martes, 24 de julio de 2012

YO CONOCÍ AL POETA VICENTE AZAR


  


                                                      Habitante del sueño…
                                                               Vicente Azar



   Cuatro de la mañana. No he podido dormir, dormir bien. Es invierno, pero un ligero e inusual calorcillo me sofoca, es el causante de mi mal sueño. Presto me levanto. Un silencio absoluto domina todo. Rita y Kathia duermen plácidamente: en medio de la oscuridad adivino sus cuerpos relajados, abandonados al sueño. “Descansen”, les digo, en realidad me digo. Luego voy a la mesa, tras de mí la biblioteca, el cuerpo creciente de mi biblioteca que parece protegerme (¿de qué?, ¿de quién o quiénes?).



   
   Sobre la mesa, varios libros me esperan, revistas en desorden y uno que otro diario con algún artículo que espero releer. Sin embargo, todo ello queda postergado pues me acuerdo de un libro que preparo: entonces reviso el fólder que guarda los poemas que vengo trabajando hace años (¿cinco, seis, siete años? Ya perdí la cuenta). Donde mi calle acaba, que así se llama el libro, domina mi atención. Acaricio el folder, las hojas. Poso mis ojos en algunos poemas, los releo: algunos me complacen, otros me crean desasosiego, inseguridad. ¿Cuándo los publicaré? Ganas no me faltan. Espero que sea este año.




   Uno de los poemas que más releo y me gusta es el siguiente:


AVE DE LEDA

                                                              Sólo de ella vendrá el cumplimiento de nuestros sueños.
                                                                                                                     Wallace Stevens

  En la esfera nocturna de este señorío
él asegura su altar olímpico pico a pico
y en los confines donde las alondras ocultas vibran 
si posible fuera un mástil para sus ojos
o un faro para abrir sus oídos
al manantial azotado que deambula
entre ruiseñor y ruiseñor
y si bien las estrellas se desmayan frías
para ya no volver
al campo de las auroras
     un zarpazo en el aire ya no ocurra
sino la sola y pura herida
en el ojo ciclópeo y hambriento de la rosa
espejo dorado y eterno de lo fugaz
que perfuma las temblorosas manos
con muletas o retazos
 de un océano de marfil
donde una pluma derrama (¡esperanzada!)
 sus tinieblas no siempre en vano
épica nupcial -dicen-        
entre esa terca pluma y el pico del pájaro
que no dice nada
y nada



                                                                       Para Vicente Azar, mi amigo






   No voy a cometer la ingenuidad de explicarlo, un poema no necesita de ello. Lo que sí quiero es contar qué motivó su creación. Era fines de mayo de 1993. Con Willy Gómez Migliaro y con Pablo Landeo estábamos en los preparativos del primer número de la revista Tocapus. Hacía poco había conocido al poeta Vicente Azar (recuerdo un comentario suyo esa noche: “El surrealismo es lo mejor que le pudo pasar a la poesía”). Me atreví a llamarlo por teléfono e invitarlo a publicar (cosa que no hacía muchísimo tiempo) en la revista. Me citó para unos días después en su casa de Miraflores, un 5 de abril, en la tarde. Acudí a su casa de dos pisos, muy cerca a la huaca Pucllana. Me recibió amablemente. Era ya un hombre anciano, jovial a quien le gustaba hablar, contar cosas. Yo complacido le escuchaba. Mi visita se prolongó a unas tres horas. Me obsequió un ejemplar de una breve antología que habían publicado a comienzo de la década del 80, incluso aclaró, de puño y letra, unos versos ilegibles que salieron empastelados. Fue una conversación larga y agradable. Desde entonces lo frecuenté.







   No se me han olvidado las muchas cosas que me contó en esa primera ocasión y en las posteriores. Una tarde, ya casi noche, comentó que antes de publicar Arte de olvidar (1942), su único libro de poemas, se le extraviaron los originales de un libro en Europa y que rehacerlo fue ardua labor cuyo fruto fue su Arte de olvidar tal y como lo conocemos. En otra oportunidad, a eso de las seis de la tarde, sirvió wiskhy e inmediatamente prendió la televisión y al ver a una bella narradora de noticias, el poeta para mi sorpresa dijo: “Mujeres así de bellas deberían ser para los poetas…, pero lamentablemente ellas al final prefieren casarse con hombres de plata”, me miró, sonrió, levantó el vaso y dijo a manera de brindis: “Por la poesía, por los poetas, siempre”. Era así, así lo recuerdo: alegre, conversador.




   Vicente Azar poseía una buena memoria, aún recuerdo cuando de manera sorpresiva se lanzaba a repetir los versos de varios poemas, pero el que más recuerdo es el soneto XVI de Garcilaso que lo dijo limpiamente:


No las francesas armas odïosas,
en contra puestas del airado pecho,
ni en los guardados muros con pertecho
los tiros y saetas ponzoñosas;

no las escaramuzas peligrosas,
ni aquel fiero rüido contrahecho
de aquel que para Júpiter fue hecho,
por manos de Vulcano artificiosas,

pudieron, aunque más yo me ofrecía
a los peligros de la dura guerra,
quitar una hora sola de mi hado.

Mas infición del aire en sólo un día
me quitó el mundo, y me ha en ti sepultado,
Parténope, tan lejos de mi tierra
.


   Dos cosas logré en las visitas que le hice: Complacido me aceptó que publicáramos su libro Arte de olvidar que hasta el día de hoy no se ha reeditado y que participaría en la presentación de los dos primeros números de Tocapus. Por cosas del destino ni uno ni otro ocurrió. Quiero comentar lo segundo. En el verano del año 94, en coordinación con Felipe Rivas Mendo, gran maestro títiritero y, entonces, regidor de Cultura de la Municipalidad de Barranco, programamos la presentación de la revista en el desaparecido teatro Manuel Beltroy de La Lagunita. Asistirían Rossella Di Paolo, Dalmacia Ruiz Rosas, Tulio Mora, Victor Coral y Vicente Azar. Como anécdota, recuerdo que con Willy y Pablo nos bajamos una cortina gigantesca que por allí andaba y la pusimos como mantel en la mesa (Dalmacia comentaría después al enterarse que era una cortina: “Con razón me parecía un mantel medio raro y demasiado grande”). El local estaba abandonado, pero era acogedor. Recuerdo entre el público a Carmen Ollé, José Pancorvo, Manuel Rilo, Roger Santiváñez y varios más que he olvidado. Pero Vicente Azar nunca llegó. Cuando unos días después le pregunté por su ausencia, me respondió que sí había ido en su carrito, que estuvo dando vueltas y vueltas con él y luego caminando en el afán de ubicar el local en medio de la noche. Esa imagen del poeta perdido en medio de la noche, buscando algo que nunca encontró siempre lo tuve en la mente, durante años. Ya cuando falleció Vicente Azar, dos o tres años después, como si fuera una luz me vino un poema que supongo alguna relación ha de tener con lo que he contado, ese poema es Ave de Leda.




   Los recuerdos se agolpan y vienen límpidos: alguna vez me comentó que había conocido muy joven al poeta Carlos Oquendo de Amat y que el poeta puneño tuvo la delicadeza de obsequiar un ejemplar de 5 metros de poemas a su madre, pues ella le había hospedado por temporadas en su casa de Barranco. En otra oportunidad, emocionado me mostró una carta del generoso ensayista mexicano Alfonso Reyes, quien le agradecía por haberle enviado su libro Arte de olvidar. No he olvidado los comentarios elogiosos que hacía al escritor alemán Heinrich Böll y sobre todo a su novela Opiniones de un payaso. Muchas anécdotas vienen a mis recuerdos y en ellas desfilan personalidades de la literatura peruana: José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, César Moro, Martín Adán, José María Eguren, Arturo Jiménez Borja, casi nada.




   Una tarde fue a buscarme a la casa de mis padres. No me encontró. Mi madre le había atendido y cuando llegué a casa, ella me dice: “Ha venido a buscarte un viejito llamado José Alvarado Sánchez” (ese era su verdadero nombre), inmediatamente lo llamé por teléfono y me dijo: “Fui a buscarlo (nunca me tuteó) porque quería invitarlo al club Regatas para tomar unas copas y conversar”, así era él de espontáneo. Todo un honor para mí el que el poeta Vicente Azar fuera a mi casa a buscarme, lástima que no me encontrara.




   La última vez que lo vi, estaba ya postrado en cama, en medio de su gigantesca biblioteca, esa vez fui a visitarlo para entregarle mi primer libro que estaba dedicado a él, me agradeció muy emocionado. En esa visita descubrí enmarcado un poema suyo que salió publicado en Tocapus. Recuerdo que en 1993, me pidió si tenía la prueba de imprenta del poema porque quería hacer algo especial con él. Como tenía un ejemplar de la revista malogrado, saqué la hoja y se la entregué. Años después, noviembre de 2002 descubriría, como dije, el poema en la pared de su biblioteca y me emocioné mucho. Estaba ya mal pero seguía hablando, soñando, recuerdo que me dijo: “Extraño caminar, pero pronto me pondré bien y saldré en mi carro para buscarlo e ir a pasear”. Su entusiasmo me conmovió. Lamentablemente nunca se recuperó. En diciembre de 2004 falleció, la noticia me la dio Willy Gómez Migliaro. Lloré su muerte y aún lo extraño.




   Quiero terminar mi humilde homenaje a este gran poeta peruano a quien yo conocí y consideré mi amigo, con unas palabras que hace un tiempo las escribí: Vicente Azar ha sido uno de los más hermosos crepúsculos que he visto en mi vida.





   Continuará…



                                                   Morada de Barranco, 24 de julio de 2012.

domingo, 15 de julio de 2012

HISTORIAS MISTERIOSAS DE LA INFANCIA


                                                                                             



                                                                                             Los espejos gritan aquí.
                                                                                         Enrique Peña Barrenechea



   “¡Nunca pases por la Ermita de noche! –decían-, se te puede aparecer el padre sin cabeza”. Concluían con una mirada en la que se dibujaba el terror. Quienes te lo aconsejaban eran chicos de la misma edad tuya (diez, once o doce años, y a veces menos). Y hacías caso, nunca te atrevías a pasar por la Ermita de noche. La poca iluminación de la zona ayudaba a tomar como cierto el consejo: ¿Quién se atrevería a cruzar el solitario Puente de los Suspiros y luego recalar en el atrio de la Ermita?



  
   El padre sin cabeza es una historia teñida de leyenda. Los que vivimos o hemos vivido en Barranco la hemos escuchado desde siempre. Si la historia te llegó cuando niño, dos cosas te quedan: el miedo que te eriza la piel (y no se olvida) y la seguridad de que nada en el mundo hará que pases por allí.



   
   La versión que me contaron los amigos de la quinta en que viví (en esas noches donde sentados en círculo como si alrededor de una fogata estuviéramos) es esta: Hace muchos años, ocurrió, como es común en estos territorios, un terremoto. De la vieja Ermita de Barranco, esa pequeña iglesia que está al cruzar el puente, salió corriendo un padre quien, más asustado que liebre perseguida por mastines, tuvo la desdicha de pararse debajo de una de las torrecillas del templo. El movimiento sísmico fue tan fuerte que provocó el desprendimiento de una de las campanas, la que con todo su peso fue a caer sobre el padre: el borde de esta campana dio en el cuello del desdichado degollándolo (cosa poco probable porque no existen campanas con bordes filudos, pero para la efectividad del cuento, digamos, que sirve). Desde entonces, en las noches, no es nada raro ver a un padre deambular por la zona. Claro está, el padre lleva sotana negra y no tiene cabeza. Esta sencilla historia pobló nuestros lejanos días infantiles de miedos irreprimibles. Pero no fue la única.



   
   Es conocida por estos lares la historia sobre la viuda negra. Tal personaje es una mujer vestida de negro que se les aparecía solamente a los varones que transitaban de noche por calles solitarias. La impresión que te causaba verla era tal que contaban que tus cabellos se encanecían al instante y terminabas echando espuma por la boca, completamente loco para al poco tiempo morir irremediablemente. Sobre este personaje se cuenta que era una joven mujer de la alta sociedad limeña del siglo XIX que perdió, al poco tiempo de casarse, a su esposo en una batalla en las cercanías de Lima. Estamos hablando de la época de la guerra con Chile: decían que el esposo había muerto o bien en la Batalla de San Juan o de Chorrillos, no lo tengo claro. Desde entonces, esta mujer enloquecida salía a buscar el cuerpo de su esposo. Al poco tiempo la pobre mujer falleció, pero su alma que no logró el descanso deambulaba (¿deambula?) buscando todavía el cuerpo de su amado.



  


   
   Una historia que no he olvidado es la que una noche contó uno de esos compañeros de aventuras y miedos: la historia de María Marimacha. Aún recuerdo la primera vez que la oí, los pelos los tenía de punta como alfileres, recuerdo que esa noche me fui a acostar y que me tapé completamente con la frazada de tan asustado como estaba. La versión que recuerdo contaba lo siguiente: María era una niña que vivía con su mamá. Era María una niña que gustaba de jugar a las bolitas (canicas) con los niños, de allí su sobrenombre. Un día, su madre le da una cantidad de dinero y le pide que compre una botella de aceite y un corazón para hacer anticuchos, el plato preferido de María. La niña se dirige al mercado, de pronto ve, a medio camino, a un grupo de niños jugando bolitas, se detiene y apuesta el dinero que su madre le había dado. Lamentablemente perdió todo el dinero en el juego. Desesperada se va al cementerio y abre la tumba de un tío que había fallecido hacía unos días y le saca el corazón. Luego recoge de la calle una botella vacía de aceite y orina dentro de ella, después los entrega a su madre. Esta prepara los anticuchos y luego los sirve. La madre los come (aunque les sentía un saborcito medio raro), María simplemente no los come, más bien sube a su cuarto y se encierra. Luego de un rato, su madre sale a visitar a una vecina. Sola en casa, María empieza a escuchar la voz de su tío que le dice: “¡María Marimacha, devuélveme mi corazón! ¡María Marimacha, devuélveme mi corazón!...” Asustada se mete en su ropero y cierra la puerta de este. Ya en la noche, la mamá regresa a casa y le llama, al no obtener respuesta, entra al cuarto de María y al abrir el ropero encuentra a su hija muerta y sin corazón.



   
   Una historia que escuché por esos años es la de una pasajera misteriosa en Barranco. Era esta una mujer joven, bella, silenciosa, muy blanca, siempre vestida con colores oscuros. De ella se cuenta que siempre tomaba taxi en Barranco para ir hacia otro punto en el mismo distrito. Tenía esta extraña mujer por costumbre sentarse en el asiento de atrás del carro al lado derecho. Dicen los que la vieron que nunca hablaba, que apenas si movía la cabeza para responder a las preguntas. Cuando ya estaban por llegar a su destino, el chofer miraba por el espejo para confirmar el lugar donde detenerse y notaba asombrado y luego asustado que no había nadie en el asiento de atrás: el auto no se había detenido nunca, la puerta estaba cerrada como cerrada la ventana, no había por donde saliera la misteriosa viajera. Pero esta ya no estaba en el carro y no había huella alguna de la silenciosa pasajera.



  
   Por estos tiempos se ha hecho famosa la casa de los duendes. Una torrecilla ubicada en un jardín colgante en el malecón de Barranco, sobre la Bajada de los Baños. Lo que sé de ella es que un padre amoroso la hizo construir para que su pequeña hija jugara con sus muñecas y con sus amigas. Los niños y jóvenes de ahora le atribuyen lo que sus mentes fabuladoras necesitan para alimentar sus miedos y llenarse de desasosiegos.



   
   Ya para concluir esta entrada, quiero escribir algo que mi madre me contara cuando niño y que me provocó miedo, sin ser esta una historia de aparecidos. La historia se ubica no en Barranco, sino en el Cuzco, la tierra donde están nuestras raíces. Sucedió que hace muchos años un par de escolares se perdieron y por más que los buscaron no los encontraron. Luego de muchos días, ocurrió que detrás de una puerta clausurada hacía mucho tiempo, en la Sacristía de la Catedral de esa ciudad, un sacerdote escuchó ruidos y golpes insistentes, pidió ayuda y con dos o tres hombres más abrieron la puerta y vieron horrorizados a los dos escolares perdidos que enloquecidos, con los ojos desorbitados y hablando incoherencias mostraban sus manos con los dedos sangrantes y carcomidos. Luego de investigaciones profundas, se determinó que los jóvenes se habían aventurado a través de pasajes subterráneos que comunican a construcciones incas con templos coloniales cusqueños y en el trayecto se extraviaron. Tengo entendido que estos pasajes no han sido debidamente explorados hasta el día de hoy (en Lima también los hay y, como en el Cuzco, han servido para tejer muchas leyendas). En medio de la oscuridad sus manos fueron roídas por las ratas, aunque entre el pueblo se cuenta que las manos, en realidad, fueron devoradas por los mismos escolares por el hambre.


 


   Tarde lluviosa la de hoy día. En realidad toda la noche y todo el día no ha cesado de garuar. Garúa, así llamamos a esta lluvia menuda y persistente por estas tierras. Día oscuro y húmedo, propicio como para no salir de casa. Bien abrigado y con una taza de café humeante y oscuro ponerse a recordar aquellas historias que tanto miedo nos produjeron, tal y como lo he hecho en estas líneas.




   Continuará…


                                              Morada de Barranco, 15 de julio de 2012.