sábado, 19 de diciembre de 2020

CUARENTA AÑOS YA

 


                                                          Soy yo mismo perdido entre mis voces.

                                                                                           Xavier Abril



I.

   ¿Cuándo escuché por primera vez a The Beatles? Tendría yo unos 9 o 10 años cuando una tía llegó a casa muy entusiasmada: había comprado un pick-up; o sea, un tocadiscos portátil de color plomo claro. Tenía la apariencia de un maletín. Se desmontaban sus parlantes y aparecía el tornamesa, esos viejos aparatos que reproducían los discos de 45 rpm o los 33 rpm a distinta velocidad. Con el aparato le vinieron unos vinilos 45 de regalo, uno de ellos era de The Beatles, aún lo recuerdo, tenía una etiqueta de dos colores (amarillo y naranja encendido) de la disquera Capitol. La primera canción de ellos que escuche con plena conciencia fue I Saw Her Standing There en la voz de Paul McCartney. “¿Quiénes son?” pregunté entusiasmado. “Son los Beatles”, respondió mi tía. Estaba fascinado con las voces, las guitarras y esa batería que aceleraba mis latidos.





   No sé cuántas veces le pedí a mi tía que volviera hacer sonar el disco, fueron tantas que aprendí cómo se manejaba el aparato. A veces mi tía dejaba el tocadiscos en casa, no sé por qué, pero aprovechaba esas oportunidades para, a escondidas y con temor, prenderlo y escuchar esa canción que tanto me emocionaba.





   Pasaron los años, mis intereses musicales se dispararon por varios caminos. He de decir que siempre procuré escuchar todos los ritmos posibles y para ello tenía un aparato antiguo en casa, una oscura radio de baquelita, marca Zenith, que había sido de mi padre cuando soltero. Como todavía no teníamos televisor, todas las noches escuchábamos maravillados y absortos varias radionovelas: aventuras en lejanas haciendas o selvas peligrosas e intrincadas, peripecias increíbles en islas ubicadas en mares completamente desconocidos, parajes remotos que amparaban laberínticos amores torturados y torturantes, un inacabable mundo de historias que llenaron mis horas nocturnales y mi imaginación de fantasía, de aventuras imposibles de vivir a un pequeño mortal barranquino como lo era yo entonces. El resto del día prácticamente el aparato lo manipulaba yo. Con esta pequeña y pesada radio y accionado por mi curiosidad pude captar emisoras de otros países y completamente admirado escuchaba voces lejanas en misteriosos idiomas (chino, japonés, alemán, portugués...). Pero sobre todo escuchaba música, mucha música.





   Hasta que me llegó los dieciséis años y redescubrí la música de The Beatles. Era, para entonces, un muchacho tímido (hasta ahora), observador, lector voraz, melómano sin límites como sin límites era y es mi admiración por la música de los Fab Four. Recuerdo que en ese entonces estaba a la cacería de sus canciones, las que grababa con un tocacintas pequeño y pesado como un yunque, esas grabaciones hoy vergonzantes capturaban micro en mano no solo la música, también los ladridos lejanos de los perros, las voces de los vecinos o transeúntes, el sonido de algún claxon, mi respiración agitada por la emoción. Ya después vendrían los long play que hasta ahora conservo como un preciado tesoro, testigos de aquellos horizontes musicales que se abrían no solo ante mis oídos. Tiempos de adolescencia sumergida no solo en canciones sino en discos, en discos completos como propuesta estética, eso lo aprendí con ellos.





   Nunca podremos experimentar esa intensidad sísmica con que era aguardados y recibidos cada nuevo disco de estos cuatro muchachos que nunca se repitieron, que crecieron musicalmente y se anticiparon a tantas cosas. Jamás lo sabremos, esas son experiencias de un momento, de una época que llevaba consigo una pureza por nosotros desconocida, ajena a nuestra vida signada por el vértigo de lo fugaz y pasajero, de lo inmediato y perecedero.






   El tiempo fue pasando, corrían los últimos días de 1980, fue una mañana de diciembre, un 9 de diciembre, para mayor precisión, caminaba al lado de mi padre por la avenida Grau en Barranco, serían 6:30 a. m., aproximadamente. Lo tengo claro, cuadra cuatro de esa avenida, mis ojos de pronto se posaron sobre un paquete de periódicos (recuerdo que en esa cuadra se repartían lo diarios que los canillitas luego distribuirían por todo Barranco), y leí el titular del diario Expreso: “Mataron al ‘beattle’ John Lennon”, así, con errata incluida, me enteré de la muerte de alguien a quien admiraba hasta alturas insospechadas. Fue un golpe duro, durísimo. Lloré su muerte todo ese día, una tristeza cuyo manto me hizo conocer el dolor por perder a alguien que nunca conocí en persona, cierto, pero era más cercano que muchos que estaban alrededor mío: este, a final de cuentas, no era asunto de distancias físicas sino emocionales. Ya en la noche, mi madre me dijo: “Deja ya de llorar y guarda lágrimas para cuando yo me vaya”, ni así dejé de hacerlo, pues esa herida iba más allá de la percepción de los sentidos.






   Han pasado cuarenta años desde ese día, día en el que confirmé la inmortalidad de alguien que acababa de morir injustamente, sí, pero que desde entonces habitaba los predios reservados a los elegidos, los señalados por los dioses, eternamente.







II.


   Corrían los lejanos inicios de la década del 80 (hace cuarenta años) cuando conocí a un grupo de amigos, con ellos compartí experiencias, vivencias que me marcaron, que no he podido olvidar. Tenía entonces 17 años, varios de ellos eran unos años mayores, pero eran mis compañeros, mis amigos de ruta. Uno de ellos fue Wilfredo Ricardo Justo Huamán, el Chino, para los amigos. Alto, atlético, buen futbolista, su presencia se imponía en el campo de juego. De mirada pícara, aparentemente callado, aparentemente, cuando había confianza hablaba más y siempre le afloraba el humor, la chispa,  recursos aprendidos en las pistas, esa escuela del peloteo y la palomillada. Estar con el Chino, con José Pantigoso, Tito Guardia, Elio Cáceda, Arturo Magán, Norman Bernabé, Hugo Gentile, José del Rímac, Alberto, era reír a más no poder.





   Jóvenes como éramos, transitamos algunas o muchas calles, había que conocer el mundo, un horizonte amplio se nos abría: Lima, la enorme urbe era territorio donde dejaríamos nuestras huellas y ella en nosotros. Cómo olvidar esas reuniones donde disfrutábamos conversando de cualquier cosa, la emoción con que vimos en la casa de José Pantigoso (en su televisor a colores) el partido de visita de la selección de fútbol del Perú contra Colombia para el Mundial del 82, los lamentos en que nos abandonamos cuando Cubillas perdió un penal y los gritos y abrazos que nos dimos cuando La Rosa hizo el gol de empate, ahí estaba el Chino, el querido Chino, grandazo y con un corazón de las mismas dimensiones. Ya noche, salimos a recorrer las calles para celebrar el resultado.





   Días después, en una cevichería de la calle Arenales, surgió la idea de viajar a Trujillo. Arturo y Elio eran trujillanos y primos, este último se compromet a hospedarnos en su casa, allá en Chiclín. Y viajamos, viajamos parados como ocho horas, pues tomamos el carro no en la agencia. Creo que esa noche nadie durmió en el ómnibus, nos la pasamos riendo como condenados. Qué experiencias por esas tierras, una semana perdidos en la plena aventura (Casagrande, Huanchaco, Chicama, Sintuco...), la juventud obligaba. Y el Chino ahí, siempre observando, casi diría, cuidándonos.





   La foto siguiente es una de las tres que conservo de una fiesta en el Centro de Convenciones del Hotel Crillón. Terminada esta, en taxi recorrimos una Lima que nos recibió en sus brazos oscuros y misteriosos a las 3 de la mañana, una Lima que no sospechaba el desastroso gobierno de Alan García y el terrorismo de unos años después, un país cayéndose a pedazos. Luego de comer en algún restorán, de conocer a algunos personajes nocturnos y surrealistas, por invitación del Chino fuimos a su casa de Breña a dormir lo que restaba de la noche...








   La vida es así, conoces gente y de pronto la dejas de ver, le pierdes el rastro. Así pasó con el Chino y con los otros. Hace unos meses reencontré a uno de esos viejos y entrañables amigos, Norman Bernabé. Él me dio el dato del Facebook del Chino. No sé explicarlo hasta ahora por qué fui postergando el reencuentro, hubo una alegría de saber de él después de varios años, pero fui postergando el contactarme con Wilfredo, cosa que lamento enormemente: había tanto por conversar, mucho que recordar... 





   Por el mismo Norman me enteré hace unas semanas que el Chino, el querido y viejo amigo había partido. Una tristeza sin fondo me dominó, no podía creerlo, es más, no lo asimilo todavía, queda una sensación de partida prematura, de que hay gente que no debería irse todavía, que la generosidad de corazón que gobernó sus vidas les deberían asegurar una larga permanencia. Deseos, deseos que se quiebran ante los designios de la vida.





   Sin embargo, la muerte de mi querido amigo me dejó una increíble sorpresa: descubrir que una de sus hijas había sido mi alumna ocho años atrás y ella ni yo nunca lo supimos hasta ahora. El mundo es un pañuelo...





   Querido Wilfredo, Chino, descansa en paz. Los que aquí quedamos, continuaremos la brega y llevaremos tu recuerdo siempre presente. Un abrazo entrañable, espiritual y el agradecimiento por todo aquello que aprendí a tu lado hace ya cuarenta años.






   Continuará…



                                       Morada de Barranco, 19 de diciembre de 2020.