentemente quisquilloso señor Laguna (ya bastante mayor cuando lo conocí): Ambas paredes cubiertas de libros y una larga mesa donde también se exhibían más y más libros: un paraíso donde se podía pasar horas de búsquedas ansiosas y encontrarse con joyas inesperadas. Fue aquí donde por primera vez compré un libro de viejo (en realidad fue mi padre). Me habían dejado una tarea sobre la Guerra Franco-Prusiana. Entonces mi padre tuvo la genial idea de comprarle al señor Laguna una biografía: Bismarck de Emil Ludwig, libro que hasta el día de hoy conservo como se puede ver en la foto. Esto sucedió allá por 1979. Hace una buena punta de años.










   Nunca olvidaré la vez aquella en que conversando con el señor Laguna, me contó muy orgulloso que por su local habían pasado muchos intelectuales, recuerdo que mencionó a Raúl Porras Barrenechea, Luis Alberto Sánchez, Martín Adán, Pablo Neruda. Cuando mencionó al poeta chileno, su memoria se abrió como un libro y me contó una anécdota que él celebraba mucho. El poeta chileno llegó acompañado y empezó a buscar libros antiguos, luego de ardua búsqueda, sus ojos de pronto se depositaron sobre uno con muchas ansias, esto lo percibió el librero y cuando el poeta le preguntó por el precio del libro, el señor Laguna no solo duplicó el precio sino que lo multiplicó y Neruda sin chistar pagó el precio y comentaba que ese libro lo había buscado por muchos países hasta encontrarlo en Lima. Sonrisa de por medio, me decía el señor Laguna: “El libro lo tenía hacía buen tiempo y hasta había pensado deshacerme de él, pero llegó Neruda y cargó con el libro y yo hice un buen negocio”.




El primer libro de poemas que compré fue 20 poemas de amor y una canción desesperada, una edición de editorial Losada, los poemas iban acompañados de unas ilustraciones de Raúl Soldi, sencilla y bella edición. Tengo nítida todavía en la memoria la tarde aquella en que, luego de una clase en la que leímos el poema veinte, me fui a Lima en busca de ese libro que contenía el poema más intenso y bello que hasta entonces había leído. Pablo Neruda se había vuelto un dios por esos ya lejanos días.





   Para variar me dirigí hacia los lugares consabidos, nadie tenía el poemario. Pero en el mismo jirón Azángaro, una cuadra antes de La Colmena, frente al Parque Universitario, se hallaba otra librería de viejo también hoy desaparecida, funcionaba (como la librería del señor Laguna) en el zaguán de una vieja casa republicana. El dueño, una persona servicial cuyo nombre he olvidado, me sacó el libro y con una módica suma de dinero lo adquirí. Regresé a casa emocionado, tenía un objeto sagrado en mis manos y no me había costado demasiado. Esa era la ventaja que uno tenía entonces como comprador, estos señores te vendían los libros sin afán de exprimirte. Eso ha cambiado ahora, rotundamente (salvo contadas excepciones). Entre otras cosas, por eso se les extraña.









   Hubo dos libreros más por las cercanías. Uno, que al poco tiempo de visitarlo, cerró. Se encontraba a una cuadra de la librería de Juan Mejía Baca, en la misma recta, pero cruzando el jirón Puno. La otra librería se encontraba en el jirón Apurímac, hacia el jirón Lampa. El dueño era un señor ya mayor, colorado, alto, con anteojos, muy hablador y de apellido extranjero que he olvidado. Alguna vez me contó, cual si fuera una hazaña, que él había visto de joven al poeta Chocano, parado en una esquina, pensativo, elegante, bastón en mano, por la avenida La Colmena. Sus palabras denotaban una profunda admiración por el Cantor de América, hablaba de él como si fuera un dios… En fin, hay tanto por recordar.







   Pero no fueron los únicos, hubo más libreros de viejo en la vieja Lima. Solo he recordado a un puñado de ellos, los que tuvieron que ver con mi vida de adolescente y sus afanes, personajes que me marcaron y en cuyo recuerdo van estas palabras afectuosas, agradecidas, muy agradecidas.






   Continuará…


                                           Morada de Barranco, 30 de marzo de 2014.




   

miércoles, 19 de marzo de 2014

BARRANCO: LOS MUROS DE LA PATRIA MÍA





              Miré los muros de la patria mía…
                       Francisco de Quevedo





   Esto de llevar un blog es apasionante, pero a veces puede resultar estresante. Sobre todo si uno se ha propuesto una periodicidad para colgar entradas. En mi caso deben ser dos textos por mes. Cuando me lo propuse, hace ya más de dos años de ello, me resultaba adecuado y el tiempo apropiado para preparar los textos y las fotos (muchas de ellas son mías). Sin embargo, conforme ha ido pasando el tiempo me resulta cada vez más difícil cumplir. A veces los temas escasean, en otros momentos sucede como que las ganas de escribir están ausentes. Pero con todo, más puede el compromiso con uno mismo de no fallar.





   Algo que me tenía preocupado era que habían transcurrido las dos terceras partes del mes y no había escrito nada y no se me ocurría tampoco nada. Pero no se trata de hacer una tragedia, conque me diga “cuelga en tu blog solo cuando haya necesidad de hacerlo”, sería suficiente y asunto arreglado, como me lo dijo cierto día mi hermano Arturo. Pero veamos qué pasa en el transcurso.




   Mientras tanto aquí estamos, y veo que algo va saliendo. Por ejemplo, una preocupación que no me abandona, una preocupación que va de la mano con la indignación: el ver cómo cada instante que transcurre va ocurriendo la tragedia de la destrucción del mundo que he habitado durante toda mi vida. Efectivamente, hablo de Barranco, mi morada: ese espacio que me vio, si no nacer, crecer, desarrollarme, construir mi vida.




   ¿Pero qué tan grave puede ser? Pues supongo que tan grave como su inminente desaparición a manos de gente, de empresas constructoras (básicamente), ante las cuales las autoridades se muestran laxas, incompetentes (por decir lo menos), pues ante sus ojos se desarrolla ese espectáculo indigno, reprochable (pero supongo que “legal” bajo vaya a saber qué argucias) de cómo hacen de nuestro distrito campo de sus puros intereses económicos, es decir, el dinero transformado en el único dios que respetan. Debo entender que hablar de otras cosas que no sea del vil metal será  para ellos sánscrito.










   Entonces los que vivimos en este pequeño territorio junto al mar somos testigos invadidos muchas veces por la desesperanza de ver cómo Barranco es cada vez más otro sitio, otro espacio ajeno a nuestras vidas: ya no más ciertas calles cuyo perfil arquitectónico no solo era material sino habitante de nuestras memorias, algunas de ellas las más puras, las de los descubrimientos de nuevos mundos para nuestras vidas. Casas destruidas (oh, esos maravillosos ranchos de adobe, yeso, quincha y madera en vías de extinción) y en su lugar ver a gigantescos edificios que muchas veces nos roban el panorama donde a la distancia se pierden (o debo decir perdían) nuestras miradas cargadas de sueños; plazas desaparecidas sin ningún sentimiento de culpa, espacios verdes alterados por una supuesta modernidad sin gusto y sin arte; una ciudad literalmente partida, la nuestra, por el Metropolitano: Barranco se está convirtiendo cada vez más en un lugar sin personalidad, se está (y es una lástima decirlo no solo por Barranco sino también por Miraflores) miraflorizando. Y nadie pareciera mover un dedo. O tal vez ocurra que todo aquello que se está haciendo es insuficiente.






   Continuará…





                                               Morada de Barranco, 19 de marzo de 2014.