domingo, 29 de mayo de 2016

TRES FOTOS DEL JOVEN MARTÍN ADÁN





                                                                Y tu imagen y tu Kodak…
                                                                               Martín Adán






   Corría el año 1928, en Lima, que era una ciudad pequeña (si la comparamos con la del día de hoy en que tiene algo más de diez millones de habitantes), salió a la luz un libro mientras el joven autor ocultaba su nombre bajo un seudónimo que con el tiempo se haría famoso (digámoslo así) y cobraría prestigio: Martín Adán y el libro del que hablamos es La casa de cartón, libro ambientado en Barranco.










   La casa de cartón es un una obra sin género preciso, en realidad tiene de varios géneros (narrativa, lírica…), escrita cuando Rafael de la Fuente Benavides (su nombre real) todavía era escolar del colegio Alemán (donde fue compañero de Emilio Adolfo Westphalen, Xavier Abril, Estuardo Núñez…) y tenía quince o dieciséis años. Según lo dijo el mismo Martín Adán, los textos de la obra fueron ejercicios de gramática inspirados por su profesor Emilio Huidobro. He seleccionado algunos fragmentos de este breve y mítico libro para calibrar la contundencia de su prosa:








   “Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acecho de la policía, con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.

   Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería. “No vayan a ser todos socialistas…”. y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Sólo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica, toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro–, casi un tiralíneas de ébano, fantasma de vacaciones… Y esto era mi primer amor.

   Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina… Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reirse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzona, ridícula: una gallina delante de un huevo–. Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo…

   Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Ivernizzio. Peregrina muchacha… no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.

   Mi cuarto amor fue Catita.

   Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jenjibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia… Mi primer pecado mortal.

*
   Él cogía una de sus manos de ella. Ella encajaba una pierna gorda, cualquiera, casi ajena, bajo la derecha de él, contrariada como en un puntapié. El rostro de él se encendía de rojo como un farol de tráfico o botica de turno en la noche. De pronto, giraba éste y aparecía un rostro idéntico al anterior pero amarillo. Era la señal de detención. Ella permanecía impasible como una ramera. Sonreía cándidamente, hundía más la pierna y se mordía el labio inferior sin pestañear. Ramón enflaquecía. Ella engordaba. Ramón era una bestia que empezaba a hacer ideas. Ella era una mujer que principiaba a bestializarse. Súbitamente el sol se encendía de una terrible, carmínea luz de alarma. Pasaba atronando el ferrocarril de la noche, Ramón y ella subían al último vagón. A un triste y oscuro vagón de carga.

*
   Ella era una brava catadora de mozos. Todos nosotros hubimos de rodar la cabeza por sobre su pechito duro y redondo. Así, de este amor inevitable; hacíamos una era–: “Cuando yo me enamoraba de Catita”… Pero era Catita quien nos enamoraba a nosotros. Al mirar, guiñaba ella los ojos sin advertir. Sus ojos, redondos como toda ella… Y el nombre no la decía bien. Esa “i” antepenúltima la alargaba, la ensombrecía, la alejaba –a ella, próxima, redonda, alegre. Y, sobre todo, enamoradiza. Catalina es un nombre gótico; hace pensar en ojivas lívidas de crepúsculo, en fuentes de bronce musgoso, héticos burgos renanos, en moñosos cinturones de castidad… Y Catita era una ventana rubia de melodía, una pila de cemento blanco, moderna, pulcrísima; un sombrillón de trapo para la playa; un lazo loco de colegiala… Lalá, he aquí su nombre de ella. Pero Lalá era una chica desvelada y rápida. Lalá, Lalá, Lalá… Corazón blando, y ojos de muñeca, y cara de risa. Ramón se arrojó en Catita como una nadadora en el mar–; de abajo arriba, primero las manos; después, la cabeza; por fin, los pies, flexionados, destalonados. En el plano del mes de enero –ensebado todavía con sucias nubes frías– quedó Ramón en cielo, en aire, en medio, en equilibrio, en ropa de baño, a la punta, con cien muchachos trémulos detrás que le apuraban, sobre Catita, mar. Ramón cayó mal–, de barriga, de bruces, esperándonos a todos nosotros, desprevenidos, observadores. Catita, mar para bañarse a las doce del día con el sol tontonazo en la cabeza –mariposa disecada, serojo de ictericia o amarillo gorro de jebe. –Catita, mar con olas porque no haya viejas, porque haya muchachos… Catita, mar redondo encerrado en un muelle semicircular, embanderado de ciudades… Catita, límite sutil entre la mar alta y la mar baja… Catita, mar sumiso a la luna y a los bañistas… Catita, mar con luces, con caracoles, con botecillos panzudos, mar, mar, mar… O amor también en que no había viejas, ni sombrerazos de paja, ni consejos, ni persignaciones… Catita, amor, con esperanzas lentas y gordas, amor que con la luna baja y sube, amor redondo, amor próximo, amor para sumergirse en él con los ojos abiertos, amor, amor, amor… Catita, mar de amor, amor de mar. Catita, cualquier cosa y ninguna cosa… Catita–, todas las vocales, apareciendo ella, cabal, íntegra, en cuerpo y alma en la a y desapareciendo poco a poco, rasgo a rasgo, en las otras–; en la e, tierna y boba; en la i, flaca y fea; en la o, casi ella, pero no…; Catita es honesta y bonita; en la u, cretina, albina… Catita, –algunas consonantes–, parecida a la b en las manos, a la n en los ojos, a la r en el andar, a la ñ en el carácter, a la k en el genio, a la s en la mala memoria, a la z en la buena fe… Catita, campo redondo en el mar, beso redondo en el amor… Catita, sonido, signo… Catita, una cosa cualquiera y la contraria precisamente. .. Catita, al fin y al cabo, una linda muchacha, verdadera, viva, coqueta como ella sola… Cogerla era tan imposible como comprimir con la yema del índice el chorro de agua en la boca de un caño grande–; carne dura al tacto por la presión, carne que se escapaba por los resquicios de la uña, por las rayas de la piel; que nos saltaba a la cara; que, si se deposita en un recipiente, quieta, era sino luz densa, agua que se podía beber y en la que se podían echar barquillos de papel. Agua, agua, agua. Y, al fin y al cabo, una linda muchacha enamoradiza, catadora de mozos, Catita…”.








   La casa de cartón no tuvo herederos (un libro que transitó por la misma senda fue Hollywood de Xavier Abril), sin embargo influyó posteriormente sobre algunos escritores como el recientemente fallecido Oswaldo Reynoso, quien aseguró haber leído la obra bastante joven en Arequipa: "Me impresionó La casa de cartón, yo aprendí a escribir con La casa de cartón". Incluso corre por ahí una anécdota de cuánto apreciaba Reynoso no solo la obra sino la opinión del poeta: Dicen que Oswaldo Reynoso presentó Los inocentes en el bar Palermo, que al notar la presencia de Martín Adán se acercó a darle el manuscrito para que opinara sobre la obra. Unos días después, el autor de La casa de cartón le confesó que estaba preocupado, no por el libro, sino por él (o sea por Oswaldo Reynoso) y su estilo: “Reynoso, usted va a sufrir… no están preparados aún”. Y así fue. Martín Adán lamentablemente dio en el clavo. 










   Algo que quiero comentar es que hace un tiempo vengo "persiguiendo" fotos de nuestro poeta cuando joven. Escasas, muy pocas, poquísimas, apenas tres. Pero no es algo ajeno a los poetas peruanos (salvo excepciones), como alguna vez lo dije, pareciera que entre los poetas peruanos y la fotografía hay un desencuentro que nos lleva a decir que casi todos ellos tienen archivos fotográficos breves, muy breves, por ejemplo, ¿cuántas fotos hay de Eguren, Moro, Abril, Peña, Parra, Vallejo, Oquendo…? Poquísimas. Pienso en Carlos Oquendo de Amat, son apenas doce fotos confirmadas las que existen sobre este poeta, doce fotos de toda su vida, muy pocas en realidad si pensamos en poetas de otros países: Pablo Neruda, Octavio Paz, Jorge Luis Borges…





   Si hablamos de las fotos de Martín Adán, hay algunas que son tomas, digamos, clásicas, las de Pestana, por ejemplo. Las fotos más numerosas de Martín Adán son las de su madurez, como podemos ver en la siguiente selección.














   De su infancia no conozco ninguna, de su adolescencia y juventud solo he hallado tres. La primera de ellas es esta foto redonda, diminuta, como solían ser las fotos de ese mago llamado José María Eguren, autor de La canción de las figuras. En la fotografía podemos ver al poeta muy joven y de perfil. Es más que probable que la foto haya sido tomada en una de las visitas de Martín Adán al poeta simbolista, que entonces vivía en Barranco, como Martín Adán.










   La segunda toma que conozco es grupal, parece ser de una exposición, en ella se ve, entre varias personas, a José María Eguren, a la derecha, con un bigotito chaplinesco y sosteniendo un sombrero claro y a la izquierda se ubica a un joven Martín Adán con abrigo grueso y sombrero en la mano.












   La tercera foto la hallé de casualidad (si es que esta existe). Hace como un año, revisaba un archivo fotográfico que por descuido mío no sé precisar y hallé la siguiente foto:






   Foto multitudinaria y con gente elegante (por cierto, todos varones) parece ser en el vestíbulo de un teatro. En ella se reconoce fácilmente al amauta José Carlos Mariátegui en silla de ruedas. A la derecha de Mariátegui se ve a un joven que no sale completo en la foto (está encerrado con un círculo y es señalado con el número 1) y sostiene con sus dos manos un sombrero. Para mí es más que seguro que es Martín Adán. El parecido con la foto anterior es más que evidente. Ahora bien, no sabría decir si es un descubrimiento, pero dejo aquí esta inquietud.








   Debo decir que cansé mis ojos tratando de reconocer si entre los personajes de esta foto se encontraba Carlos Oquendo de Amat, pero no, no hallé al poeta de 5 metros de poemas, quien dicen era muy amigo del gran ensayista y que incluso muchas veces empujaba la silla de ruedas de Mariátegui. Por cierto, el personaje encerrado y señalado con el número 2 es para mí el poeta de Cinema de los sentidos puros, Enrique Peña Barrenechea, pero ese ya es otro asunto que en una posterior entrada comentaré. Hasta aquí llego.








   Continuará…







                                          Morada de Barranco, 29 de mayo de 2016.







miércoles, 25 de mayo de 2016

TRES ESCRITORES, TRES PARTIDAS







                                                                                    Todo, menos morir.
                                                                                            Martín Adán





   Este año ha resultado terrible para las letras del Perú. En un lapso corto han partido Eduardo Chirinos Arrieta, el recordado y extrañado poeta José Pancorvo y ayer nomás el gran narrador Oswaldo Reynoso. Del primero y tercero diré que los conocí (si es que se puede hablar así) de lejos, a la distancia, de vista, como se dice.














   De Eduardo Chirinos tengo no todos sus libros, pero los que tengo los he leído siempre cargado de curiosidad y debo decir que siempre me quedó la sensación de que Eduardo era un hombre, un poeta plenamente entregado a la poesía, dedicado a ella en cada minuto de su vida. Partió joven y la sensación de injusticia por su muerte prematura no me abandona y pienso en los muchos poetas peruanos que partieron cuando se esperaba todavía mucho de ellos (Carlos Oquendo de Amat, Abraham Valdelomar, César Vallejo, José Eufemio Lora y Lora, Juan Parra del Riego, Javier Heraud, Juan Ojeda, Luis Hernández…). Pienso en Eduardo Chirinos Arrieta y se viene al recuerdo algunos de sus poemas, por ejemplo este:








LO QUE MI PADRE QUIERE REALMENTE DE MÍ



1

Anoche tuve un sueño. Acompañaba a mi padre
por un camino de tierra. Los dos íbamos a caballo
y apenas cruzábamos palabras. A lo lejos se veía
la sombra de unos sauces, las luces de un pueblo
desconocido y remoto. De pronto, mi padre detuvo
su caballo y preguntó si yo sabía a dónde íbamos.
Le contesté que no. Entonces vamos bien, me dijo.

2

Los caballos del sueño sabían de memoria
el recorrido. Era cuestión de abandonar las
riendas, de dejarse llevar. Eso me causaba un
poco de aprensión, incluso un poco de miedo.
Mi padre, en cambio, parecía muy tranquilo.
Pensé, parece tranquilo porque está muerto.

3

Aquí es donde vivo, dijo como si me quitara
una venda. Fue muy poco lo que vi. Sólo un
páramo de piedras, remolinos de arenisca,
huesos de caballos amarillos. ¿Qué te parece?
No supe qué decir. Tenía sed y me dolía un
poco la garganta. Es un lugar hermoso, dijo,
pero a veces me gustaría regresar. ¿Por qué
no regresas, entonces?, pregunté. Porque es
más fácil que tú vengas me dijo. Y desapareció.



  
   De Oswaldo Reynoso qué se puede decir que no se haya dicho ya. Pocas veces lo vi y cuando sucedió fue a la distancia, pero su libros que cercanos a mí: sus jóvenes personajes encarnaban y descifraban algunas de mis dudas e inseguridades de adolescente. Reynoso fue un escritor adelantado a su tiempo, abordó temas poco tratados por otros escritores; es decir, si es que pensamos en los cuentos de Los inocentes publicado allá por 1961: el mundo popular y urbano de una collera de adolescentes, el homosexualismo, la jerga, las lisuras, en fin, todo ese cosmos de una ciudad como Lima que crecía con la migración provinciana hasta volverse en lo que es hoy: una metrópolis mestiza, gigantesca, parafraseando a Congrains: un monstruo con millones de cabezas.





   Este libro de cuentos, un clásico de la literatura peruana, sorprendió a la crítica entonces, algunos no supieron ver ni comprender la audacia y frescura de su lenguaje, lo criticaron duramente, el mismo Oswaldo lo dijo en una entrevista: “Cuando publiqué Los inocentes, la crítica se ensañó conmigo. No sólo con el libro sino conmigo. Pero como yo soy un escritor nato, de raza, seguí escribiendo. No me importó la crítica”. Hoy quién se acuerda de esos críticos miopes y torpes, sin embargo la obra de Oswaldo Reynoso está allí como una luz signada por la eternidad. He aquí un fragmento de uno de sus cuentos.

   
    "Rosquita, aunque no lo creas, te conozco demasiado. En la galería del cine de tu barrio eres el más ocurrente. Desde la triste soledad de la platea te he escuchado. Y un día de verano te he visto gorreando en el estribo de un tranvía de Chorrillos. Ibas con todo el cuerpo al aire y tus cabellos en tremolina al viento cubrían tus ojos. Y, cada vez que venía el cobrador lo saludabas, palomilla: "Presente, mi general". Cada cuadra un chiste y un repertorio inacabable de piropos. Recuerdo que un cura gordo y serio se comía la risa, hipócrita. Te he visto también jugar fútbol en la calle de tu Quinta. Y te he visto también llorar después de la pelea con algún "torcido", como los llamas tú. Te he visto también en el billar "La Estrella", escondiéndote de Don Lucho. Y te he visto también cantar y bailar en la cantina del japonés. Te he visto también, tímidamente y oculto, deslizarte por lugares prohibidos. Y te he visto también pasear con tu muchacha, con tu gila, Rosquita.

   Pero también sé que a pesar de tus gracias, de tu risa y palomillada eres triste. Eres triste porque comprendes que un muchacho como tú puede perderse. Ahí no está el Príncipe de ladrón. Colorete, de "maldito" y casi casi perdido; Cara de Ángel, de jugador, capaz de empeñar su camisa e irse desnudo, de noche, a su casa, por una mesa de billar; Carambola que está llevando mala vida con una mujer mayor que él; Natkinkón, bohemio y jaranero; y del Chino y del Corsario, mejor no hablar de ellos. Pero tú quieres ser bueno: lo sé. Si en algo has fallado ha sido por tu familia, pobre y destruida; por tu Quinta, bulliciosa y perdida; por tu barrio, que es todo un infierno y por tu Lima. Porque en todo Lima está la tentación que te devora: billares, cine, carreras, cantinas. Y el dinero. Sobre todo el dinero, que hay que conseguirlo como sea. Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia".







   José María Arguedas, el gran autor de Los ríos profundos, escribió estas palabras para Los inocentes: “Mientras leía los originales de los cuentos de Oswaldo Reynoso creí comprender, con júbilo sin límites, que esta Lima en que se encuentran, se mezclan, luchan y fermentan todas las fuerzas de la tradición y de las indetenibles fuerzas que impulsan la marcha del Perú actual, había encontrado a uno de sus intérpretes”. (…) Creemos que con Los inocentes empieza un ciclo de una obra que puede llegar a ser tan importante para la literatura como para el estudio de los problemas sociales de la capital”. Arguedas no se equivocó, sus afirmaciones y sus intuiciones se confirmaron.






   José Pancorvo partió a fines de febrero, la noticia de su muerte fue un rudo golpe que me cuesta superar. Siempre lo sentí como un amigo cercano y con ciertos intereses comunes. Las veces que coincidíamos nos abandonábamos a largas conversaciones sobre música, poesía e historia. Conversar con José era transitar por un vasto territorio donde el conocimiento y la sorpresa iban de la mano con su generosidad y humildad. Siempre pensé a José Pancorvo como un renacentista afincado en los Andes, como un poeta en convivencia armónica con el fuego y el delirio, un personaje extraño e igualmente querible que se afincaba en la amistad como ancla de vida.






   Ahora que escribo sobre el querido poeta y amigo José Pancorvo, vienen a mi memoria sus libros, sus libros de poesía, digo, conservo en mi biblioteca un par de ellos, obsequios suyos, acompañados de entrañables dedicatorias, de un cada vez más lejano día de noviembre del año 2002, y, claro, el recuerdo imborrable de su conversación como una muestra de su invalorable amistad. He aquí un poema suyo:









CANCIÓN DE LA BOTELLA VIOLENTA



hasta que un día, eternidad
nos levantamos de la mesa y nos hicimos asaltantes
y decidimos expandirnos sin límites
en plata y en todo


asaltamos el bar
asaltamos a las trabajadoras
asaltamos el mercado recién abierto
asaltamos el municipio y la casa de gobierno


asaltamos varias casas de gobierno
y los cuarteles subterráneos de las grandes potencias
nos adueñamos de los sistemas y de los antisistemas
y de los universos conocidos y desconocidos
y de miles de otras botellas rarísimas:


solo con estrellar esta botella común en el muro
y decidir no separarnos nunca


hasta que ni la vida nos separe



   Tres escritores peruanos, lamentablemente también tres partidas dolorosas como suelen ser cuando quienes se marchan son personas a quienes se les conoció y frecuentó sino en persona, a través de sus libros, que es el lugar donde está lo mejor de ellos. Que allí donde estén los dioses les sonrían. Aquí los recordaremos siempre.








   Continuará…






                                                             Morada de Barranco, 25 de mayo de 2016.