jueves, 30 de julio de 2020

AYACUCHO: TIERRA DE LA LUZ Y DEL COLOR

                           


                                                                               I mis pasos se van a las estrellas
                                                                                                   Alejandro Peralta
                                                                                               



   En 2018 viajé por primera vez a Ayacucho, lo hice en compañía de Rita, mi esposa, y de Kathia, mi hija. Fue un viaje signado por una gran curiosidad: conocer sus calles, sus viejas casonas y sobre todo, y sin afanes religiosos, sus iglesias. Ayacucho guarda fama de celebrar con grandiosidad pocas veces igualada la Semana Santa, es un territorio de gente muy religiosa, religiosidad expresada en la gran cantidad de templos muy antiguos cuyos orígenes se pierden en los lejanos tiempos virreinales, por tal razón es conocida como La Ciudad de las Iglesias, pues la ciudad posee más de treinta templos católicos en su centro histórico, algunos de ellos ejemplos magníficos del esplendoroso barroco andino.







   Debo confesar que otro motivo para viajar a Ayacucho respondía a, digamos, un interés de tinte personal y de curiosidad histórica. En el territorio ayacuchano se desarrolló una de las grandes civilizaciones andinas anterior al Tahuantinsuyo: Huari, cultura que de alguna manera tiene que ver conmigo, mejor dicho, con mis raíces: provengo del Cusco, del pueblo de Lucre que tiene como uno de sus motivos de orgullo, la cercanía de un complejo arquitectónico impresionante: Piquillacta, la segunda ciudad en importancia de esta civilización. Es decir, por mis venas corre no solo sangre incaica, también huari. Viajar a Ayacucho era, de alguna manera, conocer mis raíces más distantes, acercarme a ellas













   Esa primera experiencia fue fascinante. Ayacucho es una ciudad andina muy hermosa, poseedora de un firmamento límpido, de esos cielos extraños para alguien acostumbrado a vivir en una ciudad cuyo cielo está por lo general encapotado: el cielo ayacuchano se abre a nuestros ojos con una generosidad y amplitud desconocidas para un habitante citadino habituado a transitar por calles cubiertas por la neblina. Aquí no. La luz invade todo desde temprano, su transparencia nos conmueve, nos lleva a pensar que las distancias se acortan, todo parece más cercano (como alguna vez escribiera el maese Alfonso Reyes sobre la meseta del Anáhuac, la región más transparente). Por su luz, Ayacucho tiene esta condición: es una región transparente.













   Esta transparencia se percibe también en su noches mágicas, coloridas, alegres. Lo comprobamos cuando una noche inolvidable salí a caminar con Rita (Kathia decidió quedarse en el hotel), recorrimos algunas calles de la vieja Huamanga, queríamos sentir de cerca su vida nocturna, respirarla: ¡qué cantidad de transeúntes, cuántos parroquianos en sus restoranes y cafés, cuánta gente joven expresando su alegría de vivir a través de la música, de la danza! ¿Es que podríamos olvidar a esos jóvenes ejecutando instrumentos y bailando en lo que fue el claustro mayor del Antiguo Colegio de los jesuitas de Huamanga?














   Transitar por sus calles es caminar por una parte importante de la historia del Perú, es pasado cuyo energía se siente en su atmósfera, en su arquitectura particular, hermosa, única. Pero el presente también se percibe en la actitud dinámica de su gente, que vive con optimismo, con orgullo (a pesar de ciertos lastres como la pobreza, la explotación). Un pueblo alegre, tierno, abierto a las grandes experiencias culturales, al futuro. Por donde uno camina se topa con el color propio de la alegría, del afán de construir sobre el dolor del reciente pasado una ciudad nueva con nuevas esperanzas afincadas en su sólido pasado histórico.














   Entrar a sus templos nos asegura experiencias no solo religiosas, también (y para mí sobre todo) estéticas, artísticas. La sencillez engañosa de su arquitectura con ciertos aires rústicos, la levedad ascendente y dorada de sus retablos barrocos, sus paredes cubiertas con grandes lienzos con marquetería profusa y abigarrada de adornos con destellos de oro no solo deslumbra, encanta. El furor exagerado del barroco no se sospecha en las paredes externas de los templos, más bien sobrias, el horror vacui se despliega al trasponer sus puertas: el esplendor del barroco andino en una de sus expresiones mayores (junto a la cusqueña, arequipeña, puneña, cajamarquina...).













   Al año siguiente regresé, completamente enamorado de esta tierra de la luz y del color. Esta vez no solo con Rita y Kathia, también con mi madre y con mis hermanos Gloria y Arturo. Mi padre hacía dos meses había fallecido, golpeados por el dolor decidimos viajar para darnos un respiro. Con la seguridad de que los nuevos aires de Ayacucho nos ayudarían, partimos. No nos equivocamos. La alegría y generosidad de su gente, su atmósfera expansiva, diáfana nos ayudó en esos momentos difíciles. 













   Recorrimos sus calles, ingresamos a sus templos y perdimos nuestros ojos en un sinfín de detalles de su arquitectura y de sus espacios interiores, predios de la imaginación laberíntica, barroca; transitamos por sus viejas casonas, sus acogedores zaguanes; admiramos sus patios luminosos; nos procuramos sombras frescas y necesarias en las galerías de esos mismos patios claustrales; nuestros corazones se ensancharon emocionados y sorprendidos en las viejas piedras de Vilcashuamán encajadas con una perfección orillada de misterio y admiración.













   La última noche que pasamos en Huamanga, unas tres horas antes de regresar a Lima, salimos a caminar los seis, recorrimos con nostalgia anticipada las cuatro galerías de los portales de la plaza mayor (¿cuándo la volveríamos a ver?, ¿la volveremos a ver?). Ingresamos al pequeño espacio de un encantador café ubicado en el Portal Unión. Fue, creo, una de las experiencias que más disfrutamos (eso que llaman la eternidad de los momentos). La buena atención, el café magnífico que tomamos, las galletas y kekes de choclo fueron invitación para abandonarnos a una conversación salpicada de risas que hicieron impagable esa vivencia

















   Ha pasado ya casi un año de este último viaje y esa noche de despedida de la Ciudad de las Iglesias la seguimos recordando con especial cariño: el café del portal, la breve caminata por la Plaza Mayor que culminó en una de sus bancas donde disfrutamos nuevamente, a punto ya de partir, de la alegría de su gente, de su cielo nocturno estrellado, de la belleza pétrea de sus portales, de los campanarios de la catedral alzados cual brazos ansiosos de atrapar algo de esa noche andina inolvidable.
















   Sé que estas líneas son un pálido reflejo de las experiencias vividas en estos dos viajes cargados de emociones: la palabra, muchas veces, es insuficiente para expresar aquellas intensidades que nos marcan, pero aún así, con terquedad dejo este rastro: un puñado de palabras sencillas para agradecer todo lo que Ayacucho nos brindó con el corazón abierto y generoso.







   Continuará…



                                     Morada de Barranco, 30 de julio de 2020.