sábado, 4 de diciembre de 2021

UNA NOVELA DE GUERRA

 



                                                                                       ...un caballo muerto / en antigua batalla.

                                                                                     José María Eguren




   Qué complicado se hace a veces escribir. Pasaron ya esos tiempos en que publicaba disciplinadamente dos entradas por mes, a veces temblaba cuando la fecha de publicar se acercaba pues no hallaba temas apropiados para escribir. Esa presión, las otras ocupaciones incluso más exigentes me provocaron un colapso. Era demasiado y mi organismo no lo soportó, tanto así que tuve que dejar de hacer ciertas cosas que podían esperar o no eran importantes. Los años 2018 y 2019 fueron años difíciles para mi blog, incluso pensé seriamente tirar la toalla y que esta bitácora quedara como un bonito recuerdo.





   Pero no, decidí continuar luego de ordenar mis asuntos por prioridades. Así fue que sin tanta presión empecé a escribir y publicar una entrada por mes desde 2020. Este año, en el mes de octubre, El bebedor de la noche ha cumplido once años y quiero que esta alegría continúe, esta terca alegría como una muestra de resistencia ante los embates de una realidad que nos ha golpeado duro en estos casi dos años de pandemia: nuestras vidas cambiaron tanto y hemos perdido tanto.   





   Ahora, la pregunta que se impone es: ¿de qué o sobre qué escribiré en esta última entrada de 2021? He pensado en un libro, escribir un pequeño comentario sobre una novela que recientemente leí después de más de treinta años de tener el libro en mi biblioteca, una casi permanente espera o postergación. No sabría explicar la razón o razones, supongo que el libro estaba esperando su momento oportuno para ser leído, supongo.





   En la entrada anterior escribí a raíz de su lectura: “Mientras tanto, he empezado, hoy 14 de noviembre, la lectura de El fuego (Diario de un pelotón), una novela de Henri Barbusse, escritor francés que la publicó en 1916 con gran éxito, tanto que con ella ganó el premio Goncourt. Hoy, que estoy enganchado con su lectura, me pregunto por qué esperé tanto para leerla. Recuerdo que la primera vez que supe algo de ella fue a través de un comentario muy favorable de José Carlos Mariátegui que leí en la primera mitad de la década del 80. A las semanas me topé con esta vieja edición de una de las primeras novelas (si es que no es la primera) que nos muestra ese mundo espantoso de las trincheras en la Gran Guerra: piojos, hambre, sed, frío, barro, angustia, cansancio, miedo, enfermedad, muerte. El deseo de ganarse una "buena herida" para escapar de ese infierno.”








   Mencioné a Mariátegui, en efecto, en su obra La escena contemporánea, el Amauta escribió sobre Barbusse y su novela:Barbusse fue, uno de sus actores anónimos, uno de sus soldados ignotos (de la Gran Guerra). Escribió con la sangre de la gran tragedia una dolorosa crónica de las trincheras: El Fuego. Le Feu, describe todo el horror, toda la brutalidad, todo el fango, de la guerra, de esa guerra que la locura de Marinetti llamaba ‘la única higiene del mundo’. Pero, sobre todo, El Fuego es una protesta contra la matanza. La guerra hizo de Barbusse un rebelde. Barbusse sintió el deber de trabajar por el advenimiento de una sociedad nueva.” Me quedaron en la memoria esas palabras y un gran deseo de leerla, pero algo pasó...







   A las semanas de leer el texto de Mariátegui, hablo de los primeros años de los ochenta, encontré, sin buscarla, la novela de Barbusse, una vieja edición de los años veinte, libro que conservo hasta hoy día. Ahora puedo decir: He terminado de leer El fuego. Sí, pero con una sensación de profunda tristeza, porque esta novela, producto de la experiencia del autor, nos muestra de manera descarnada la muerte de tantos jóvenes en una guerra absurda, infame (como suelen serlo todas ellas), donde conveniente y engañosamente los que la propiciaron la tiñeron de solemnes colores patrióticos cuando lo único que buscaban era mantener o ampliar sus intereses económicos mezquinos, egoístas, inhumanos, a toda costa y a cualquier precio.








  A pesar de los años transcurridos, la novela es de gran actualidad, lo que demuestra que el hombre no ha cambiado o ha cambiado muy poco: las guerras continúan a pesar de que en algún momento se dijo que ese conflicto bélico pondría fin a todas las guerras. Tan atroz fue que los soldados expresaban el deseo de recibir una “buena herida” a sus compañeros, deseo bien recibido pues era una muestra de afecto o amistad entre los soldados de las trincheras: recibir una “buena herida” era una forma efectiva de escapar de ese espantoso infierno. 








   Con escalofríos he pensado en esas millones de jóvenes víctimas y en los que organizaron esta bien montada guerra, inevitablemente viene a mi recuerdo lo que alguna vez dijo o escribió Paul Valery: “La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran”. Tan ciertas esas palabras del poeta francés.










   Se calcula que en esta guerra perecieron más de 15 millones de personas, entre militares y civiles, fuera de heridos y desaparecidos. Terrible. En febrero de 2020 colgué una entrada sobre algunas víctimas de la Primera Guerra Mundial, escritores, pintores, escultores, músicos que murieron con menos de treinta años de edad, entre ellos mencioné al escritor francés Alain-Fournier, al pintor alemán August Macke, al poeta inglés Wilfred Owen. Hoy quiero mencionar al joven poeta norteamericano Joyce Kilmer, otra víctima de esta guerra, quien murió con 31 años a consecuencia de un disparo de un francotirador, tres meses y días antes del término del conflicto. Cuatro años antes de morir, había escrito este bello y sencillo poema:





TREES

I think I shall never see
a poem lovely as a tree.
A tree whose hungry mouth is pressed
against the earth’s sweet flowing breast;
A tree that looks at God all day,
and lifts her leafy arms to pray.

A tree that may in Summer wear
a nest of robins in her hair;
upon whose bosom snow has lain;
who intimately lives with rain.

Poems are made by people like me.
But only God can make a tree.



   Traducido al castellano por Alexander Best el poema dice:



ÁRBOLES

Creo que nunca veré
un poema tan hermoso como un árbol.
Un poema cuya boca hambrienta esté pegada
al dulce seno fluyente de la tierra;
un árbol que mira a Dios todo el día.
Y alza sus brazos frondosos para rezar.

Un árbol que en verano podría llevar
un nido de petirrojos en sus cabellos;
en cuyo pecho se ha recostado la nieve;
quien vive íntimamente con la lluvia.

Los poemas son hechos por personas como yo.
Pero solo Dios puede hacer un árbol.





   Triste historia la de Joyce Kilmer, pero no fue el único como sabemos, muchos como él, jóvenes, talentosos, promisorios, vieron truncadas prematuramente sus vidas en el frente, como sucede con tantos personajes que desfilan por la novela de Barbusse, jóvenes que no habían aprendido aún a vivir y ya tenían que aprender a sobrevivir. A algunos de ellos incluso les llegamos a tomar cariño, mas la presencia acechante de la muerte, que no perdona nada ni a nadie, carga fríamente con ellos y nos deja una sensación de injusticia y crueldad. 








   El fuego, que hoy casi nadie lee, es una cruenta novela sobre los padecimientos y miserias de quienes lucharon contra un enemigo que pasaba por las mismas penurias; es decir, a través de esos horrores, donde no hay una pizca de heroicidad y épica homéricas (y no estoy diciendo que esos soldados fueran cobardes) ni sensiblería, la obra de Barbusse nos conduce hacia espacios de reflexión donde el hombre no queda bien parado: lo evidencia con cuánta aparente facilidad puede llegar a la estupidez y al fracaso. No es poca cosa y no deberíamos olvidarlo.









   Continuará...




                                              Morada de Barranco, 4 de diciembre de 2021.







domingo, 14 de noviembre de 2021

HABLEMOS DE LIBROS, PARA VARIAR...

 


                                                              No poseer sino / Unos cuantos recuerdos…

                                                                                 Emilio Adolfo Westphalen



   A medio camino del mes de noviembre, con las dos vacunas en el organismo (y a la espera de la tercera dosis), pienso en esta nueva vida que la pandemia nos obligó a asumir desde 2020. Muchas cosas importantes quedaron de lado, la realidad obligaba: ver a mi madre, a mis hermanos, a mi sobrinita, esa necesidad de abrazarlos. Las clases presenciales, mis alumnos que ya no veré, por lo menos no en un salón (los que terminaron el año pasado, los que este año terminan), celebrar sus ocurrencias, espectar su alegría, esa energía que me alimenta, en fin, tantas cosas que el encierro puso en evidencia y que definitivamente se extrañan.





   Sin embargo..., sin embargo…, algunas cosas buenas trajo para mi vida este virus que tantas vidas se ha llevado, por ejemplo, un poco más de tiempo para escribir y, sobre todo, para leer. He vivido en estos casi dos años una suerte de renacimiento, llamémosle así: volvió ese afán ilimitado del adolescente intenso, enfebrecido, voraz que fui, ese muchacho que de libro en libro transitaba incansablemente, pero ahora con más conciencia del tiempo: leer un libro porque quizás no habría un “después”, esa seguridad equivocada de muchos adolescentes de suponer que recién se empieza a vivir, que habrá todavía tiempo para zanjar deudas de lectura.





   Con esta disposición e intensidad de lectura volvió un viejo hábito, algo que había dejado de hacer hace muchos años: apuntar en orden de lectura los libros que literalmente voy devorando: conservo la lista del año pasado y voy haciendo la lista de este año que duplicará con larguesa los libros leídos en 2020. El pasado año leí 45 libros (básicamente novelas y cuentarios), este año supongo que llegaré a los cien libros, entre ellos he leído por primera vez obras de Raymond Carver (Todos los cuentos), Patrick Modiano (Dora Bruder, que más que novela es un híbrido), Sándor Márai (Los rebeldes), José Saramago (Ensayo sobre la ceguera), Rafael Dumett (El espía del Inca), Rosario Castellanos (Balún-Canán), Ángeles Mastretta (Arráncame la vida), John Banville (Eclipse) y algunos más.








   La relectura estuvo presente. Volví a La Cartuja de Parma de Stendhal luego de diecisiete años: leer esa novela siempre será una gran y grata experiencia, como lo será leer en su brevedad obras como Las tribulaciones del estudiante Törless de Robert Musil, El baile del conde de Orgel de Raymond Radiguet, La muerte en Venecia de Thomas Mann, Veinticuatro horas en la vida de una mujer de Stefan Zweig, Aura de Carlos Fuentes, La iluminación de Katzuo Nakamatsu del peruano Augusto Higa Oshiro o el teatro a través de Macbeth de William Shakespeare (más de treinta años después).







   Últimamente disfruto mucho con la lectura de cuentos, es el caso de libros a los que regreso plácidamente como me sucede con El principio del placer o Imagen primera de los mexicanos José Emilio Pacheco y Juan García Ponce, respectivamente. Impagables experiencias de lecturas o relecturas fueron Bestiario de Julio Cortázar, Cinco amantes apasionadas de Ihara Saikaku, Cuentos petersburgueses de Nikolai Gogol o libros de escritores peruanos como Silvio en el Rosedal de Julio Ramón Ribeyro, Otras tardes de Luis Loayza, París personal de Marco García Calderón, Atenea en los Barrios Altos de Edgardo Rivera Martínez o Cuentos selectos del siempre joven Abraham Valdelomar. Estas últimas lecturas me reconfirmaron la plena seguridad de que Enredadera (cuento de Loayza) y Los ojos de Judas (cuento de Valdelomar) son dos de los mejores cuentos que se han escrito (no solo en el Perú) y que el paso de los años no les hará mella alguna.







   Es muy común que ocurra que en la lectura de algunos libros se presenten, digamos, “dificultades”: desencanto, desgano, aburrimiento o se nos torne difícil la lectura y como compensación para quedarnos tranquilos nos digamos cosas como: “No es todavía su momento, ya le llegará su tiempo”. Y ese “tiempo” le llegó a una obra que intenté leer cuatro o cinco veces desde la universidad, mis últimos intentos de lectura iba a perdedor, el libro como que tenía una muralla que lo tornaba inexpugnable. Hablo de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge del etéreo poeta Rainer María Rilke. Hoy puedo cantar victoria, aunque el libro en gran medida permanece con muchas de sus puertas cerradas, puedo decir que terminé de leerlo y con la posibilidad de atreverme a una próxima relectura.







   Mientras tanto, he empezado, hoy 14 de noviembre, la lectura de El fuego (Diario de un pelotón), una novela de Henri Barbusse, escritor francés que la publicó en 1916 con gran éxito, tanto que con ella gano el premio Goncourt. Hoy, que estoy enganchado con su lectura, me preguntó por qué esperé tanto para leerla. Recuerdo que la primera vez que supe algo de ella fue a través de un comentario muy favorable de José Carlos Mariátegui que leí en la primera mitad de la década del 80. A las semanas me topé con esta vieja edición de una de las primeras novelas (si es que no es la primera) que nos muestra ese mundo espantoso de las trincheras en la Gran Guerra: piojos, hambre, sed, frío, barro, angustia, cansancio, miedo, enfermedad, muerte. El deseo de ganarse una "buena herida" para escapar de ese infierno.







   ¿Qué me espera para estas semanas o meses próximos? Espero me lleguen algunos libros, cómo o por dónde lleguen no importa, pero que lleguen. Estoy tras ellos, en ciertos casos desde hace muchos años. Jacon Von Guten de Robert Walser, Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, La amortajada o La última niebla novelas breves de María Luisa Bombal, Hambre de Knut Hamsun, Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia, El desierto de los tártaros de Dino Buzzati o un libro esperado y soñado que por fin sale a través del Fondo de Cultura Económica (FCE): Cuentos completos de Clarice Lispector.







   Hace unos meses escribí unas líneas donde expresaba mi admiración por esta brasileña entrañable:Ahí donde ordeno los libros de cuentos (entre las obras de Anton Chéjov, Guy de Maupassant, Julio Ramón Ribeyro, Jorge Luis Borges, Heinrich Von Kleist, Edgar Allan Poe, por mencionar a algunos) fulgura una breve antología del cuento brasileño en el que, joven universitario aún, releí hasta casi desgastar las páginas donde estaban impresos Felicidad clandestina y Mejor que arder, inolvidables cuentos de la inquietante Clarice Lispector quien solía escribir en los límites del abismo y del misterio.”







   Lo reafirmo: amo los cuentos de la bella Clarice, aunque solo haya leído un puñado de ellos. Es una escritora cuya obra irá creciendo en el gusto de los lectores. Su casi desconocida obra para muchos peruanos nos confirma aquello que si no sabemos, lo sospechamos: Brasil (y con él su literatura), es un gigante muy cercano al Perú, pero también un gran desconocido para nosotros.










   Continuará…



                                      Morada de Barranco, 14 de noviembre de 2021.