martes, 31 de diciembre de 2019

DOS SILENCIOS





                                                                      Tu bondad pintó el canto de los pájaros
                                                                       y el mar venía lleno en tus palabras
                                                                                     Carlos Oquendo de Amat






   A pocas horas de que se acabe el año. Un año que me deja, sobre todo, una gran tristeza, la partida de mi amado padre, a los 90 años, el mismo día del cumpleaños de mi madre. Doloroso trance por el que pasamos e intentamos superar. El dolor es enorme, sin fondo. Mi madre, mis hermanos luchamos a diario como él quisiera, como varias veces me lo pidió: "Cuando no esté, sigan luchando y estén siempre unidos". ¿Es que podríamos hacer otra cosa?






   Si una cosa quiero recordar y agradecerle es que a él le debo el amor por la lectura (no solo yo, también mi hermana). Aquellas ya lejanas noches (no todas, por cierto), cuando niños, luego de la cena, mi padre se lanzaba a contar apasionantes “momentos estelares” de la historia universal, pasajes bíblicos o simplemente anécdotas de su vida teñidas algunas de cierta leyenda: el hombre primitivo, los egipcios, los griegos, Adán y Eva, el diluvio universal…, en fin, historias que desfilaron y nos transportaban a través de su palabra y de nuestra imaginación a crear la escenografía y a darle rostros a los personajes: avivó nuestra imaginación y nos hicieron sentir “hambre” de más aventuras, entonces fuimos tras ellas, iniciamos nuestra propia aventura: surgieron así en nuestras vidas los periódicos, los chistes (que así se les llamaba a los cómics, a los tebeos, a las historietas) y los libros. Y así ha sido desde entonces: no hemos parado de leer, de comprar libros, una pasión que nació de ese simple y cotidiano hecho de contar historias.







   Contar historias. Tarea hermosa que heredé de mi padre. Me explico. Allá por la década de los ochenta (con mayor precisión a fines de esa década e inicios de los noventa), tiempos verdaderamente difíciles, los más terribles de nuestra historia, época de gran violencia (coches bomba, desaparecidos) y de apagones. En la oscuridad de esas noches sin energía eléctrica y a la luz de una vela, contaba a mi hermano menor historias fantásticas o al bajar a la playa los fines de semana, inventaba cuentos diversos que él disfrutaba mucho. Fueron los primeros pasos en mi labor de contador de historias. Tuvo sus frutos, mi hermano Paco, una vez aprendió a leer, me empezó a pedir libros, el primero de ellos: Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. 







   Cuando empecé mi labor de profesor, descubrí que el contar historias podía servir como un recurso de motivación y así captar la atención de mis alumnos. Cosa complicada para los profesores: lograr que muchos jóvenes te escuchen. Y funcionó. Contaba historias y se quedaban callados y en sus ojos veía que estaban embarcados en completar la construcción de la historia: crear las escenografías, darle rostros a cada uno de los personajes. Desde entonces, cada que entro a un salón, los alumnos piden en coro, exigen la historia del día. Son años de contar y el hacerlo, ahora, se me ha tornado labor cada vez más complicada: hallar nuevas historias, esas que se puedan contar, porque hay algunas que no son apropiadas, se hace tarea difícil. Pero continuamos, los alumnos no me lo perdonarían si dejara de hacerlo. Con mis alumnos intento hacer lo que mi padre logró en mí: convertirme en un impenitente lector.







   Me parece que en alguna oportunidad ya lo he contado. Corría el año 2012, entré a un salón, nunca lo voy a olvidar, primero de secundaria, me llamó la atención ver en la pared un papel pegado y entre los muchos escritos, uno que me sorprendió gratamente, no lo voy a negar: era la primera vez que me llamaban contador de historias, pusieron: "Orlando cuenta historias". Me agradó. Ese papel luego lo despegué y me lo llevé y hasta el día de hoy lo conservo como uno de mis más preciados trofeos. Fue la primera vez que me calificaron como contador de historias, después han llegado a mis manos otros papeles con escritos donde me llaman de esa manera que a mí me agrada tanto. Bello galardón.



















   Otra anécdota inolvidable. Recuerdo que era el año 2014. Estaba en plena faena de contar una historia, cuando de pronto deslizaron por la puerta del salón un papel donde me hacían un pedido: querían que alzara más mi voz porque en el salón vecino también querían escuchar la historia. Debo decir que a ese otro salón no les enseñaba yo, por lo menos no en ese año. ¿Quién fue el autor del pedido? Quedó en el anonimato, pero el papel hasta hoy lo conservo. Son experiencias gratas que tuvieron su punto de inicio en esas ya lejanas noches cuando mi padre nos contaba a mi hermana y a mí esas entrañables historias. Ah, padre amado.









   Quiero para terminar esta breve y última entrada del año 2019, incluir un texto que hace unos días escribí rápidamente, pero también muy conmovido. Lo titulé Dos silencios (como esta entrada), he aquí esas líneas:



   Viendo a la distancia, creo que el gran compañero de mi infancia fue mi padre. Adonde iba, ahí estaba yo. Bien porque quería o bien obligado. Largas caminatas por calles y por descampados. Entonces muchos sectores aledaños a Barranco y que pertenecían a Surco no estaban urbanizados: chacras, granjas, ladrilleras, largos terrales se volvieron paisaje de mi niñez. Por esos lares transitábamos, había que buscar la manera de continuar en la lucha, la vida jamás fue fácil, menos para los que recién empezaban como mis padres, lejos de los afectos, lejos de la tierra de origen.
   A veces salíamos de esas largas caminatas, lo tengo todo tan claro, con los zapatos, la ropa y los cabellos completamente blancos, lo que se dice "el polvo del camino" y no hablo metafóricamente. Eran tiempos difíciles y los recuerdo ahora con tanta nostalgia, con tanto afecto: los dos éramos muy silenciosos, más él. Yo hablaba un poco más, se podría decir, digamos, preguntaba y cuando no, mi imaginación me conducía a un cerrado silencio y construía realidades para enfrentar el aburrimiento de una larga caminata rodeado muchas veces por gruesos muros de adobe y un sol que nos caía con impiedad.
   Lo pienso y podría afirmar que mi padre hablaba poco porque era más práctico, yo en mi silencio siempre he sido de más rodeos, siempre "adornaba" más las cosas, me resistía a que todo fuera de colores definidos, me gustaban más los matices, veía las cosas de otra manera, no mejor ni peor, era mi mecanismo de defensa, mi astucia para sobrevivir.
   Esa forma de ser de ambos nos permitió congeniar, por eso nos llevábamos bien en esos caminos, largos trechos en absoluto silencio, pero también motivaba fricciones, reproches que entonces no entendía y hoy, ya cuando él no está, interpreto: era su forma "práctica" de protegerme, de ponerme alerta para que la vida no me golpeara; es decir, me cuidaba, me protegía a su manera. Podía mi padre ser silencioso, pero me amaba, eso nunca lo dudé. Tantas oportunidades me dio. Tenía una acentuada capacidad intuitiva para hacer las cosas, producto no de libros sino de la experiencia, como esa de contarme historias ingenuas que supongo las "armaba" en el camino, porque a veces se le ocurría hablar y... hablaba. Escucharlo en esos momentos era para mí, un religioso asistente dominical del cine, como ver películas donde me extraviaba complacido bajo su cálida voz que dibujaba territorios inesperados, bienvenidos. Precisamente esas historias escuchadas con deleite, con pasión, provocaron mi acercamiento a los libros, a la lectura. Supongo que mi padre no lo premeditó, fue su llana y pura intuición conduciéndome a esos campos donde los horizontes te ofrecen colores inesperados.
   Cuánto tengo que agradecerle a mi padre que partió hace poco, un vacío desde entonces llevo conmigo. Es cierto, ya no escucho su voz, es un silencio diferente el que me acompaña, pero en los espacios que ahora recorro él no está ausente, no podría estarlo…




                                           
                                                      A la memoria de Isaac Granda Dueñas, mi amado padre.



   Continuará…




                                              Morada de Barranco, 31 de diciembre de 2019.