sábado, 18 de febrero de 2023

UN BREVE APUNTE DE FEBRERO



                          Pues es tu honor cambia de cauce la geometría de las cosas…        

                                                                                                       Alberto Hidalgo



   Eran tiempos en los que no sabía leer todavía, pero cómo me encantaba el cine. Todos los domingos, por la tarde, luego de recibir la propina, asistía religiosamente a uno de los tres cines de barrio de Barranco (inolvidables Raimondi, Balta y Zenith, hoy desaparecidos). Emocionado acudía a la sala de turno y salía realizado de ella, siempre con la firme certeza de que el próximo domingo estaría de regreso (y llevando también conmigo el sueño irrealizable, imposible, de que fuera domingo todos los días de la semana). Mis citas con el cine eran impostergables, nada lo podía impedir (salvo algún terremoto, como que en verdad ocurrió, pero esa ya es otra historia).





   Lo he comentado en alguna oportunidad: a veces ni sabía qué película se iba a proyectar, el asunto era estar sentado frente a la pantalla, con las manos aferradas a los brazos de la butaca, dispuesto a embarcarme, con el corazón galopante, en ese desfile de imágenes que me hacía vivir otras realidades, habitar otros mundos. Así fueron esos domingos de mi infancia, con mayor razón si no se contaba con un televisor en casa, porque entonces no teníamos uno. El cine fue, y aquí tomo prestada esta frase: “La escuela de los domingos”, esa a la que asistía contento, a diferencia de la otra escuela.





   Una de las películas que más recuerdo de esas matinés dominicales es Un millón de años antes de Cristo (One Million Years B. C., film de 1966, dirigida por Don Chaffey). Dos o tres veces visioné el film cuando niño, todas ellas en el desaparecido cine Raimondi, el más cercano de casa. Pienso en este largometraje y pareciera verme (como en un ecran) sentado junto a mi madre, los ojos bien abiertos, atento. A pesar de no saber leer, veía deslumbrado las imágenes, mientras muy de vez en cuando mi mamá me contaba en voz baja qué sucedía en algunas escenas. Lo demás (que era casi toda la película) lo inventaba, creaba yo mi propia historia que tenía que ir de la mano con lo que la pantalla mostraba.





   Un millón de años antes de Cristo es una película cargada de fantasía y aventuras, bastante ingenuas por cierto, con personajes que pasan por situaciones realmente imposibles debido a una innegable falta de rigor científico (pero entonces no lo sabía): ¿un alosaurio, que luego de experiencias como Jurassic Park no asustaría a nadie, atacando a seres humanos? Como bien sabemos, los hombres y los dinosaurios jamás fueron contemporáneos (hay una diferencia aproximada de más de 65 millones de años), pero en la película sí. Esas libertades rompían las ataduras de la realidad real y los niños de entonces navegábamos complacidos y emocionados en esta nueva realidad gobernada por la ficción: el mundo entonces era más ingenuo y se estaban abriendo puertas hacia nuevos horizontes.





   Con sus imágenes coloridas y fantasiosas, con una escenografía de cartón tratando de representar el mundo perdido del hombre de las cavernas, con recursos que hoy sinceramente motivarían sonrisas, el film tuvo un rotundo éxito y elevó a los altares de la admiración y el deseo a una naciente estrella del cine: una chica bella, me corrijo, bellísima, con un indisimulable peinado sesentero y un bikini supuestamente de pieles (“el primer bikini de la humanidad”, como se anunciaba) cautivó a los espectadores, sobre todo a los varones, incluso por la perfección de sus formas evidenciada en este curioso film, la joven fue conocida como “El Cuerpo”. Raquel Welch, que ese es el nombre de la actriz (Loana en el film) alcanzaría la fama tan ansiada por tantas jóvenes, que como ella, buscaban en el cine la oportunidad. Ella la alcanzó con ese personaje, con esa película.





   Le había nacido entonces una nueva estrella al cine, un nuevo “sex symbol”, sueño inalcanzable de muchos hombres en el orbe entero, como en su momento lo fueron (aunque, valgan verdades, algunas de ellas, como Raquel, para toda la eternidad) Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Anita Ekberg, Rita Hayworth, Clara Bow, Claudia Cardinale, Jean Harlow, Hedy Lamarr, Gene Tierney, Ava Gardner, entre otras. Fue tan fulgurante su aparición que pronto, la foto que la mostraba de pie, vestida con el bikini de piel se convertiría en una de esas imágenes más reproducidas: había nacido así, de manera fulminante, la leyenda, el mito de Raquel Welch.





   Hoy, con nostalgia y con tristeza la recordamos, pues hace pocos días partió hacia aquellos “espacios donde se vive sin sombra”. Así es, ha partido Raquel Welch con 82 años: algo o mucho de nuestras vidas se va con ella. Escribió el poeta peruano Francisco Bendezú: “Los días pasan / como tranvías...”, efectivamente, los días transcurren velozmente y en ese transcurrir poco a poco se están yendo algunas otras personas ligadas a nuestra infancia y adolescencia: Jean-Luc Godard, Mónica Vitti, Ray Liotta el año pasado, Stella Stevens el día de ayer, unos días antes Carlos Saura, hace unas semanas Gina Lollobrigida, en fin…





  Se están yendo, sí, pero ahí están sus películas, a través de ellas vencen a la muerte y al tiempo que a nadie perdonan. Sirvan estas líneas como homenaje no solo a la bella Raquel Welch, cuya imagen perdurará, sino a todos aquellos que a través del cine, esa fabulosa escuela de los domingos, nos alimentaron, nos hicieron crecer y nos permitieron vivir aquellas vidas que la realidad constriñe, limita.




   Continuará…



                                                  Morada de Barranco, 18 de febrero de 2023