viernes, 12 de noviembre de 2010

SEGUNDO CAMPAMENTO I

                                                              Una mano en el aire que escribe nubes.
                                                                            Enrique Porras Barrenechea

Julio o agosto de hace 30 años. Un puñado de alumnos de 5to “B” (y un alumno de 5to “C”) hace un pequeño viaje de campamento. ¿Destino?, Marcahuasi. Nunca llegamos. Pero, ¿quiénes hicieron el viaje?: Javier Alvarado, Luis Bustillos, “Kike” Torres, Adriano Varona, Raúl Jarama, Miguel Vegas, “Poli” Inca, “Kike” Vaca, Gustavo Salinas, Willy García y yo. Salimos de la casa de Javier Alvarado, punto de reunión. Yo llegué con “Poli” y ya habían llegado Raúl Jarama y Miguel Vegas. Hay una foto colgada en la página del colegio, momentos antes de partir, no sé si la tomó la mamá o una de las hermanas de Javier. Toda una odisea resultó el trayecto. Cuando llegamos a Chosica (hay otra foto colgada en la página) ya no había carros para Huinco, no nos quedó otra que caminar. Pero cogimos un carro que nos dejó en Santa Eulalia y desde allí caminamos hasta Huinco… ¡un-mar-ti-rio!, sobre todo por el sol apabullante que sádicamente se derritía sobre nuestras  indefensas cabezas y no teníamos agua.
   Ese viaje a Santa Eulalia lo recuerdo. Carro pequeño donde apenas entraba el chofer y no sé cómo es que logramos entrar pues éramos once. Recuerdo que varios viajamos ese trecho sentados en las piernas de nuestros compañeros de viaje: recuerdo las risas por las bromas de doble sentido. Cuando bajamos, el que menos tenía las piernas adormecidas. Pero recién se iniciaría “lo bueno”: la larga marcha, el peregrinaje agotador. De los muchos recuerdos del trayecto, uno solo: mi pequeña mochila (en ella llevaba mi tocacasete tipo piano y pesado como yunque), mi frazada tigre enrollada con un costalillo y asegurada con una soguilla y en una bolsa un viejo primus dorado. Todo ese peso y bulto y tener que caminar, caminar, caminar y caminar. Una sed que parecía transformar nuestras vísceras en arena seca, en polvo muerto.
   Cuando llegamos a Huinco nos quedamos allí hasta el día siguiente. Pernoctamos a la vera del camino. Algo no se borra de mi recuerdo: “Kike” Torres había llevado frejoles en lata  (creo que en salsa de tomate). En el trayecto, mientras comíamos manzanas ácidas que había en las chacras, “Kike” lo mostraba y yo miraba la lata como con asco por la sed y porque había un sol que nos estaba achicharrando y ver frejoles era como sentir que te llevabas a la boca arena. Sin embargo, horas después cambiaría de opinión. Si mal no recuerdo, a la mañana siguiente "Kike" Torres la calentó en la fogata y después invitó unos bocados a cada uno: u-na-de-li-cia. Para el hambre que teníamos, una delicia. Entonces no me gustaba los frejoles, pero desde ese día cambió mi opinión.
   Recuerdo que esa noche alrededor de la fogata cantamos, bailamos, fumamos, tomamos. Éramos libres, con nuestros dieciséis años nos sentíamos libres, sin padres que nos vigilaran, sin profesores que nos dijeran qué hacer y qué no hacer. Libertad plena en medio de una naturaleza andina sorprendente: cerros enhiestos, el ruido permanente del río, ese mismo río y sus piedras blancas, algunas tan grandes como elefantes blancos estáticos, ese frío que te hacía tiritar pero qué importaba si estabas con tus patas y porque el ron te abrigaba, la noche oscura, negra, negrísima, apenas iluminada por una débil fogata y una que otra chispa de luz que hacía garabatos en la absoluta oscuridad: cigarros encendidos y muchas luciérnagas. Inolvidable. Hoy que lo recuerdo conmovido, medio que se me empañan los ojos. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Sin embargo ahora que lo recuerdo siento que revivo esas experiencias y un ligero escalofrío sacude mi cuerpo, tal vez sea el recuerdo de ese frío seco de Huinco que fue testigo (como su paisaje) de esa celebración de juventud, de ese rito de iniciación adolescente.
   Con frío y muy cansados nos aprestamos a dormir. Demoré en conciliar el sueño, tenía temor pues era uno de los que dormía en una de las alas y como se había hablado de asaltos y aparecidos, estaba pues asustado. Con todo me dormí. A la mañana siguiente desperté y cuando doy un giro con mi cabeza, recuerdo que casi emplasto mi cara en bosta de vaca, sin darme cuenta me había echado en un lugar poco propicio y por poco tuve como almohada una enorme caca de vaca, recuerdo las risas y burlas de mis compañeros, yo también me reía: la mierda esa era enorme, descomunal.
   Obviamente, como en el campamento anterior, esta vez también nos picaron los mosquitos y recordamos lo del año anterior: el terror de que la uta nos dejara desfigurados. Pero la idea era llegar a Marcahuasi, así que temprano nos alistamos. Hay una foto  tomada por Luis Bustillos, estamos en medio del río entre rocas, un paisaje maravilloso y Miguel Vegas carabina en mano y todos adormecidos todavía por el sueño. Hoy lo recuerdo y sonrío. Como desayuno comimos, lo dije, los frejoles en lata y la especialidad de Javier, y de ello él se jactaba, nadie preparaba atún con cebolla como él. Las raciones eran mínimas y el hambre era enorme.
   Teníamos que abandonar Huinco. Pero estábamos sorteados. La mala suerte nos acompañaba porque tampoco encontramos carro para viajar cómodos a Santiago de Casta, pueblo cercano a Marcahuasi. Así que tuvimos que viajar cómo sea y en cualquier carro. Nadie quería repetir la experiencia de caminar como el día anterior. Estábamos curados. El asunto es que pudimos viajar, pero en el techo del ómnibus, junto con los bultos. Nos esperaba una ruta larga, un camino angosto, sin asfaltar, polvoriento, en subida y con una cantidad de curvas que era para escarapelar y meterle miedo hasta al más pintado...

    Continuará...

                                Morada de Barranco, 12 de noviembre de 2010.