La verdad, la amarga verdad.
Epígrafe de Rojo y Negro
Ayer comentaba que mi universo de lecturas
se había reducido. Efectivamente. En estos tiempos, en muy raras oportunidades
abordo obras de muchísimas páginas. Aunque debo reconocer que en cualquier
momento empezaré a releer las novelas de mi siempre admirado Henry Beyle, más
conocido como Stendhal, mi novelista preferido, por cierto.
Recuerdo esas lecturas épicas de sus novelas
a mediados de los ochenta: terminaba de leer una de sus novelas y empezaba
inmediatamente a leer la misma obra, pero en otra traducción. De todos esos
libros solo me quedan dos, las traducidas por Consuelo Berges, los demás los
fui prestando (hay un dicho claro: “Tonto el que presta y más tonto el que
devuelve”, creo que se entiende lo que quiero decir) o regalando: la idea era ampliar un poco más esa suerte de capilla o “amplia minoría” que constituían o constituyen (mucho
no ha cambiado) los lectores de Stendhal en el mundo.
Extraño las páginas de Rojo y Negro o de La cartuja
de Parma (las dos obras que conservo), la aventura de navegar por esas amplias historias, la palabra sencilla y precisa de Stendhal para escarbar en la
sicología de sus personajes, pienso en Julián
Sorel o en Fabrizio del Dongo, de los más admirados en mi vida junto con Pierre
Bezújov, Jean Valjean, el Conde de Montecristo, Jay Gatsby o el niño Ernesto.
Personajes de toda la vida, retornables hasta el infinito.
¿Es que podría olvidar la compañía que me
brindaban esos libros en mi difícil (¿cuál no lo es?) adolescencia? El rechazo
a la vida social fue una característica mía, desde pequeño. No podía haber nada
peor para mi corta vida que las fiestas infantiles. Muchas veces me llevaban a
la fuerza a los cumpleaños de algunos amigos y yo me sentía como un extraño y
asustado gato en fiesta de perros. Entonces los libros aparecieron y fueron la
sombra, el espacio en el cual cobijé mi poca capacidad para socializar, mi
tabla de salvación. Eso no se olvida, jamás. Esa incapacidad para estar entre
grupos, sin embargo, me permitió desarrollar una virtud (creo yo), que es
la de ser muy observador, capacidad
necesaria si te dedicas a la actividad que, en este caso, me apasiona: el escribir.
Algunos se refugian en el dibujo o en la música, yo en la lectura y en la
escritura, aunque debo decir que no dibujaba nada mal y la música es otra de
mis pasiones.
Mi disposición, mejor dicho mi amor por la
lectura se complace ahora por géneros como el ensayo. Tiempo atrás leía
apasionadamente (y no he dejado de hacerlo) a autores como Alfonso Reyes,
Octavio Paz, Lezama Lima, Mariátegui y Zweig, por mencionar algunos nombres.
Después surgieron nombres como el del Padre del Ensayo: Miguel de Montaigne. Su
libro (un obsequio de mi hermano) es de esas compañías entrañables y siempre
bienvenidas. Los Ensayos Completos de
Montaigne está siempre sobre mi escritorio, a la mano, junto con los cuatro
tomos que recogen la obra completa de Stefan Zweig. Definitivamente hay libros
de toda la vida, y estos que acabo de mencionar son dos de ellos.
Este año, mis afanes por el ensayo
transitaron los libros de un cuentista, novelista y magnífico ensayista:
Augusto Monterroso. La calidad de su prosa, el estilete de su ironía y de su autoironía, tornaron algunos
amaneceres como impagables. Me explico. Cuando trabajo (ahora estoy de
vacaciones), los amaneceres de los sábados son magníficos para abandonarme a la
lectura acompañado de una buena taza de café recién pasado y humeante: la
temperatura agradable de esas horas, el silencio del sueño en los demás, la seguridad
de saber que las horas venideras son para el descanso me brindan la
tranquilidad para leer y leer despreocupadamente, como debería ser toda lectura
placentera: desfilan, entonces, los libros de poesía y de ensayos, entre estos últimos los
libros de Monterroso: Literatura y vida,
La vaca, Pájaros hispanoamericanos, son los libros de ensayo que más me han
gustado releer este año.
También comenté que por estos tiempos prefiero
la lectura de novelas breves. En efecto, las múltiples ocupaciones, el poco
tiempo libre me llevan a preferir la lectura de este tipo de obras. Los
antecedentes de este gusto se encuentran en la lectura de libros como Pedro Paramo de Juan Rulfo, Siempre hay caminos de Ciro Alegría, Los cachorros de Mario Vargas Llosa, Los Ingar de Carlos Eduardo Zavaleta, Muerte en Venecia de Thomas Mann, Las tribulaciones del estudiante Törless
de Robert Musil o La metamorfosis de
Franz Kafka, entre los que recuerdo. Este año, llegaron a mis manos Las batallas en el desierto del poeta
mexicano José Emilio Pacheco, Una puerta
que nunca encontré de Thomas Wolfe y que en la mañana terminé de leer, El pan de los años mozos del alemán Heinrich
Böll, La iluminación de Katzuo Nakamatsu
del peruano Augusto Higa Oshiro, y del también peruano Carlos Calderón Fajardo
dos novelas, La colina de los árboles
y La conciencia del límite último. A
ellos debo agregar cuatro novelitas de Stefan Zweig: Miedo, Ardiente secreto, Una
carta y Sendas equivocadas (que también se conoce como La confusión de sentimientos). Debo reconocer que esta última
novela de Stefan Zweig como la última de las mencionadas de Calderón Fajardo y las novelas de Higa y
Pacheco fueron las que más me gustaron. Una invitación a su lectura. Olvidaba
decir que a comienzos de año hice una escapada a mis afanes por los libros breves y leí una novela de un escritor
norteamericano que se ha convertido en una leyenda: John Kennedy Toole y su exitosa y divertida La conjura de
los necios. Más que recomendable.
Mis lecturas de cuentos han sido más
dispersas y esporádicas. Tengo como reto la lectura de los tres tomos (me acabo
de enterar que acaba de salir un cuarto tomo) que recogen los cuentos de Anton
Chéjov, ya lo comentaré. Recuerdo la relectura de un par de libros de Julio
Ramón Ribeyro: Solo para fumadores y Silvio en el Rosedal, libros maduros y
con cuentos de antología, como para repetir y sin esfuerzo. Pero hay un libro
de cuentos que me sorprendió este 2016, es de un autor a quien descubrí recién este
año. Sabía de él desde hace mucho, de su partida prematura, pero jamás había
leído nada de Carlos Calderón Fajardo, este año no solo leí un par de novelas
suyas, sino su libro Playas, libro
que me encantó y me apresto a releerlo, un gran libro, un señor libro.
El cine es otra de mis pasiones. Si debo
mencionar algunas películas que más me gustaron este año, estas son: Carol
de Todd Haynes, film que desarrolla una historia de amor lésbico entre una
mujer joven y otra madura en la Norteamérica de los años cincuenta; Sully de Clint Eastwood, película basada
en un hecho real que cuenta cómo un experimentado piloto salva la vida de los
pasajeros de un avión y sus posteriores consecuencias; Julieta del español Pedro Almodóvar, largometraje sobre una mujer
que enviuda inesperadamente y ve como tiempo después su hija huye sin mediar
explicación alguna (una película-tributo al Maestro del Suspenso, Alfred
Hitchcock), En primera plana de Tom
McCarthy, un film apasionante sobre un grupo de periodistas y su investigación
sobre abusos sexuales cometidos por sacerdotes católicos en una localidad
norteamericana. Algo más atrás, podría mencionar a la historia de sobrevivencia
de El renacido del mexicano Alejandro
González Iñárritu. Han habido más películas, se vienen a mi memoria, por ejemplo, Brooklyn, La habitación, Truman...
Mencionaré que este año hubo tiempo para ver cine clásico. Con Rita disfrutamos largas jornadas con películas entrañables, por ejemplo, El Decálogo, del polaco Krzysztof
Kieślowski, diez películas cada una de aproximadamente una hora de duración, que
de manera libre aborda uno a uno los Diez Mandamientos. En esas ya clásicas tardes de cine, desfilaron filmes como Tiempos modernos de Charles Chaplin, La dama de Shanghái de Orson Welles, Imitación de la vida, no la de Douglas Sirk sino la dirigida por John M. Stahl, La ilusión viaja en tranvía de Luis Buñuel, Gran hotel de Edmund Goulding, Lo que sucedió aquella noche de Frank Capra, Abeja reina de Ranald MacDougal, Ellos y ellas de Joseph L. Mankiewicz y muchas más. De este gran
número de películas, una que apreciamos mucho y siempre la vemos unos días antes de navidad, me
refiero a ¡Qué bello es vivir! de Frank
Capra y otra película cuya fotografía (y más) nos encandiló: El tercer hombre de Carol Reed. Por cierto, en unos instantes veremos Cantando bajo la lluvia como una suerte de pequeño homenaje a la recientemente fallecida Debbie Reynolds.
¿Hubo algo que no me gustó de este año?
Muchas cosas, pero una sobre todo, la comprobación triste y dolorosa de que
Barranco, mi morada, la estamos perdiendo, cada día somos testigos de cómo la
van destruyendo, fría y calculadamente, desaparecen casonas, ranchos y en su
lugar se levantan prácticas moles que hoy llaman condominios y que alteran el perfil arquitectónico de este pequeño territorio junto al mar. Una pena, porque parece ser es irreversible. Nadie hace nada, no se respetan las leyes que protegen el patrimonio, la indiferencia absoluta campea. Dentro de poco, entre Barranco y Miraflores no habrá
diferencias, ambos serán territorios conquistados vilmente por las empresas
constructoras que lo único que desean es llenar sus arcas a costa de nuestro
pasado, de nuestra historia.
Nada más y que este 2017, que ya se aproxima, sea mejor para todos.
Continuará…
Morada de Barranco, 29 de diciembre
de 2016.