martes, 31 de octubre de 2017

EN LOS DESCUENTOS DEL MES DE OCTUBRE





                                                        ¡Tantos dioses, Rubén, pero solo dos manos!...
                                                                                                   Martín Adán






   Termina ya octubre, con él se va el invierno y se asoman ya, aunque tímidamente, los días de sol. Mañana es el primer día de noviembre, día feriado en el que podré descansar un poco de las ocupaciones diarias. Me levantaré temprano, muy temprano, de eso puedo estar seguro, quizá a las 4 de la mañana esté ya sentado a la mesa con los libros que voy leyendo por estos días (imagino mi vieja y querida mesa con una pequeña torre de libros que voy "picando" en desorden, pero con pasión).






   Debo reconocer que disfruto mucho de esas horas tempranas del día en que todos o casi todos están todavía durmiendo (pienso en Rita, en Kathia). El silencio cómplice, las temperaturas todavía algo frías hacen de esos momentos algo placentero, íntimo. Al abrigo de prendas que me procuren el calor, de una taza de humeante y negro café, me abandono al placer de la lectura (cómo olvidar aquellos versos de Quevedo que lo dicen de mejor manera: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos.”), o mejor dicho, de la relectura. 







   Entre esos libros de relectura matinal, algunos libros de poesía (por ejemplo: La insurrección solitaria de Carlos Martínez Rivas; Idiota del apocalipsis, recientemente reeditado, de Guillermo Chirinos Cúneo; Mi Darío y Diario de poeta del descomunal Martín Adán) que leo bisturí en mano, lapicero y muchas hojas, pues como han de saber, la poesía suele irrumpir inesperadamente: a veces una palabra, una imagen y esta aparece con su oscuridad que siempre es bienvenida.






   Junto con los libros de poesía, el diario de Julio Ramón Ribeyro: La tentación del fracaso, voluminoso libro que voy leyendo lentamente, sin apuro, desgranando palabra a palabra, literalmente paladeándolo, disfrutando de las peripecias y celebrando las ocurrencias que se deslizan en sus páginas y con unas ganas (también lo reconozco) de que nunca se acabe el libro: “La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural asimilada durante siglos. Françoise Sagan (que con 18 años acaba de escribir una obra maestra) no hace más que recoger el rédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás mío, sólo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela”, grande, Julio Ramón.






   Pero no son los únicos libros que voy leyendo, una novela me acompaña por estos días: La historia interminable de Michael Ende. Debo decir al respecto que este libro lo tengo en mi biblioteca desde hace muchos años, que incluso mi hermano Arturo lo leyó ya hace varias lunas y sus apropiados comentarios tampoco despertaron mi interés. ¿Por qué nunca me atreví a abordarlo? No tengo respuesta precisa. Recuerdo que con Kathia y con Rita, en algún momento, hace ya varios años, vimos las películas que se hicieron sobre este libro, pero leerlo, nunca.






   Hasta que llegó el día, así sin pensarlo mucho. Embarcado en su lectura desde hace unas semanas, me hallo ya a más de la mitad del libro, complacido con las aventuras de Bastián y de Atreyu. ¿Comentarios? Lo dejo para después, para una próxima entrada, el libro es literalmente una caja de sorpresas que justifica hablar o escribir largo y tendido.






   Las horas pasan, ya es noche, muchos celebran Halloween y lo seguirán haciendo, como suelen decir los amantes de la diversión: “La noche es todavía joven”. Allá ellos, yo, desde mi faro del cuarto piso, solo diré que espero el día siguiente para sentarme a la mesa, temprano, muy temprano y disfrutar de la lectura de los libros que he mencionado. ¿Marciano? Que va, el que ame la lectura me entenderá.







   Continuará…






                                             Morada de Barranco, 31 de octubre de 2017.





domingo, 29 de octubre de 2017

UN ROMÁNTICO ALEMÁN





                                                   El artista debe pintar no sólo lo que ve delante de él
                                                   sino también lo que ve dentro de él.
                                                                                           Caspar David Friedrich






   ¿Por qué los personajes de Caspar David Friedrich están siempre de espaldas al espectador? Es una pregunta que siempre me ha rondado. Asumo que esos personajes son, en realidad, cada uno de nosotros, espectadores de los paisajes ideados por el pintor alemán. Los personajes y nosotros, los espectadores de sus cuadros, perdidos en una naturaleza que es expresión de los estados anímicos del pintor; es decir, nosotros convertidos en elementos de un mundo cargado de misterios donde el pintor tampoco puede desentrañar nada. 








   Esos paisajes pintados son símbolos que parecieran buscar un orden en la angustia que domina al artista, paisajes provenientes de un dios creador, ese primer motor que se complace en las tinieblas, que ante nuestras incertidumbres permanece siempre silencioso a nuestras preguntas, a nuestras tribulaciones. 









   Como ese dios creador, Caspar David Friedrich no solo crea paisajes, sino que nos ubica en ellos como minúsculos personajes en estado contemplativo, extraviados ante la inmensidad de un horizonte que no brinda respuestas sino más preguntas. Es decir, dudas que no solo son de los personajes de sus cuadros y de nosotros sus espectadores, también las de él: un pintor apasionado y dominado por interrogantes, por sentimientos y emociones (como no podía ser de otro modo siendo uno de los grandes románticos de esa Alemania que dio al mundo a Hölderlin, Novalis, Von Kleist, Heine, Beethoven, Schumann…).










  Como todo romántico, Friedrich es un pintor que con sus obras rompe el equilibrio del Neoclasicismo, movimiento signado por la razón y la armonía y que estuvo en boga en gran parte del siglo XVIII: uno, el día (el Neoclasicismo) y el otro, la noche (el Romanticismo); uno, apolíneo y el otro, dionisiaco; uno guiado por la luz de la razón hacia el progreso, el otro sumido en una melancolía pertinaz y la soledad sin puerta de escape; o sea, la mesura y la exageración como banderas, en fin: dos movimientos diferentes pero complementarios, como las dos caras de una moneda, como en los cuadros de Caspar Friedrich donde encontramos elementos que nos perturban y nos brindan serenidad.









   No me voy a extender en mi discurso, creo que no es necesario el mucho hablar sobre los objetos artísticos, llámense poemas, piezas musicales, esculturas o pinturas, ahí están ellos para hablar por sí mismos, para defenderse solos. Así han llegado hasta nuestros días las pinturas de este atormentado romántico alemán que alguna vez intentara el suicidio.









   Hace más de ciento cincuenta años (en 1840) que Caspar Friedrich abandonó con sesentaicinco años el tercer planeta, pero incólumes han llegado a nosotros sus misteriosas pinturas. Y aunque estas se encuentran cargadas de interrogantes, tenemos la plena seguridad que su obra ha surcado como un haz de luz la oscuridad del tiempo y lo han rescatado a él de la muerte y del olvido: Caspar David Friedrich es entonces, como algunos marcados por los dioses, un inmortal y ahí está su obra para con toda seguridad demostrarlo.







































   Continuará…





                                             Morada de Barranco, 29 de octubre de 2017.