lunes, 19 de diciembre de 2022

LA ÚLTIMA ENTRADA DEL AÑO

 


                                                                                         En la niebla

                                                                                         la garzona

                                                                                         estrangula un fantasma.

                                                                                                José María Eguren



   Nos acercamos raudamente a la Navidad. Como lo comenté en entradas anteriores, este ha sido un año en el que las caminatas junto a Rita (y a veces junto a Kathia) nos permitieron calibrar de manera práctica el valor de todo lo que habíamos perdido por la pandemia: la libertad, por ejemplo. Transitar libremente por el malecón de Barranco ha sido y es abandonarse a largas y entrañables conversaciones (en tanto disfrutamos del aire que golpea suavemente nuestros rostros), a la plenitud de entrar en contacto con la naturaleza, sentirse parte de ella y descifrarla: los parques y jardines con sus árboles de formas extrañas y coloridas flores, el mar cuya música invita a contemplarlo mientras nuestra mente se pierde en recuerdos o sueños. En definitiva: lecturas (que estas no solo se dan a través de libros).





   Hubo días de este año que termina (¡oh, caro invierno!) donde la neblina lo invadía todo y Barranco se transformaba en territorio secreto, fantasmal, cargado de sospechas. Paisaje inquietante en el que los contornos se difuminan y nos alejamos “poéticamente” de las certezas, de las seguridades. Entonces entraba la imaginación para completar aquello que se volvía difuso: así de misteriosa es la labor de la neblina cuando lo cubre todo. No en vano vivió aquí uno de los más grandes fantasmas de Barranco. Hablo del poeta José María Eguren, cuya presencia nos ronda. Acudamos a sus libros o a sus versos y comprobaremos que supo ver y entender como nadie este paisaje.





LA DAMA I


La dama I, vagarosa

en la niebla del lago,

canta las finas trovas.


Va en su góndola encantada,

de papel a la misa

verde de la mañana.


Y en su ruta va cogiendo

las dormidas umbelas

y los papiros muertos.


Los sueños rubios de aroma

despierta blandamente

su sardana en las hojas.


Y parte dulce, adormida,

a la borrosa iglesia

de la luz amarilla.





   Pero este año no solo ha sido bueno para las caminatas, también para la lectura, ahora sí hablo de libros. Como lo comenté a inicios de año, son deudas pendientes, postergaciones inexplicables en algunos casos, libros que están en mi biblioteca desde mi adolescencia y que por extrañas razones jamás pude terminar de leerlos, a pesar de los muchos intentos. Ahora, con mayor conciencia del paso del tiempo, he terminado de leer algunos de ellos. Pero hay todavía varios libros en compás de espera. Pienso en Esplendor y miseria de las cortesanas de Honoré de Balzac, Los endemoniados o El idiota de Fédor Dostoievski, El empleo del tiempo de Michel Butor, La regenta de Leopoldo Alas “Clarín, Gran Sertón: Veredas de Joao Guimaraes Rosa, Paradiso de José Lezama Lima, Ulises de James Joyce, por mencionar algunos títulos.





   De los libros leídos, debo reconocer que hubo algunos cuya lectura me resultó difícil, compleja, toda una aventura: Las palmeras salvajes de William Faulkner o Las olas de Virginia Woolf, por mencionar solo dos. Supongo que en algún momento me atreveré a releerlos: su dificultad ha sido para mí una invitación para abordarlos nuevamente antes que tropiezos para salir espantado. Pero si de un libro estoy seguro no volveré a leer es Camino de Ximena de Santiago del Prado, me pareció sosa, artificial, epidérmica. En la contratapa, alguien incluso se atrevió a relacionarla con La casa de cartón, lo que me pareció una exageración.





   Ahora que hablo de libros, un recuerdo: hace poco un alumno a boca de jarro me preguntó:“¿Qué está leyendo, por estos días, profesor?” Le solté el título y apenas me oyó la respuesta, sus ojos se abrieron desmesuradamente por la sorpresa: El amor es una droga dura, le dije, una novela de Cristina Peri Rossi (por cierto, ella obtuvo el Premio Cervantes 2021). Tuve que explicarle algunas cosas sobre el título y sobre la novela. “Me la presta apenas termine de leerla”, me dijo. Su interés me dio una gran alegría (a pesar que no suelo prestar libros por desagradables experiencias). Pero no sucedió, no pude prestarle el libro, pues unas semanas después mi alumno abandonó el Perú para afincarse con toda su familia en España.




   En esta senda de lecturas, continué con un libro algo olvidado, pero al que debería prestársele más atención, reeditarlo. Hablo de La vida a plazos de Jacobo Lerner, novela del peruano-judío Isaac Goldemberg, quien nos ofrece una historia de lucha de algunos integrantes de la comunidad judía para emerger en un contradictorio país (como lo era el Perú de los años 20 y 30) que no había podido solucionar profundos problemas sociales, económicos..., problemas que hasta el día de hoy aquejan a nuestro país. Creo que el tiempo, tarde o temprano, ubicará a esta novela en el sitial que se merece. Por estos días de diciembre voy leyendo una novela de José Donoso: El jardín de al lado.





   Por otro lado, como ha sido todo este año, sigo visionando películas junto a Rita en sendas sesiones nocturnas, ya casi rituales. Sería una larga lista mencionar los títulos, un asunto tedioso, por lo demás. De manera general debo decir que han desfilado ante nuestros ojos complacidos, filmes del cine noir y su estética de luz y sombra (el gran redescubrimiento de este año), de la Nouvelle Vague (infaltables Rohmer, Godard, Truffaut y por ahí algo de Chabrol), del wéstern (Ford, Boetticher, Hawks), películas japonesas, sobre todo las de Yasujiro Ozu y Mikio Naruse, dos gigantes del cine no solo japonés.











   Así ha transcurrido este año, entre caminatas, lecturas, películas... Pero quizás el hecho más importante de este 2022 ha sido el regreso a las clases presenciales luego de dos años de sesiones a distancia a través de plataformas como Zoom. Esperemos que el nuevo año sea mucho mejor y que los nuevos días nos traigan nuevos colores y nos sonrían siempre. Que así sea.






   Continuará…




                                                 Morada de Barranco, 19 de diciembre de 2022




martes, 1 de noviembre de 2022

UN PEQUEÑO ÁRBOL

 


                                                                                    En la curva del camino…

                                                                                         José María Eguren



   “En la curva del camino...” dice un verso de José María Eguren, poeta mayor del Perú. Y en una curva de mi camino por el malecón de Barranco descubrí un joven árbol al borde del acantilado: pequeño, solitario, disparando sus ramas al espacio para aferrar entre ellas, pareciera, un poco de cielo y de eternidad; de fondo, un mar gris y calmo con su relajante música sin tiempo, una invitación para sentarme junto a Rita al borde del acantilado y al ritmo de esa música perder la mirada en un mar que por efecto de la bruma carece de horizonte.








   La serena imagen del arbolito, curiosamente, se me tornó inquietante. ¿Era acaso una metáfora de la resistencia?, me pregunto. Muchos árboles del malecón tienen sus troncos en posiciones, creo yo, donde el viento marino torció sus troncos; por lo general, en posición opuesta al mar y al viento marino que pareciera haberlos doblegado. Este joven árbol no. Entonces decidí hacer una captura del atrevido arbolillo que tan asombrados nos tenía a Rita y a mí.














   Cada que transito por la curva del Malecón Souza, en esas mis caminatas que suceden unas tres veces a la semana (sin “un jovial y paseandero sol barranquino”), gusto de ver incansablemente desde diversos ángulos a este pequeño árbol que ha sabido resistir los embates del viento persistente. Lo imagino, a veces, como un solitario lector empeñado en descifrar los mensajes de un mar misterioso, muchas veces cubierto por una bruma que lo torna fantasmal (al árbol y al mar): un solitario escucha, imagino, complacido con el sonido de las olas marinas y sus secretos, como lo he sido yo en diversas etapas de mi vida.





   En una oportunidad, al ver su imagen, se me vino a la memoria las pinturas del romántico alemán Caspar David Friedrich, quien solía pintar a sus personajes de espaldas, con sus miradas perdidas a la distancia, como tratando de desentrañar misteriosos mensajes en el horizonte, como creo que el arbolillo lo hace o como cualquiera de nosotros lo podría hacer. Sea como fuere, este arbolillo solitario me permite, en un juego de imaginación, muchas conjeturas.














   Ya en casa, veo las imágenes de mis capturas (obsesivamente le he tomado varias fotos desde diversos ángulos) y recuerdo que por estos días releo, luego de muchos años, la poesía de Antonio Machado (“Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido / -ya conocéis mi torpe aliño indumentario-…”) y al leer sus poemas siento volver a aquellos años de adolescencia, sobre todo a esas tardes frías en las que bien abrigado leía en mi cuarto como un poseso, abandonado a los versos sencillos y sabios del maestro sevillano: hay poemas que te marcan como hay libros que signan una etapa de tu vida, uno de esos libros es "Campos de Castilla", libro que me acompañó un buen trecho de mi adolescencia con sus nostalgias y reflexiones.





   Entre encinas y olivos que pueblan este libro, hay un poema que siempre amé y es "A un olmo seco". Ese “ejército de hormigas en hilera” del poema de Machado me hacía recordar al delgado tronco añoso de una parra que, a la puerta de la casa de mis padres, parecía vigilarla, mientras un ejército de hormigas en hilera recorría los recovecos de su tronco que hasta hace poco se mantenía algo inclinado ya por el peso de los años (hoy de la parra solo queda el recuerdo de su compañía y los hermosos y deliciosos racimos de uva que por varios años disfrutamos).





   Y en esos empeños de releer, ya no solo a Machado, cayó en mis manos "Sendas de Oku" del maese japonés Matsuo Basho (en la ya clásica traducción de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya) y entre sus páginas me topé con un puñado de haikus y su profunda sabiduría, que como frescos y breves aires renuevan las cargadas atmósferas. Para comprobarlo, este par de poemas:


Vuelvo irritado

-mas luego, en el jardín:

El joven sauce.

Oshima Ryota





Mientras lo corto

veo que el árbol tiene

serenidad.

Issekiro


   Textos breves y serenos, sabios. Pero ¿haiku?, se preguntará alguno. Así se le llama a a un poemita de origen japonés: tres versos sin rima y solo diecisiete sílabas en total. Cuando en alguna oportunidad hablé de ellos a unos alumnos, en una clase de literatura japonesa, recuerdo su extrañeza, sus preguntas: “¿Qué?, ¿es que algo se puede decir en solo tres líneas?”… Acostumbrados como estamos a la palabrería, a cualquiera sorprende la brevedad del haiku (como en su momento me sorprendió la estética diminuta del arte de los bonsáis, y acá nuevamente nos topamos con los árboles).


Crece inclinándose

al cielo inmenso,

árbol de invierno.

Takahama Kyoshi


"Crece inclinándose / al cielo inmenso / árbol de invierno", lo repito, casi paladeando cada verso, cada palabra, cada sílaba. Sus versos resuenan en mí, una sensación agradable me invade y el deseo de hacer lo que los haijin, antiguos maestros de haiku hacían: copiar el poema y dejarlo colgado en el arbolito solitario de la foto. Lo intentaré.












   Lo maravilloso de estos poemas diminutos son sus versos precisos y profundos en la sencillez de sus palabras. Poesía esencial, desnuda, sutil, minúsculas capturas de algunas aristas de la realidad que no se perciben o que a muchos se les escapa: la eternidad de los instantes, los llamé alguna vez. Su lectura nos llena de asombro (que nos recuerda al asombro en nuestros descubrimientos de cuando niños). Los japoneses llaman "satori" a esa experiencia de iluminación que nos lleva a descubrir y a entender un poco más el sentido de nuestra existencia. No es poca cosa, sino leamos el siguiente haiku de Matsuo Basho:






Bajo las flores del cerezo

nadie es completamente

desconocido.





   Sencillo el poema, sí. En apariencia. Como todo arte que se respete, este haiku de buena ley exige esfuerzo, en este caso del lector. “Bajo las flores del cerezo / nadie es completamente / desconocido”, repito lo versos lentamente con la esperanza de hallar una puerta, una ventana, un pequeño resquicio por donde entrar y desentrañar lo que en su sencillez se me oculta. Su dificultad es una invitación para enfrentarla, como suele ocurrir en realidad con la vida misma.







   Continuará…



                                                Morada de Barranco, 1 de noviembre de 2022.