viernes, 30 de agosto de 2013

UN PAR DE CUENTAS SALDADAS EN EL MES DE AGOSTO





                                                                                                            El Perú es un país de Luz.
                                                                                                                            César Moro

 


   Hay épocas del año en que siento la necesidad imperiosa de alejarme de la ciudad, entrar en contacto directo con la naturaleza para, como una vez lo dije, desenterrar lo que tengo de árbol, de río, de montaña, de cielo despejado. Entonces viajo, viajamos, digo. Ello ocurre por lo menos una vez al año, aprovechamos las vacaciones de mi hija y las mías y partimos raudos los tres. Digamos, es una de las actividades que esperamos con ansias y este año no podía ser la excepción, solo que a diferencia de los últimos siete años decidimos cambiar de rumbo e irnos a Áncash, esta vez acompañados de mis padres y hermanos.

 

   Era la primera vez que viajaba a Huaraz y pude visitar absolutamente asombrado sus alrededores: la intensidad de su luz que parece herir los ojos, la belleza de su cielo diurno y nocturno, sus paisajes sobrecogedores que alimentan los misterios y las leyendas, pero también la tristeza de saber que en su historia está muy presente el drama, la tragedia causada por desastres naturales (terremotos, aludes) que han dejado huellas, en realidad, cicatrices que se pueden percibir en su paisajes únicos y en su gente laboriosa.


 

   Entre las muchas cosas que vi y me sorprendieron en Áncash (el Templo de Chavín, sus laberintos, sus plazas, sus dioses terroríficos, la piedra trabajada primorosamente), se encuentran dos lagunas: Querococha (a 3 980 msnm) y la laguna de Llanganuco, que en realidad son dos: el macho (Orconcocha) y la hembra (Chinancocha). Este último es el más accesible. La laguna de Llanganuco se encuentra enclavada entre dos gigantes que apabullan por sus dimensiones: el Huandoy y el Huascarán, ambos picos con más de 6 500 msnm. Entonces, sin descansar nada, nos embarcamos el mismo día de nuestra llegada a Huaraz en un periplo para ver las aguas de color turquesa de esta laguna mágica.


 









   Este afán de conocer la laguna me venía desde hace mucho, supongo que en mi infancia (dudo que en mi adolescencia), leí en algún libro, cuyo título se me escapa, sobre el origen de ambos nevados y de la laguna. Nunca más me volví a topar con esa historia, con esa versión. Leí y escuché muchas parecidas (incluso la guía contó una versión para mí nueva), pero jamás como esa que en mi memoria se conservaba en jirones. Hace unos días, en ese afán de saber algo más sobre lo que acababa de visitar, casualidades de la vida, me encontré con una versión que se acerca mucho a la del recuerdo. Este es el relato  que no sé a quién corresponda su recopilación o su recreación:


 


HUANDOY Y HUASCARÁN
 

    En el reino de la cordillera de los Andes, en el paraíso del valle del Callejón de Huaylas, vivían los dioses. El dios supremo, Inti (el Sol), tenía una hija llamada Huandoy.
 
   Huandoy era una bella joven. Su padre pensaba casarla para toda la eternidad con un dios de belleza similar, de iguales virtudes y tan poderoso como él. Pero en el corazón del valle, en el poblado de los yungas, Yungay, vivía un gentil y valiente joven mortal, llamado Huascarán, que se enamoró profundamente de Huandoy. Y ella correspondía al gran amor de Huascarán.
 
   Cuando el dios padre se enteró de los amores entre su hija y el joven mortal, le suplicó que le dejara, que vivir con un mortal no era conveniente para una diosa: pero la pasión que había entre ambos jóvenes era superior a las súplicas del padre, a sus consejos y a sus sermones.

   Tan grande fue la rabia que sintió el dios supremo, Inti, ante la fuerza de este amor con un mortal, que maldijo a la pareja de amantes y los condenó para la eternidad a vivir separados. Los convirtió en dos grandes montañas de granito y los cubrió de nieves perpetuas para calmar su ardiente pasión. Entre las dos montañas situó un valle estrecho y profundo para que estuvieran totalmente aislados. En su furia, el dios padre elevó las montañas a una altura majestuosa, para que los jóvenes se pudieran ver, pero que nunca jamás se pudieran llegar a tocar.


   Los enamorados lloran por su dolor, funden gota a gota la nieve que los cubre y sus llantos de amor se unen en un lago de color azul turquesa para toda la eternidad: este lago recibe el nombre de Llanganuco.

 


 
   Parece que este mes de agosto está signado por los viajes. Hace apenas unos días, tuve una salida de estudios con mis tutoriados de 5to de Secundaria, esta salida me permitió llegar al complejo arquitectónico de Pachacámac, uno de los oráculos más importantes del antiguo Perú, lugar al que siempre quise conocer, pero por diversas circunstancias lo iba posponiendo. Hasta que llegó la oportunidad y estoy planeando regresar pronto con mi esposa y mi hija porque la experiencia fue bastante enriquecedora.




   Pachacámac se encuentra a unos treinta kilómetros al sur de Lima, a menos de una hora de camino. Lo que allí se ve es sorprendente: en medio del desierto, junto al valle del río Lurín, un gigantesco complejo que cubre unas 492 hectáreas (la mayor parte cubierta por la arena) donde cuatro culturas del antiguo Perú ejercieron dominio: Lima, Huari, Ichma e Inca. Y donde cada uno de ellos ha dejado importantes restos arquitectónicos que hasta el día de hoy sorprenden, por ejemplo, el Templo Viejo de la cultura Lima, que es una de las construcciones más antiguas.



 
   El Templo Pintado o de Pachacámac, construido por los huaris, donde precisamente se adoraba a esta deidad del antiguo Perú, a quien se le atribuía la creación del hombre, de los alimentos, pero también muy temido por los antiguos peruanos pues, según su concepción, era el provocador de temblores o terremotos cuando estaba irritado. Era una divinidad incorpórea ("sin piel y sin huesos") a quien nadie había visto, salvo sus sacerdotes que lo representaban en un madero tallado que fue destruido por los españoles pues veían en su imagen la representación del demonio. Pachacámac: dios creador y destructor.


 

   O entre las dieciséis edificaciones que nos dejaron los ichmas, una pirámide con rampa (característica muy propia de la arquitectura de esta cultura) que se encuentra en buenas condiciones junto al gigantesco camino de dos niveles (por arriba transitaba la élite; por abajo, el pueblo) que llevaba al Templo de Pachacámac. Se supone que por este camino llegó Hernando Pizarro y sus hombres para despojar a los templos de sus riquezas labradas en oro y plata.


 





 

   Por último, los incas nos han heredado construcciones magníficas como el Templo del Sol (que en esos tiempos estaba pintado de rojo) y el Templo de la Luna (también conocida como Templo de Pachamama o Acllahuasi) que fue restaurado allá por los años cuarenta del siglo pasado y que ha sufrido algunos deterioros con el terremoto de 2007. Ambos templos muestran las típicas características arquitectónicas de los incas: puertas y ventanas trapezoidales, por ejemplo.


 










   Como parte de la ruta, el guía nos condujo, luego de una subida algo agotadora, por el Templo del Sol que está construido con piedra y adobe sobre un gigantesco promontorio desde donde se divisa hacia el Norte y el Este el desierto; al Sur, el valle; al Oeste, el mar y en él, las islas de Pachacámac.


 

   Sobre estas islas hay algunos mitos y leyendas que cuentan su origen, una de ellas es la que yo suelo narrar a mis alumnos en mis clases de Literatura Prehispánica, me refiero al Mito de Cuniraya Viracocha y Cavillaca recogido en ese libro por descubrir llamado Dioses y hombres de Huarochirí. Existe otro relato, El mito de Pachacámac (donde entre otros personajes están el Sol y Vichama). En este relato alboral se cuenta que las islas no son más que el cuerpo transformado de Pachacámac, lo que hace que se complemente con otro mito titulado como Los Wilcas. Pero hoy, revisando unos libros que recogen mitos y leyendas del antiguo Perú,  precisamente para preparar esta entrada, encontré una leyenda que no conocía y que cuenta el origen de estas dos islas. Esta leyenda desconocida para mí fue recogida por Hortensia Lizárraga hace ya muchos años en el distrito de Pachacámac y cuenta lo siguiente:


 
 

LAS ISLAS DE PACHACÁMAC
 

   La leyenda sobre el origen de las islas de Pachacámac dice así: Había dos curacas que se odiaban, cada uno de ellos tenía sus hijos. El hijo de un curaca se enamoró de la hija del otro curaca. El padre de la joven, al darse cuenta de estos amores, la encerró en su palacio, para que no la pudiera ver el hijo del otro curaca. Este, para poder penetrar al castillo, se convirtió en un pájaro hermoso.
   Un día, cuando ella estaba en su jardín con sus doncellas, se presentó el pájaro; la niña al verlo tan hermoso lo quiso aprisionar; y viendo que no podía, llamó a sus doncellas para que le ayudasen. Y así pudieron cogerlo. La niña encerró al pájaro en una jaula y lo puso en su cuarto. Pasaron pocos días y el pájaro se convirtió en el hijo del curaca; volvió a su verdadero ser.
   El padre, después de muchos meses, se da cuenta que su hija iba a tener un bebé; entonces le preguntó cómo había sido esto; y ella le contesta, que un día soñó que el pájaro que tenía en el cuarto se había convertido en gente. El padre al darse cuenta que su hija fue víctima de un ardid, manda que la maten; ella huye, pero al voltear la cara, ve con gran sorpresa que le está persiguiendo el mismo pájaro, pero en forma repugnante. Entonces, para no ser alcanzada, se arroja al mar junto con su hijo. Al caer al mar, el hijo se convirtió en una isla pequeña y ella en una isla grande.
   Y así es como se formaron las islas de Pachacámac.


 

   Viajes largos o viajes cortos, este mes de agosto que ya termina, fue providencial para saldar algunas cuentas pendientes. Definitivamente voy a extrañar a este agosto de 2013.


 
 




   Continuará…

 

 

                                                   Morada de Barranco, 29 de agosto de 2013.
 
 
 
 

sábado, 24 de agosto de 2013

LA TRAGEDIA QUE NOS ESPERA




                                                                      Más allá del campo, la sierra…
                                                                                  Martín Adán

 

 

   El año 2008 tenía mi hija nueve años y un deseo grande: caminar sobre la nieve, tocarla, jugar con ella. Digamos que era un deseo propio de quien solo la ha visto por televisión o en el cine. Tenía, entonces, que cumplir con ese sueño. Conversé con mi hermano Arturo sobre la posibilidad de encontrar nieve en Canta, territorio que él conocía bien por sus muchas salidas como biólogo. Me dijo que podría ser posible en la Cordillera de la Viuda, lugar cercano a ese pueblo. Llenos de esperanza, Rita, Kathia y yo nos embarcamos a la sierra de Lima.
 
 

   Sin embargo, a pesar de los deseos y entusiasmos, no sucedió lo que esperábamos. La Cordillera de la Viuda, impresionante, estaba allí frente a nuestros ojos, pero la nieve estaba ausente a las posibilidades de tocarla, de caminarla. Consecuencias del calentamiento global, nos dijeron: había retrocedido tanto que solo se la podía ver en la cima de las montañas, a varios cientos de metros sobre nosotros y muy menguada.
 
 



   El calentamiento global, expresión que para la mayoría de los que vivimos en Lima nos suena a asunto extraño, lejano a nuestros intereses, a nuestras preocupaciones. Cuán equivocados estamos. Hace unas semanas viajé con toda mi familia, incluyendo a mis padres y mis hermanos, a Áncash: paisajes impresionantes, sobrecogedores; lagunas cuyas aguas ofrecían colores increíbles a unos ojos acostumbrados a un cielo perlino y gris; pueblos que rompen toda lógica matemática, geométrica, literalmente colgados de los abismos; montañas gigantescas y entre ellas las ruinas de chavín que emergen (tomo prestada la expresión del maese Alfonso Reyes)  “como una inmensa flor de piedra” tupidas de misterios; nevados como el Huandoy y el bicéfalo Huascarán (por mencionar solo dos cuyas dimensiones son de asombro y espanto: más de 6 000 msnm)…
 


 
 
 
 


 















   Dije nevados, digo preocupación. Preocupación porque están en peligro de desaparecer. Una prueba contundente es el nevado de Pastoruri, accesible hace unos años a las visitas: no había salón de 5to de secundaria que al hacer su viaje de promoción a Áncash, no visitara este nevado. Hoy ya no se puede disfrutar lo que hace poquísimos años el nevado ofrecía. Es tanto lo que sus nieves han retrocedido que hoy las visitas son para mostrar las consecuencias del calentamiento: en otras palabras, el Pastoruri agoniza. Es terrible.



 
   “Las estadísticas y estudios relacionados indican que el Perú es considerado el tercer país en el mundo de mayor vulnerabilidad ante el cambio climático y que si este fenómeno recrudece, será uno de los más afectados.” Y parece que a nadie le importa (salvo casos aislados). Me pregunto, ¿qué será de Lima de aquí a unos años? (algunos de estos nevados, en unos quince o veinte años solo serán recuerdo y montañas puramente rocosas).



 











   No nos queremos dar cuenta del peligro que se cierne sobre nosotros, queremos aparentar una ceguera ante el hecho real de que el agua que bebemos proviene de ríos que nacen en esos nevados, que de esos ríos obtenemos la energía eléctrica que muchas veces usamos de manera irresponsable. Y ¿cuándo esos nevados ya no existan? La respuesta es, y no hay otra, una tragedia: una ciudad (la segunda ciudad más grande del mundo situada en un desierto, después de El Cairo, en Egipto) sin agua y en la más absoluta oscuridad.


 

   Algo o mucho se tendría que hacer. Aproximadamente la Cordillera Blanca tuvo en sus buenos tiempos cerca de ochocientos kilómetros cuadrados, con el cambio climático se ha perdido casi trescientos kilómetros cuadrados de nevados. Realmente es una tragedia. Me resisto a pensar que el hombre, a estas alturas del problema, no atine a nada y que se empeñe en construir su propia destrucción.




   Es que acaso debemos resignarnos a ver cómo se contaminan los ríos, cómo los mares se han vuelto los depósitos donde recalan todos nuestros desperdicios, de cómo los aires acumulan humos negros y gases venenosos, de cómo las tierras son depredadas en ese afán voraz de obtener más riqueza monetaria o de ver cómo día a día van desapareciendo los nevados tan vitales para nuestras vidas. Lo sé, no soy un especialista, hay muchas cosas que se me escapan, yo solo expreso entre las muchas esta otra preocupación: ¿qué mundo es el que dejaremos a nuestros hijos, a los que vendrán después?




   Tendría yo unos siete años cuando le escuché contar a una profesora que Santa Rosa de Lima había profetizado que un día las aguas del mar llegarían hasta las puertas de la catedral de Lima. Cuando escuché lo que la profesora dijo con ese tono de angustia, recuerdo, que un miedo me invadió y nunca lo olvidé, aunque después a nadie más se la volví a escuchar.



 







   Allá por el 2010, caminaba por las calles de Barranco con mi amiga Rosa Cerna, dos años antes de que falleciera la gran escritora de Los días de Carbón y de El hombre de paja, cuando lleno de dudas le pregunté: “¿Qué sabes tú de una profecía de Santa Rosa que escuche cuando niño y que dice que las aguas del mar llegarán hasta las puertas de la catedral de Lima?, no se la he vuelto a escuchar a nadie.” Rosita (que así la llamaba yo), me miró y me dijo muy segura: “Es cierto, Santa Rosa lo dijo y creo que no se equivocó, tiene relación con el calentamiento global, los hielos se están derritiendo y el nivel de las aguas del mar está aumentando”. Temblé.

 


 













   Continuará…   

 

 

                               Morada de Barranco, 24 de agosto de 2013.