sábado, 29 de agosto de 2020

¿EN QUÉ ESTOY?






                                                                                     ...raro invierno…
                                                                                          Martín Adán




   A principios de año ni sospechábamos vivir de la manera como estamos viviendo. Muchas cosas han cambiado y con dificultad (o sin ella) nos hemos adaptado. El aburrimiento ha venido consumiendo a muchos. Debo reconocer que esto último no va conmigo: visionar películas, escuchar discos (y no solo canciones) y sobre todo leer y escribir me permiten escapar de esta situación. Leer. Una pasión de mi vida entera, o casi.








   Adolescente aún, me recuerdo tomando apuntes de los títulos de todos los libros que leía cada año, en orden, precisando el mes y otros detalles, largas listas de mi historial de lecturas. En algunas de esas cajas con papelería antigua deben estar esos papelitos que son una prueba de esos tiempos de lecturas enfebrecidas, apasionadas, de un adolescente viviendo a plenitud su edad de piedra.









   He leído muchos libros en estos primeros meses de encierro (aproveché al máximo todo tiempo libre), entre todos ellos mencionaré solo a diez, quedan fuera libros de poemas (muchos), de historia, de arte, ensayos, La tentación del fracaso, memorias de Ribeyro, que vengo leyendo de a pocos, degustándolo sin apuros, desde hace más de un año:


1. País de nieve, de Yasunari Kawabata. (Novela)
2.
Libro del amor y de las profecías, de Edgardo Rivera Martínez. (Novela)
3.
Los geniecillos dominicales, de Julio Ramón Ribeyro. (Novela)
4.
Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato. (Novela)
5.
Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. (Novela)
6.
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. (Novela)
7.
La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa. (Novela)
8.
Aquí vivieron, de Manuel Mujica Láinez. (Cuentos)
9.
El principio del placer, de José Emilio Pacheco. (Cuentos)
10.
La vida del buscón, de Francisco de Quevedo. (Novela)


   Por estos días leo Ifigenia. Una novela que me deja sorprendido y encantado con María Eugenia, la protagonista, una joven perteneciente a los estratos más altos: bella, elegante, inteligente, rebelde, criada en Europa y que luego de perder a sus padres (y con ellos su herencia) debe regresar a Venezuela y enfrentará situaciones marcadas por el machismo, los prejuicios, limitaciones propias de una sociedad dividida y poco abierta que le niega a la mujer todo camino que no la conduzca al matrimonio como única realización de vida. Una novela de lectura fluida y apasionante. ¿Su autora? Teresa de la Parra, brillante mujer y escritora que publicó este libro en 1924 como un grito en medio de la sordera de su tiempo. El libro camina saludablemente a sus cien años, no ha envejecido un ápice y su autora es alguien por descubrir o redescubrir.









   No soy el único en estos afanes. Rita también anda por el mismo camino. Cuando sus labores le dejan un tiempo de descanso, se echa en la cama y se abandona a la lectura. Casi todas las tardes nos hacemos compañía: ella con su libro, yo con el mío. En completo y absoluto silencio, uno junto al otro escuchamos con los ojos (me permito parafrasear a Quevedo). A veces volteo y la veo sumida en su lectura de estos días: Conversación en la Catedral, la mejor novela, para mi gusto, de nuestro premio Nobel. Debo comentar que a buen ritmo y en poco tiempo ha leído ¿Quién mató a Palomino Molero?, del mismo Vargas Llosa, Los Aprendices y Los Ingar, ambos de Carlos Eduardo Zavaleta, por cierto, un escritor a quien debería leerse más.









   Tiempos estos en los que también he venido saldando deudas conmigo mismo; es decir, atreviéndome a leer aquellos libros que por extrañas razones iba postergando su lectura y, curiosamente, reprochándome por no haberlo hecho antes, quizá injustamente, porque la cosas ocurren cuando deben ocurrir, tienen su propio tiempo, por algo será que suceden de esa manera y no de otra. Entonces dejo a un lado los reproches y sonrío y agradezco por la oportunidad que la vida me da de poder leer.








   Pero también releo, vuelvo como a una casa querida a ciertos libros que me abrieron los ojos hacia amplios horizontes cuando adolescente (La Luna y las fogatas o El Gran Gatsby, por ejemplo). Si de relectura se trata, diré que pocas cosas como ella: esta nos prodiga descubrimientos donde aparecen ante uno ángulos, aristas, rincones con su propia luz u oscuridad que en anteriores lecturas no se percibieron. Por ello vuelvo, cada que puedo, a esos libros, a sus predios que me reciben dispuestos a conducirme por territorios insólitos donde crezco o aspiro a ello.








   La necesidad de leer es la necesidad de leerme a mí mismo, de conocerme más y de reconocerme. Embarcarme en duraderos viajes que van más allá del mero hecho de posar los ojos sobre unas hojas con trazos: la lectura no es actividad mecánica y fría de posar los ojos sobre una superficie. Leer implica, muchas veces, una aventura (o varias): vivir vidas paralelas que la realidad no me permite, ubicarme en espacios tal vez extraños a mí, pero donde transito con confianza y seguridad que muchas veces la inquietante vida me lo niega.









   Hace unas semanas terminé de leer La conciencia de Zeno, novela de Ítalo Svevo, libro que pude leer cuando tuve 20 o 21 años, pero el libro se escapó de mis manos (ya no recuerdo con precisión cómo) y lo compré recién el año pasado en una feria. Apenas terminé esta novela, casi inmediatamente cogí una obra del apasionante y perturbador Cesare Pavese: La Luna y las fogatas, su última novela antes de abandonar este mundo por propia mano. Svevo y Pavese son italianos, menciono esto último, porque sin darme cuenta inicié la lectura de La romana, novela del también italiano Alberto Moravia.









   La novela de Moravia fue lectura en segundo intento, había empezado a leerla por primera vez hacía mucho tiempo (por lo menos hace unos veinte años), por alguna circunstancia que he olvidado desistí, incluso hallé el marcador en la página en que me quedé. Lo asumí casi como un reto, uno que disfruté mucho. A poco de terminar de leerla, hallé en Internet un canal donde hay algunas joyitas del cine italiano (para los interesados: Film&Clips), ahí estaba en un impecable blanco y negro La romana, un largometraje de Luigi Zampa, del año 1954. La deslumbrante Gina Lollobrigida encarnaba a la inolvidable Adriana. Desde entonces, cada que recuerdo a ese personaje, esta tiene el rostro de la diva italiana. Pero…, seré sincero, prefiero el libro.









   Y mis lecturas han continuado: Relato de un náufrago, libro breve leído en un par de días. Siendo sincero, debo confesar que este libro de García Márquez me agradó mucho, más que sus novelas, mejor dicho, he intentado releer algunas por estos días y siento que su lenguaje ha envejecido, la magia que encontré y me deslumbró hace una buena punta de años se ha perdido, lo siento artificioso, efectista, epidérmico. Quizá se deba a que el escritor colombiano se repit, empleó los mismos recursos hasta el hartazgo, es lo que me pasó con Del amor y otros demonios, lo terminé, sí, pero al galope: me resultó de un lenguaje empalagoso, de fórmulas reiterativas. Con otras obras suyas sí no pude. Lo digo con pena, el nobel colombiano fue un autor que admiré y leí muchísimo en mis años universitarios.








   Un libro signado por el olvido: El corazón de piedra verde de Salvador de Madariaga, una novela histórica de casi 900 páginas. Todo un reto. En ella nos hallamos frente a esos dos mundos que habrían de encontrarse (o de chocar, como prefieren otros) hace más de cinco siglos: la España del siglo XVI y el México de los aztecas. Un libro ágil, entretenido, quizá con algunos elementos ya superados por las nuevas investigaciones históricas (sobre todo del mundo mexica), pero digerible. Una novela que abordé con entusiasmo, pues me la habían recomendado mucho, fue La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, un libro que terminé de leer casi por compromiso: no me dijo nada, quizás en una próxima lectura...










   Novelas que tendré que esperar mucho para leerlas pues no están en mi biblioteca y deberé aguardar mejores tiempos para comprarlas: Jacob Von Guten del misterioso y elusivo Robert Walser; Los recuerdos del porvenir de una escritora oculta (u ocultada), la mexicana Elena Garro; de mi admirado Juan Carlos Onetti, La vida breve; de dos argentinos: Roberto Arlt y Juan José Saer, del primero Los siete locos y Cicatrices o El entenado (el primero que caiga) del segundo; de la chilena María Luisa Bombal sus dos novelas: La amortajada y La última niebla.










   ¿Lecturas que me esperan? Varias. Dos novelas peruanas, relecturas de Ximena de dos caminos de la imprescindible y poco conocida Laura Riesco y País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez. Luego, Opiniones de un payaso de Heinrich Böll, El tambor de hojalata de Günter Grass, El barón rampante de Ítalo Calvino, Amok de Stefan Zweig, El archivo de Egipto de Leonardo Sciascia, El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, El nombre de la rosa de Umberto Eco, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, Novela con cocaína de M. Agueiev y El gatopardo, la grandiosa novela bisiesta de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. En mi mesa de trabajo ya están separados, esperan pacientemente su turno.










   Muchas veces me preguntan en qué estoy. Pues en esas estoy.









   Continuará…






                                    Mirada de Barranco, 29 de agosto de 2020.