lunes, 23 de mayo de 2011

UNO, DOS, TRES, CUATRO, CINCO PROFESORES Y... UNA ANÉCDOTA EN EL LABORATORIO

                                                                                          Porque mis ojos eran niños
                                                                                                                           Carlos Oquendo de Amat


   Una belleza setentera fue una profesora que tuvimos allá por 1975. Estábamos en primero de secundaria y solo nos enseñó ese año. ¿Su curso? Formación Laboral, así se le llamaba entonces. Recuerdo que era casada y a veces nos hablaba entusiasmada de sus  pequeños hijos. La recuerdo pecosa, frente despejada, ojos grandes, bella sonrisa, cabello castaño, ondeado y casi siempre suelto. No he olvidado sus coloridos collares metálicos y medio (o totalmente) hippies, sus pantalones campanudos, sus zapatos con plataforma: los famosos suecos de corcho o de soguilla. Joven, muy joven y… muy hermosa. Pero qué muchachos de esa edad no son jodidos. Nosotros no éramos la excepción, de ahí que hubo días (tardes, más bien) en que renegaba con nosotros. Y se transformaba. Yo la miraba y me era imposible no relacionarla con algunas modelos que salían por ejemplo en la revista Vanidades. No sé si estaré exagerando, pero bien dicen por allí que los recuerdos no son como en realidad fueron sino como tú los quieres recordar. He olvidado su nombre y sus apellidos, recuerdo sí que a esta profesora le decíamos “Operación Cotillón” porque nos enseñó a hacer sorpresas para las fiestas de cumpleaños: hachas de papel, por ejemplo, entre otras cosas. Luego vendrían alfombras hechas con tocuyo, lana y terokal y más cosas que he olvidado. Han transcurrido muchos años desde ese 1975, desde entonces nunca más volví a saber de ella, hoy es una sombra agradable y colorida que habita los recuerdos de alguien que dejaba de ser niño. 
   Al año siguiente la profesora de Formación Laboral fue la señora Arévalo, una profesora agradable de quien tengo muy buenos recuerdos y con quien todavía me cruzo por la calle Bregante, conocida calle barranquina donde ella vive. Uno de los trabajos que teníamos que hacer fue una lamparita cuya pantalla tenía una estructura de alambres que por encargo de mi padre lo hizo un soldador cuyo local se llamaba “El rayo” y estaba a dos cuadras del mercado de Surco, frente a la casa de Miguel Sánchez Cueto mi compañero de carpeta durante un tiempo. La profesora Arévalo fue la primera que nos habló sin ambages sobre los cambios físicos en los adolescentes, de manera directa se refirió a nuestro despertar sexual, aquel territorio por descubrir que nos esperaba con los brazos abiertos.  Fue el tema de su primera clase y fue inolvidable, también sorpresivo porque nunca esperamos que alguien nos hablara de esos asuntos y menos una mujer. Y ella, con tino y sabiduría lo hizo. Celebro su valentía y su atrevimiento. Recuerdo que cuando nos hablaba de esos asuntos, que en esa época (1976) eran tema tabú, nosotros nos mirábamos con malicia y echábamos a volar nuestra imaginación. Faltaba poco, muy poco en realidad para que iniciáramos nuestras continuas "visitas" a los cines (los hoy desaparecidos cines Raymondi y Balta) donde conoceríamos conmocionados entre muchas a la italiana Laura Antonelli, musa carnal y de ensoñación de nuestra enfebrecida adolescencia.
   Ese año, las carpetas eran largas, para cuatro alumnos, los primeros días me senté con Miguel Sánchez Cueto y después con Luis Bustillos Oyanguren con quien tuve largas jornadas en las que no parábamos de reír, cualquier cosa era motivo para la risa. Hasta hace poco, en casa de mis papás, todavía habían cuadernos míos del colegio y por allí andaba un cuaderno de apuntes que estaba repleto de firmas mías y de Luis, recuerdo que entonces estábamos buscando cuál sería nuestra firma. En esos intentos nació mi rúbrica, no sé si la de Luis.


Los viejos tiempos escolares (yo con chompa roja y melena).


   Otro profesor nuevo de ese cada vez más lejano 1976 fue un “profe” que sólo trabajó ese año, era un profesor gordito, bajo, ojos achinados, medio cachetón y con unos bigotes a lo Cantinflas, por el dejo era evidente que era “charapa”, se apellidaba también Arévalo, ese año nos enseñó Álgebra, este profesor reemplazó a una profesora a quien aprecio mucho y que hasta hace unos años trabajaba en el Pedro Ruiz Gallo, me refiero a la señorita Jenny Rodríguez (“señorita”, así llamábamos a todas las profesoras, incluso a las casadas), esposa del profesor Vásquez, entonces Jefe de Normas y encargado de las formaciones, un profesor temible que casi siempre andaba con un palo en la mano, pero una buena persona que no se mereció el final que tuvo. A la profesora Jenny la recuerdo delgada y con carácter, cuando se molestaba, su mirada se transformaba, adquiría una dureza que iba acompañada de una reprimenda contundente, con ella no había, no podía haber tomaduras de pelo: era seria, lo cual no quería decir que no tuviera humor. Aún recuerdo la oportunidad aquella en que para unos exámenes orales no respondí nada a una o dos preguntas suyas. Me había bloqueado. Cuando ya me iba a sentar, recuerdo que armado de valor le dije: "Señorita Jenny, deme una oportunidad más". Me miró como auscultándome y con una leve sonrisa me puso un ejercicio matemático. Esta vez sí pude hacerlo, y en lugar de ponerme el cero (que fue la nota que me había ganado en primera instancia), me gané, creo, un quince. Estas cosas te forman, te dejan huella, te enseñan. Yo se lo agradezco.
   No lo tengo claro, pero no sé si entre los profesores nuevos de ese año también llegó la profesora Ortiz que me tuvo mucha consideración y aprecio (la recuerdo usando unos pañolones en la cabeza), ella nos enseñó en lugar de Loyola el curso de Historia. Una buena profesora y con un carácter agradable. Siempre dispuesta a la conversación, característica que distingue a un buen profesor de uno que se dedica mecánicamente y por compromiso obligado a su labor pedagógica como si con robots trabajara. Cuanto me gustaría verla y agradecerle por su confianza, por fortalecer mi amor al curso, a la Historia y sobre todo por su disposición natural para la sonrisa precisa, matemática, diría yo.
   Me parece que también otro profesor que llegó fue Villacorta, en todo caso fue la primera vez que nos enseñó y a quien puse una chapa que tuvo pegada, recuerdo que Pacheco ("Huevo") y Contreras ("Huevo duro") se desternillaban de risa cuando oyeron el mote de “Super pollo” (me cuenta mi hermano Arturo que continuó estudiando unos años más en el Arnaez que se le seguía llamando de esa manera). Villacorta era bien particular, tenía una apariencia de nerd criollo: cabello corto, bien peinado y echado para atrás, anteojos de carey, no muy alto, su pantalón bien asegurado a la cintura daba la apariencia de llevarlo a la altura de las axilas, de caminar laxo, muy pulcro en el vestir, pero sin humor y muy renegón, no sé por qué siempre me dio la sensación de ser un tanto cuadriculado, un personaje sin muchos matices y a quien siempre recuerdo la saliva blanca y espesa que se le formaba en el labio inferior cada vez que hablaba.
   Cursábamos en 1976 el segundo año (segundo “B”, nuestro salón estaba en el segundo piso, debajo del gallinero que sería nuestro salón en cuarto). Conservo en mi memoria una anécdota de una clase de Biología con el finado profesor Vásquez (me acuerdo de su terno verde y que le decíamos por obvias razones “Cabeza de televisor”): una tarde realizábamos un experimento (no recuerdo cuál), para ello teníamos un libro de actividades que luego teníamos que llenar a mano con los resultados de nuestras observaciones (por esos días contábamos con un laboratorio bien implementado). Los trabajos se hacían por grupos, cada grupo trabajaba en una mesa de madera de color natural (que en el transcurso del año iríamos pintarrajeando). Recuerdo que mi grupo trabajaba en la tercera mesa a partir de la puerta de ingreso al Laboratorio. En la segunda mesa estaba el grupo de Luis Bustillos, “Kike” Torres y otros más. El “profe”, por sus obligaciones de Jefe de Normas, a veces nos dejaba solos y después de un rato regresaba para ver el avance de los trabajos. Recuerdo que ese día salió Vásquez y nosotros, como de costumbre, aprovechamos para hacer un sinfín de palomilladas y si sobraba tiempo avanzar con el trabajo. Lo tengo claro, a pesar de los años: en el grupo de Luis Bustillos y “Kike”, alguien soltó un gas de esos que cuando lo sientes desearías fervientemente que los agujeros de tu nariz se cicatrizaran; es decir, eran de esos pedos radioactivos, corrosivos, pestilentes como pocos, parecía que alguien había comido basura y no había tomado agua.


"Kike" Torres en la segunda fila y con anteojos, detrás Luis Bustillos.

   Me parece ver todavía a "Kike" Torres Rázuri que se paró de su banco bruscamente y apartándose de la mesa dice casi silabeando y en voz alta: ¡Pu-ta- ma-dre- se-han-ca-ga-do! Y justo en ese momento en que “Kike” se expresaba mortificado por el gas alevoso, premeditado y venenoso, el ubicuo profesor Vásquez entraba y escuchó la frase musical. Con mirada y sonrisita “cachacientas”, Vásquez llamó a “Kike” (que estaba rojo por el “ampay”), le pidió que se diera vuelta porque iba a recibir sendos palazos por el lenguaje florido “si es que no quería que…”. Claro está que de nada valieron las protestas, luego las disculpas de Torres para explicar que su expresión fue una reacción “justificada” debido a que alguien se había metido un pedo fenomenal (a veces para Vásquez lo blanco era blanco y lo negro era negro): ¡Pac, pac, pac!, igualito le cayó y a llorar al río, así de sencillo, pues no había nada de qué hablar. Por lo menos no en ese momento.

   Continuará…

                                                          Morada de Barranco, 23 de mayo de 2011.

viernes, 13 de mayo de 2011

UN POETA, UNA FOTO, UN POEMA...

      

                                                                                    Si regresaras
                                                                                     qué habría de decirte.
                                                                                              Luis Hernández




   Corría el año 93. Junto con Willy Gómez Migliaro y Pablo Landeo, poetas de la llamada Generación del 90, me embarqué en un descabellado proyecto: editar una revista de poesía. Una revista sin auspicios y cuyo soporte material tenía que ser de los mejores. Tiempos duros en los que salvo Pablo, Willy y yo pasábamos por serios aprietos económicos. Sin embargo la revista Tocapus (ese fue su nombre) salió en julio de ese año. El contenido de la revista respondía a un esquema: solo se debían publicar a nueve poetas, los tres últimos tenían que ser jóvenes.  Y así fue. En el primer número colaboraron los poetas Vicente Azar, Pablo Guevara, Jorge Pimentel, Giovanna Pollarolo, Dalmacia Ruiz Rosas, Rossella Di Paolo y obviamente nosotros tres. Solo editamos cuatro números hasta el año 95, en todos ellos destellaron  grandes nombres de la poesía peruana (llamémosla así): Rodolfo Hinostroza, Marco Martos, Carlos Germán Belli, Washington Delgado, Enriqueta Belevan, Mirko Lauer, Tulio Mora, Juan Ramírez Ruiz, Carmen Ollé,  Ana Varela Tafur, Miguel Ildefonso, Luis La Hoz, Oswaldo Chanove, Rocío Silva Santisteban, Víctor Coral, Montserrat Álvarez… solo por nombrar algunos.


Los cuatro números de la revista Tocapus.

   Pero no quiero contar la historia de la revista Tocapus, ya habrá oportunidad de hacerlo. Hoy quiero recordar a un poeta peruano. A un joven poeta peruano a quien conocí en el otoño del año 1994, me refiero a Josemari Recalde. Sucedió que a raíz de la publicación de Tocapus los editores nos permitimos, abandonando nuestra insularidad, organizar un pequeño ciclo de recitales de  poesía con gente de la Generación del 90. Por esos años se vivía una gran efervescencia poética, habían recitales por todo lado y en lugares increíbles  a los que asistíamos "armados" con nuestros poemas juveniles. Tomamos prestado un verso de César Vallejo y llamamos a este ciclo: “Jueves será”. Precisamente los recitales se realizaron los tres últimos jueves del mes de abril del año 1994 en el pequeño auditorio de la Biblioteca Municipal de Barranco, donde unos años después (febrero de 1999) me casaría.


Afiche-collage de "Jueves será".


   Noches inolvidables. A pesar que fuimos entrevistados por una emisora local (radio Solarmonía), de haber pegado los afiches en lugares "estratégicos" (el bar "La noche", el "Juanito"...), recuerdo que tuvimos muy poca gente entre los asistentes. Así fueron las tres fechas (viene a mi memoria que para la primera fecha encontré, de casualidad, sentado en una banca del parque al “Cholo” Luis Nieto,  poeta cusqueño y viejo comunista a quien invité al recital, él fue uno de los pocos que nos acompañó esa noche). No he olvidado que minutos antes de cada recital conversábamos mucho con gente amiga de la Generación de los 80, recuerdo muy bien a Róger Santibáñez, a Domingo de Ramos, a Dalmacia Ruiz Rosas… Incluso recuerdo que alguna vez Domingo de Ramos nos reprochaba el hecho de ser muy callados, de no hacer las cosas con más “bulla”. Nosotros solo escuchábamos y sonreíamos.


Participando en un recital.

   Al terminar cada fecha del ciclo, en “mancha” nos íbamos a un lugar cercano, el desaparecido bar Piselli, me refiero al Piselli del antiguo local. Allí entre cigarros y licor conversábamos de poesía, filosofía, política y chismeabamos. Viejos tiempos que recuerdo emocionado y que me permitieron conocer a mucha gente amiga.





   Por esas épocas, en casa nunca faltaban las botellas de pisco macerado en pasas. Cada que Willy y Pablo llegaban a visitarme, lo recuerdo bien, les invitaba sendos vasos de pisco que disfrutábamos y encendían nuestras conversaciones. Fui yo precisamente quien en una de esas noches barranquinas y otoñales pidió una botella de pisco macerado en el tradicional bar Piselli, los concurrentes (Víctor Coral, Miguel Ildefonso, Mary Garay, Manuel Rilo, Paolo de Lima, José Pancorvo…) lo celebraron y disfrutaron con este descubrimiento. Aún recuerdo a Piero Bustos Chauca (líder del grupo musical "Del pueblo, del barrio") diciendo voz en cuello que estaba muy bueno, que nunca lo había tomado, así como no olvido a varios (Dalmacia, Roger, el mismo Piero) disputándose la pasas hinchadas con pisco que quedaban al fondo de la botella.


En el Museo de la Nación: Willy, Pablo y yo (abrazando mis libros).


   La noche del 14 de abril, al terminar la primera fecha del ciclo, salimos al parque, al pie de la pérgola conversábamos. Hubo por allí un tipo, cuyo nombre no recuerdo, que le faltó el respeto a Dalmacia Ruiz Rosas, antes que alguno de los varones hiciera algo, Dalmacia se le fue encima al malcriado y a punto de carterazos obligó al “faltoso” que le pidiera disculpas. Tiempo después recordábamos con Willy y Pablo la valentía de la poeta Dalmacia Ruiz Rosas, gran poeta y mujer de armas tomar.





   Fue justamente esa noche que conocí a Josemari Recalde, él estaba programado para esa fecha (junto a Miguel Ildefonso, Víctor Coral, Sonaly Tuesta, Pablo Landeo). Leyó unos hermosos poemas. Terminado el recital y luego del problema de Dalmacia que ya lo comenté, varios minutos después, apareció Josemari que supongo habría ido a dar una vuelta por algunos puntos de Barranco. Nos ubicó y empezó a comportarse de una manera extraña, tratando de llamar la atención. Yo sabía algo de él: que era universitario de La Católica, que era talentoso, que en un recital leyó como propios poemas de “Lucho” Hernández, pocas cosas. Esa noche, Recalde parecía empeñado en que lo escucháramos, decía algunas cosas que yo consideré desatinadas, incluso por allí empezó a hablar con un tono delicado, afectado, se puso cargoso, en otras palabras. No recuerdo muy bien cómo, pero de pronto estábamos enfrascados los dos en una discusión que terminó cuando nuestros amigos nos calmaron. No he olvidado esta anécdota: la imagen de los dos discutiendo por vaya uno a saber qué.





   Un tiempo después, en los preparativos del quinto número de Tocapus (que no salió), a través de Willy me llegaron algunos poemas de Josemari (que todavía conservo), hermosos poemas de un poeta que vivió inmerso en el fuego de la poesía. Allá por el 99, una noche, recibí una llamada, era Josemari Recalde que me pedía cortésmente la devolución de sus poemas en vista que Tocapus Nº 5 no salió. Quedamos en que dos o tres días después él iba a pasar por la noche a mi casa para recogerlos. Nunca llegó.





   Al año siguiente, en el mes de diciembre, leí estupefacto y conmovido la noticia de su muerte. Recuerdo que lloré en hombros de Rita la muerte de este joven poeta peruano que había decidido quitarse la vida a los veintisiete años.





   Desde entonces su imagen, su entrega, el fuego de su vida ha estado presente en mi vida. Como dato anecdótico, alguien sacó una foto de la primera fecha del recital de “Jueves será” y esta llegó a mis manos gracias al maestro titiritero Felipe Rivas Mendo. Esta fotografía, que capta muy bien la atmósfera de esos días, me llevó a escribir varios años después de su fallecimiento un poema (hoy que muchos dicen y se jactan de haberlo conocido) en homenaje a Josemari Recalde. En la foto se ven en la mesa a Sonaly Tuesta leyendo, y escuchándola a Josemari Recalde, Willy Gómez Migliaro, Víctor Coral, Pablo Landeo, Miguel Ildefonso. Entre muchas sillas vacías se encuentran Manuel Rilo, Róger Santiváñez, Dalmacia Ruiz Rosas, Domingo de Ramos y yo. He aquí la foto y el poema:


JUEVES SERÁ / 14. 04. 94

                                                                       Tu muerte solamente tú te la sabes.
                                                                                 Carlos Martínez Rivas

Ya desde entonces -supongo- ardías
y no hubo mástil aunque sí ruiseñor
para el follaje de tu lengua
vivaz y desnuda

No diré que te conocí
ahora que celestas con palmas
las viejas nubes

Entre los escasos recuerdos
apenas si una foto con muchas sillas  
 reclamando vacías la presencia de quienes hoy
convenientemente
  te aclaman

Para Josemari Recalde a quien apenas conocí.


   Continuará...

                                                  Morada de Barranco, 13 de mayo de 2011.