domingo, 30 de abril de 2017

UNA POETA NORTEAMERICANA Y ESTOS TRECE






                                                    No hay fragata como un libro…
                                                                Emily Dickinson
  




   En la entrada anterior comenté que estaba enfrascado en la relectura de algunas novelas breves de escritores mexicanos, también en la lectura y relectura de poesía, mucha poesía. Es cierto, creo que como nunca estoy leyéndola (no es exageración), desde autores que recién empiezan hasta los clásicos. Entre estos últimos, un puñado de poetas a los que siempre vuelvo y cuya obra los hace retornables, pienso en Fernando Pessoa, Paul Celan, Osip Mandelstam, Carlos Martínez Rivas, Emily Dickinson. De esta última es que quiero escribir el día de hoy.





   Hace varias semanas que empecé a leer una antología de la poesía de Emily Dickinson (en traducción de Silvina Ocampo), no la termino aún porque es imposible concluir su lectura: cada poema de la Dickinson es un campo de misterio, leo, por ejemplo, este par de poemas (como otros suyos) y no dejo de pensar qué la movió a escribir estos textos, qué quiso decir con ellos, en fin, preguntas cuyas respuestas quedarán probablemente en el misterio y la oscuridad, territorios favoritos de Emily Dickinson y de su poesía insondable y siempre actual.


540

Junté mi fuerza en mi mano –
y fui en contra del mundo –
no tanto como David –
pero yo – fui doblemente valiente –

apunté con mi piedra – pero yo misma
fui todo lo que cayó –
¿era Goliat – demasiado grande –
o demasiado chica – yo?

                             (año 1862)



1235

Como lluvia resonaba hasta doblarse
y supe que era el viento –
caminaba mojado como una ola
pero barría con sequedad de arena –
cuando se empujó a sí mismo
a una remota planicie
un arribo como de huestes se oyó
y era realmente la lluvia –
llenó los pozos, y alegró los estanques
burbujeó sobre el camino –
retiró las reservas de la montaña
y dejó los torrentes –
y asoló hectáreas, levantó mares
los sitios centrales se estremecieron
luego como Elías se alejó
en una nube de ruedas.

                              (año 1872)



   Son poemas hermosos que expresan contemplación, meditación y desasosiego, con un misterio que los vuelve aparentemente inabordables, a pesar de los muchos intentos que uno realiza. Esa es su riqueza. Como ella misma escribió en otro poema que no por breve dice poco, pero es más lo que calla:


1768

Joven de Atenas, sé fiel,
a ti mismo,
y misterio –
todo el resto es perjurio –
           
                     (año 1883)



   De esta poeta norteamericana no es mucho lo que se sabe. Por ejemplo, sabemos que vivió gran parte de su vida encerrada en su casa vestida de blanco (como ella decía: “Mi blanca elección”), tuvo muy pocos amigos y nunca se casó. Escribió muchas cartas y unos dos mil poemas que recién fueron editados cuatro años después de su muerte, gracias a su hermana; es decir, en 1890. Ella murió a la edad de 56 años. De entre ese mar de poemas que la solitaria Emily Dickinson escribió, siempre releo el siguiente, un poema (a pesar de ser una traducción) muy sutil que demuestra una rara capacidad de observación.


Poema 739

Muchas veces pensé que la paz había llegado
cuando la paz estaba muy lejos –
como los náufragos –  creen que ven la tierra –
en el centro del mar –

y luchan más débilmente – sólo para probar
tan desahuciadamente como yo –
cuántas ficticias costas –
antes del puerto hay –

                                  (año 1863)


   Hay Emily Dickinson para rato; es decir, seguiré leyendo sus poemas, estos tienen, como escribí líneas arriba, una oscuridad y una profundidad que son un reto agradable que lleva a acecharlos con la esperanza de encontrar resquicios, pequeños espacios para “entender” algo más de esta poesía extraña, misteriosa que a pesar de su oscuridad nos llena siempre de luz.






   Y así con cada poeta cuya obra se me hace imprescindible, mencioné antes a algunos, todos ellos de otros países, la mayoría de otras lenguas (salvo el nicaragüense Carlos Martínez Rivas). ¿Y del Perú? Una pregunta algo difícil de responder. La tradición poética peruana es una de las más importantes de Latinoamérica y una de las más diversas. Escoger entre tantos poetas peruanos hace difícil y ardua la tarea, pero ahí están las preferencias, sin que esto signifique negarle calidad a los no mencionados.






   Entre mis poetas peruanos preferidos se encuentran César Vallejo, Carlos Oquendo de Amat, José María Eguren, Rodolfo Hinostroza, Xavier Abril, Alberto Hidalgo, Martín Adán, César Moro, Antonio Cisneros, Enrique Verástegui, Vicente Azar, Blanca Varela, Omar Aramayo, Juan Ramírez Ruiz, Luis Hernández, José Watanabe, Juan Ojeda, en fin. No pueden estar todos, mencionaré los más afines, aquellos cuyas obras me han marcado y los tengo siempre presentes, al alcance de mis manos. 






   Los siguientes títulos que mencionaré, entonces, no han sido escogidos al azar, son trece libros que siempre me han acompañado y que de alguna manera han influenciado en la manera en cómo escribo, son libros a los que guardo un cariño especial, territorios muchas veces transitados pero a los que siempre vuelvo y en los que siempre encuentro (y me encuentro) algo nuevo que no percibí en las anteriores lecturas. Empezamos:



1. La canción de las figuras de 1916 (José María Eguren).

2. Poemas Humanos de 1939  (César Vallejo).

3. 5 metros de poemas de 1927 (Carlos Oquendo de Amat).

4. Cinema de los sentidos puros de 1931 (Enrique Peña Barrenechea).

5. Abolición de la muerte de 1933 (Emilio Adolfo Westphalen).

6. La tortuga ecuestre de 1958 (César Moro).

7. Escrito a ciegas de 1961 (Martín Adán).

8. Reinos de 1944 (Jorge Eduardo Eielson).

9. Oh hada cibernética de 1962 (Carlos Germán Belli).

10. Hotel Cuzco y otras provincias del Perú de 1971 (Pablo Guevara).

11. Las constelaciones de 1965 (Luis Hernández).

12. Contra Natura de 1971 (Rodolfo Hinostroza).

13. Un par de vueltas por la realidad de 1971 (Juan Ramírez Ruiz).



   Lo decía, no son todos, muchos han quedado en el camino (pienso en Descubrimiento del alba de Xavier Abril, en Monte de goce de Enrique Verástegui o en Canto ceremonial contra un oso hormiguero de Antonio Cisneros ), pero los que están son. Bueno, hasta aquí llego, dejo el teclado y vuelvo a los libros, a la poesía que me espera y que siempre ilumina. Hasta la próxima.







   Continuará…





                                             Morada de Barranco, 30 de abril de 2017.






sábado, 29 de abril de 2017

LA RELECTURA DE DOS NOVELAS BREVES






                                                         Entonces el cielo se adueñó de la noche.
                                                                                                Juan Rulfo






   Luego de varias semanas de calor, este se va alejando de a pocos. El frío aparece (y se le siente) tímidamente hasta cobrar confianza y establecer (espero lo más pronto posible) su reino tan esperado. Tantas veces lo he dicho: prefiero el frío invierno al calor veraniego de Lima que con su humedad hace insoportables los días y las noches.






   Estos últimos días de cambios en la temperatura han sido también de mucho trabajo: preparar clases, revisar cuadernos, elaborar pruebas mensuales, corregir quince juegos de exámenes no es poca cosa, esta última labor es de las más extenuantes, estamos hablando de un aproximado de 450 pruebas de los dos colegios donde trabajo. Pero a pesar de la labor estresante, siempre me doy tiempo para visionar películas los domingos por las tarde junto a Rita y para la lectura placentera, sobre todo de novelas breves y de poesía (mucha poesía).  






   Si hablo de lectura, por ejemplo, mencionaré que hace una semana he releído dos veces una novela breve de Carlos Fuentes, me refiero a Aura, obra publicada en 1962  y que había tenido la oportunidad de leerla hace mucho y entonces su lectura no me impresionó en lo más mínimo, es más, ni me acordaba que había prestado el libro a alguien de cuyo nombre no quiero ni acordarme y jamás me lo devolvió. Sin embargo, la obra nuevamente llegó a mis manos por esas cosas que tiene la vida, de manera inesperada.






   La historia de Felipe Montero me atrapó. La narración en segunda persona (por cierto ¿quién es el que lo cuenta?) te atrapa: un día Felipe lee en un periódico que están necesitando a un joven historiador que tenga conocimientos del idioma francés, de preferencia que haya estado en Francia, la comida y la recámara están aseguradas, 3 000 pesos de sueldo. Como dice el personaje, solo faltó que colocaran su nombre: “Se solicita Felipe Montero”. Pero no va a la dirección que consigna el aviso, otro debe haberse presentado ya. Sin embargo, al día siguiente el aviso vuelve a aparecer con un cambio: ahora son 4 000 pesos de sueldo. Para alguien que como profesor gana 900 pesos, el pago es más que atractivo.






   Felipe Montero acude y conoce la mansión oscura donde vive una anciana extraña, esposa de un general muerto hace sesenta años, con la compañía de su sobrina Aura, una joven bella y de inquietantes ojos verdes (como los tiene la anciana, solo que marchitos) que se encarga de servir a su tía… A partir de ahí se desarrolla una historia en la que Felipe Montero quiere “rescatar” por amor a Aura y construir una vida en común con ella hasta que él hace un gran descubrimiento y nosotros los lectores ahora lo comprendemos todo, o casi todo. Más que recomendable la lectura de esta obra de Carlos Fuentes, escritor de quien algunas de sus obras (especialmente sus extensas novelas) se me han caído de las manos.






   Inmediatamente terminada esta nouvelle inicié otra relectura, esta también una novela breve y también de autor mexicano: Pedro Páramo de Juan Rulfo. Lo tenía pensado hace mucho y por razones diversas lo iba posponiendo hasta que llegó el día y ando por la mitad del libro, disfrutando lentamente ahora ya no tanto lo que se cuenta sino cómo se cuenta la historia de Juan Preciado y otros personajes: me refiero al trabajo con el lenguaje de esos fragmentos aparentemente caóticos.






   Leo y en realidad paladeo cada frase, cada palabra que está ubicada con una precisión matemática (poética, diría yo) que conduce inevitablemente al disfrute. Al leer esta novelita (el diminutivo expresa afecto), en realidad novela monumental, uno se engaña: termina uno pensando que así como hablan los personajes hablan los mexicanos, pero no es así.






   El hablar de los personajes no es más que parte de la ficción, labor de alguien, en este caso, el entrañable Juan Rulfo, que trabajó con la materia de lenguaje en estado incandescente y así nos lo entregó (unas ganas de poner aquí lo que el maese Walt Whitman escribiera: “Quien toca este libro toca un hombre”, por cierto, cito de memoria): Tengo para mí, y no tengo ningún temor en decirlo, que el gran poeta de México no es el frío y casi siempre plano Octavio Paz o la barroca Sor Juana Inés de la Cruz (para mí mejor poeta que el primero): el gran poeta mexicano es ese hombre tímido llamado Juan Rulfo que apenas escribió un par de libros. Esto no es novedad, muchos mexicanos (y de otras nacionalidades) lo saben hace mucho.






   Tengo pensado releer, luego de terminar Pedro Páramo, la otra obra de Juan Rulfo: su libro de cuentos titulado El llano en llamas, luego de este libro continuaré con la relectura de una novela breve de José Emilio Pacheco: Las batallas en el desierto. Y así voy e iré entre lecturas por estos días. En realidad, entre relecturas (que es lo mejor de la lectura, eso lo tengo claro). Por cierto, líneas arriba escribí que estaba leyendo poesía, mucha poesía, es cierto, pero sobre esto escribiré en la siguiente entrada.








   Continuará…






                                              Morada de Barranco, 29 de abril de 2017.