miércoles, 21 de diciembre de 2011

MIRADAS, LEJANÍAS Y PENSAMIENTOS

                                                                                     

                                                                                     La inquietante paz que algunos llaman Vida.
                                                                                                                           Luis Hernández



   En esta entrada, la última de este año, quiero escribir sobre diversos asuntos, comentar con un espíritu saltarín y parlanchín, a pesar del riesgo de parecer desordenado. Desde temprano venía pensando: “Y ahora, ¿de qué escribo?” Muchas ideas rondaban mi cabeza: dudas, posibilidades, en fin, nada claro. En realidad no sabía sobre qué escribir y tenía que hacerlo, al final opté en escribir sobre todo lo que había pensado, y aquí me tienen, en esos afanes.








I.







   Se iniciaron mis vacaciones. Hace tres días que ando libre y algo relajado. Se acercan las fiestas y las noches tienen más color que otros años. En estos días debo saldar algunas cuentas, no monetarias por cierto, me refiero a que debo visionar algunas películas pendientes, deudas que venía postergando por las ocupaciones cotidianas: Melancolía de Lars Von Trier, La princesa de Montpensier de  Bertrand Tavernier, Las aventuras de Tintín de Steven Spielberg, Un cuento chino de Sebastián Borensztein, y aunque suene difícil de creer, una película que jamás pude ver aunque sí había escuchado mucho de ella, un clásico de estas fechas navideñas, me refiero a Milagro en la calle 34 de George Seaton, film de 1947 donde actúan algunas de las figuras más destellantes de Hollywood, la pelirroja y siempre bella Mauren O’Hara (mencionaré una sola película entre las muchas que hizo: El hombre quieto, suficiente), la entonces niña Natalie Wood (heroína de películas como Centauros del desierto, Rebelde sin causa, Esplendor en la hierba, por mencionar solo tres). Me esperan, entonces, agradables horas de cine en compañía de Rita, my love.








   Igualmente hay pendientes en lectura: dos libros de la venezolana Teresa de la Parra: Ifigenia y Memorias de mamá Blanca, ambas novelas, obsequio de mi concuñado Francisco Mata. La relectura de tres libros fundamentales en mi vida, libros que me acompañaron desde la adolescencia e iluminaron mi camino o brindaron el fuego necesario que toda vida requiere, hablo de Rojo y Negro y La cartuja de Parma del egotista y siempre admirado Stendhal y La lucha con el demonio del hoy injustamente olvidado Stefan Zweig (llegará el día en que las aguas volverán a su cauce y el gran Stefan, el fino y sensible Stefan regresará redimido de prejuicios y modas con su palabra, fuego y visión).







II.


   Aquel niño que fui y que, maletín en mano, se iba al colegio tarareando entre árboles de mora: Si tú me quieres / dame una sonrisa, / si no me quieres / no me hagas caso… es ahora un hombre que se acerca a los cincuenta, que no ha olvidado (sería imposible) muchas experiencias de su infancia y adolescencia. En esta bitácora, precisamente, han desfilado algunos de esos gratos o ingratos recuerdos. Sé que muchas cosas han cambiado desde entonces, por ejemplo, aquellos poéticos árboles de mora ya no están más, ahora hay muchos más carros y el peligro de un accidente automovilístico ha crecido, muchas casonas han desaparecido (y desaparecen, “la panadería del chino” en la avenida Lima, donde compraba cuando niño, ahorita mismo la están demoliendo) y modernas construcciones intentan darle un nuevo perfil arquitectónico al querido balneario de Barranco, mi morada…






   Y en ese afán de recordar hechos que provocaron cambios, uno muy especial: si de toda mi vida tuviera que escoger uno crucial en estos 47 años de travesía por el tercer planeta, sin duda diría que fue (es y será) el nacimiento de mi hija. Desde entonces mi vida ha tomado un rumbo, digamos, más formal, la he asumido con mayor responsabilidad: sucede que ahora ya no soy solo yo, una personita me acompaña, nos acompaña desde hace doce años y es nuestra alegría, el sol que calienta e ilumina el sendero que nos ha tocado transitar por estos últimos tiempos.






   Pienso en Kathia y ante mí desfilan muchísimos recuerdos. Los inicios de mi matrimonio y el deseo de un hijo. Y vino ella y su nacimiento cambió mi vida, la de Rita (obviamente), la de mis padres, la de mis hermanos… Aquellas ya lejanas épocas en que la dejábamos con mi mamá mientras los dos (profesores de oficio) nos íbamos a trabajar, sus primeros pasos, sus primeras palabras… hoy tiene doce años, la miro y me es inevitable remontarme a mi pasado y verme con la misma edad: con doce años era un mataperros, un joven aventurero que generalmente solo se atrevía a bajar por los acantilados, llegar a unas salientes donde habían cañaverales y allí perseguir insectos, sobre todo libélulas (que de manera popular en la costa del Perú las llaman chupajeringas) y si no eran insectos lagartijas o algún colibrí (conocido aquí como picaflor). Otras veces, por la Bajada de los Baños, llegaba a la playa y me solazaba con el sonido de los chorros de agua dulce que de los acantilados caían o sacaba pececillos de los charcos que se formaban al pie de los barrancos (de ahí el nombre del distrito) o descubría a amenazantes o asustadizos camarones debajo de las piedras… lamentablemente todo ese paisaje se ha perdido y hoy es solo territorio de mis recuerdos.






   Hace cuatro días Kathia se graduó en la primaria. Emocionado. Emocionados mientras escuchábamos los comentarios consabidos: “Cómo pasa el tiempo”, “ya está una señorita”, “qué grande está tu hija”, “ya deben haber pretendientes”… la veo orgulloso con su vestido color perla y me vienen dos recuerdos precisos: el primero de ellos ocurrió, creo yo, en 2002, con tres añitos y una cabellera esplendorosa.  Rita la había bañado. Yo corregía unos exámenes al final de un pasadizo, apareció ella caminando como modelo y manos a la cintura me dice: “Olano, Olano” (en vez de Orlando). Me mira con picardía y me dice: “Arde, papi”. Boquiabierto. A esa edad y con coqueterías.






   El otro recuerdo es de cuando ella tenía cinco años. Lo tengo claro. Estamos en casa de mis papás. De pronto salgo al jardín y veo a mi hija que esta de la mano de mi papá, ambos miran algo. Yo estoy a sus espaldas. Sorpresivamente una mariposa alza vuelo, frente a ellos, desde una flor. Mi hija asustada se pone detrás de mi padre quien la abraza para protegerla (qué curioso, protegerla de una mariposa, en realidad la protegió de ella misma, de un movimiento brusco, de una caída). Esa imagen se me quedó. Verlos a los dos mirando algo. Recordé inmediatamente muchos cuadros del pintor romántico alemán Caspar Friedrich, cuyos personajes de espaldas a los espectadores pierden sus miradas en lejanías y pensamientos. Mi padre y mi hija de la mano mirando a una mariposa sobre una flor. Y nació un poema:

LA MARIPOSA Y LA ROSA

                                            A mi padre y a mi hija

Con abanicos en la flor se para,
luego alza vuelo muy hermosa…
parece que se le escapara
¡un pensamiento a la rosa!

   Ya con la Navidad encima, no me resta más que desearles una feliz Navidad y que los nuevos días nos sonrían.





   Continuará…


                                             Morada de Barranco, 21 de diciembre de 2011.

sábado, 10 de diciembre de 2011

MI CASA, MI ABUELO Y LA LECTURA

                


                            Se extiende así, tangible ya en el alma…
                                                          Vicente Azar



I.

   Hace unos años escribí este humilde poema que, supongo en unos meses, debe salir publicado en un libro largamente esperado.


MI CASA


Hay en mi casa un farol

que anuncia días de sol.

Una parra anciana

que sonríe como una campana,

un alto y blanco palomar

que oculta el sonido del mar,

un huerto que a la noche recibe

y silenciosa secretos con sombras escribe,

los azules ecos de un piano

que siempre acarician mi mano

y una pequeña ventana

por donde se deshace la mañana.

¡Hay en mi casa un farol

que anuncia días de sol!


   La casa del poema es la casa de mis padres: donde jugué con mis hermanos; la casa donde mi hija, de la mano de mi papá, vio en el jardín, asustada y llena de asombro, a una frágil y colorida mariposa; donde un día “recibí” al embajador mexicano Jesús Puente Leyva quien me dejó un libro de Alfonso Reyes; donde una tarde de verano del 94 fue a buscarme (¡qué honor!) el poeta Vicente Azar; donde tantas veces reí y lloré; donde lleno de ilusiones presenté a mis padres a Rita, donde mi hija recién nacida quedaba en manos de mamá “Tina” mientras que nosotros nos íbamos a trabajar; donde vivió y murió Maddy, mi perrita pastora que fue una hermana y está enterrada en el jardín, el espacio de mi adolescencia donde escuché con Alfredo y con Franklin, en largas sesiones de música y cigarros (que hoy sabiamente hemos dejado), la siempre sorprendente música de The Beatles; la casa que un tiempo estuvo pintada de azul y mis amigos poetas Willy Gómez Migliaro y Pablo Landeo, con quienes edité la revista TOCAPUS, decían que por ese color era la digna casa de un poeta, esa casa que sabía que allí donde me fuera estaría siempre con las puertas abiertas para recibirme y brindarme el calor que como Odiseo siempre ansiamos, a pesar de los cíclopes y lestrigones.  




   El huerto existe, la parra que antes daba deliciosos racimos de uva Italia está muerta pero apoya su tronco añoso en la entrada de la casa como si viviera un sueño eterno, efectivamente hay un farol en casa, que ya no es el mismo de hace años, pero su luz sigue iluminando todos los senderos que conducen a ella, a esa pequeña Roma que es la entrañable casa de mis padres.







   Solo intento, como lo habrán percibido, expresar mi amor por ese espacio mágico que es la casa de mis padres: su geografía íntima la llevo conmigo. Yo estoy casado hace trece años y… todavía tengo la llave de la casa. A ella puedo llegar las veces que quiera y abrir la puerta como siempre lo hice. Por ejemplo, dentro de unos minutos tengo que ir para armar el enorme nacimiento (o Belén, como lo llaman en otros países) que emociona tanto a mi mamá. Yo soy el encargado desde siempre para hacerlo, un nacimiento gigantesco y minucioso que llega hasta el techo y está cargado de luces y muchas imágenes de todos los tamaños y colores (mi hermano Arturo es el artífice de armar el gigantesco árbol de Navidad, que por cierto ya está armado y es la alegría de los ojos de todo aquel que se anime a mirarlo). Es en esta casa que un tiempo fue azul donde recibimos la Navidad y nos confundimos entre abrazos y buenos deseos mis padres, mis hermanos, Rita, Kathia y yo.


















II.

   En esta misma casa, hace unos instantes conversé con mi abuelo Julio, mi querido abuelo de 94 años, que ya no ve con nitidez ni escucha muy bien, pero que conserva su lucidez, su palabra sabia, precisa y su andar de pasos menudos, alegres y firmes, a pesar de su edad. Decía mi madre, al verlo ensimismado en la maraña de sus pensamientos, que guardaba desde niña el recuerdo de su padre leyendo, siempre leyendo (periódicos, revistas, libros…) acompañado de su fiel diccionario: “Siempre fue así, un gran lector”, concluyó mi madre.  Ahora me explico su buen decir, los recursos de su palabra que facilitan el fluir de sus recuerdos: “Mi familia está integrada por cincuenta y un personas. Tengo veinticuatro nietos (doce varones y doce mujeres) y once bisnietos (el último nació el año pasado)” o “Me casé a los veinte años, un 11 de septiembre de 1939…”, ¡ah!, mi querido abuelo memorioso.




   La lectura: pasión de mi abuelo (que hoy ya no puede leer), pasión de su nieto que desde muy niño se abandonaba en los mares procelosos de los libros, hasta que le llegó la oportunidad de escribir: empecé a hacerlo a los 15 años prácticamente obligado por las circunstancias, todo empezó cuando mi compañero de carpeta, mi amigo Alfredo Sosa Rosado, me dijo que coleccionaba estampillas y me preguntó a boca de jarro si yo coleccionaba algo. Yo que no coleccionaba nada y que no quería quedar mal solo atiné a responder con una mentira: “No, yo escribo poemas”. Entonces mi amigo me pidió que llevara al colegio mis poemas para leerlos. Estaba en aprietos, así que no tuve otra que empezar a escribir poemas, mis primeros poemas recargados con personajes de dioses, semidioses y héroes grecorromanos. Ingenuamente pensaba que eso era algo novedoso e impactante, obviamente no sabía nada de los parnasianos ni de los modernistas. Cosas de adolescente ingenuo e ignorante.




   En lo personal, la lectura ha sido para mí una forma de conocerme más o de reconocerme (esas múltiples máscaras que nos acompañan), de saberme un ser que muchas veces ha olvidado, por el tráfago de la vida práctica y material, algunos aspectos aparentemente insustanciales. La lectura, territorio del cual no se sale incólume. Cómo podría quedar uno impasible luego de esas horas eternas de lectura (de conversación, diría yo) donde, abandonando la realidad real, me identificaba con las ambiciones y dudas de Julián Sorel de “Rojo y Negro”, las peripecias de Jean Valjean, del astuto Ulises, de Ernesto (el niño de “Los ríos profundos”), de Rastignac, del niño sensible de "En busca del tiempo perdido", de Juan Preciado, de Ismael, del conde de Montecristo, de Pierre Bezujov... en fin, podría pasarme el tiempo mencionando personajes que me recuerdan cómo fui, títulos que me dicen cómo soy.




   Una vez Oscar Wilde dijo: “La muerte de Lucien de Rubempré es el gran drama de mi vida”. Para alguien que no ha disfrutado de la lectura de, por ejemplo, la novelística del siglo XIX, esta cita de Wilde puede resultar exagerada, pero es que muchos de estos personajes ficticios pueden dejar (y dejan) una huella perdurable en nuestras vidas, incluso mucho más marcada que las que podrían dejar personas de carne y hueso: a mucha gente que conocí las he olvidado, a los personajes que acabo de mencionar (y otros más que quedaron en el tintero), están y estarán siempre presentes en mi vida.





   Continuará…



                                      Morada de Barranco, 10 de diciembre de 2011.