...raro
invierno…
Martín
Adán
A
principios de año
ni sospechábamos vivir de la manera como estamos viviendo. Muchas
cosas han cambiado y con dificultad (o sin ella) nos hemos adaptado.
El aburrimiento ha
venido consumiendo
a muchos. Debo reconocer que esto último no va conmigo: visionar
películas, escuchar discos (y no solo canciones) y sobre todo leer y
escribir me permiten escapar de esta situación. Leer. Una pasión de
mi vida entera, o casi.
Adolescente
aún, me recuerdo tomando apuntes de los títulos de todos los libros
que leía cada año, en
orden, precisando el mes y otros detalles, largas
listas de mi historial de lecturas. En algunas de esas cajas con
papelería antigua deben estar esos papelitos que
son una prueba de
esos tiempos de lecturas enfebrecidas, apasionadas, de
un adolescente viviendo a plenitud su edad de piedra.
He
leído muchos libros en estos
primeros meses de encierro (aproveché
al máximo todo tiempo libre), entre todos ellos mencionaré solo a
diez, quedan fuera libros de poemas (muchos), de
historia, de arte, ensayos, La tentación del fracaso, memorias de Ribeyro, que vengo leyendo de a pocos, degustándolo sin apuros, desde hace más de un año:
1.
País
de nieve,
de Yasunari Kawabata. (Novela)
2. Libro del amor y de las profecías, de Edgardo Rivera Martínez. (Novela)
3. Los geniecillos dominicales, de Julio Ramón Ribeyro. (Novela)
4. Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato. (Novela)
5. Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. (Novela)
6. Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. (Novela)
7. La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa. (Novela)
8. Aquí vivieron, de Manuel Mujica Láinez. (Cuentos)
9. El principio del placer, de José Emilio Pacheco. (Cuentos)
10. La vida del buscón, de Francisco de Quevedo. (Novela)
2. Libro del amor y de las profecías, de Edgardo Rivera Martínez. (Novela)
3. Los geniecillos dominicales, de Julio Ramón Ribeyro. (Novela)
4. Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato. (Novela)
5. Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. (Novela)
6. Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. (Novela)
7. La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa. (Novela)
8. Aquí vivieron, de Manuel Mujica Láinez. (Cuentos)
9. El principio del placer, de José Emilio Pacheco. (Cuentos)
10. La vida del buscón, de Francisco de Quevedo. (Novela)
Por
estos días leo Ifigenia.
Una novela que me deja sorprendido y encantado con María Eugenia, la protagonista, una joven perteneciente
a los estratos más altos: bella, elegante, inteligente, rebelde, criada en Europa y que luego de perder a sus
padres (y con ellos su herencia) debe
regresar
a Venezuela y enfrentará
situaciones marcadas por el
machismo, los
prejuicios, limitaciones propias de una sociedad dividida y
poco abierta que le niega a la mujer todo camino que no la conduzca al matrimonio como única realización de vida.
Una novela de
lectura
fluida y apasionante. ¿Su autora? Teresa de la Parra, brillante
mujer y escritora que publicó este libro en 1924 como un grito en medio de la sordera de su tiempo. El libro camina saludablemente a sus cien años, no ha envejecido un
ápice y su autora es alguien por descubrir o redescubrir.
No soy el único en estos afanes. Rita
también anda por el mismo camino. Cuando
sus labores le dejan un tiempo de descanso, se echa en la cama y se
abandona a la lectura. Casi todas las tardes nos hacemos compañía:
ella con su libro, yo con el mío. En completo y absoluto silencio,
uno junto al otro escuchamos con los ojos (me permito parafrasear a Quevedo). A veces volteo y la veo sumida en su lectura de estos días: Conversación
en la Catedral, la mejor novela, para mi gusto, de nuestro premio Nobel. Debo comentar que a buen ritmo y en poco tiempo
ha leído ¿Quién
mató a Palomino Molero?,
del mismo Vargas Llosa, Los
Aprendices
y Los
Ingar,
ambos de Carlos Eduardo Zavaleta, por cierto, un escritor a quien debería leerse más.
Tiempos estos en los que también he venido saldando deudas conmigo mismo; es decir, atreviéndome a leer
aquellos libros que por extrañas razones iba postergando su lectura
y, curiosamente, reprochándome por no haberlo hecho antes, quizá
injustamente, porque la cosas ocurren cuando deben ocurrir, tienen su
propio tiempo, por algo será que suceden
de esa manera y no de otra. Entonces dejo a un lado los reproches y
sonrío y agradezco por la oportunidad que la vida me da de poder
leer.
Pero
también releo, vuelvo como a una casa querida a ciertos libros que
me abrieron los ojos hacia amplios horizontes cuando adolescente (La
Luna y las fogatas
o El
Gran Gatsby,
por
ejemplo). Si de relectura se trata, diré que pocas cosas como ella:
esta nos prodiga descubrimientos donde aparecen ante uno ángulos,
aristas, rincones con su propia luz u oscuridad que en anteriores
lecturas no se percibieron. Por ello vuelvo, cada que puedo, a esos
libros, a sus predios que me reciben dispuestos a conducirme por
territorios insólitos donde crezco o aspiro a ello.
La
necesidad de leer es la necesidad de leerme a mí mismo, de conocerme
más y de reconocerme. Embarcarme en duraderos viajes que van más
allá del mero hecho de posar los ojos sobre unas hojas con trazos:
la
lectura no es actividad mecánica y fría de posar los ojos sobre una
superficie.
Leer implica,
muchas veces, una aventura (o varias): vivir
vidas paralelas que
la realidad no me permite,
ubicarme en espacios tal
vez extraños a mí, pero donde
transito con confianza y seguridad que muchas veces la inquietante
vida me lo niega.
Hace
unas
semanas
terminé de leer La
conciencia de Zeno,
novela de Ítalo Svevo, libro que pude leer cuando tuve 20 o 21 años,
pero el libro se escapó de mis manos (ya
no recuerdo con precisión cómo) y
lo compré recién el año pasado en una feria. Apenas terminé esta novela, casi
inmediatamente cogí una obra del apasionante y perturbador Cesare
Pavese: La
Luna y las fogatas,
su última novela antes de abandonar este mundo por propia mano.
Svevo y Pavese son italianos, menciono
esto último, porque sin darme cuenta inicié la lectura de La
romana,
novela del también italiano Alberto Moravia.
La
novela de Moravia fue lectura en segundo intento, había empezado a leerla por primera vez hacía mucho tiempo
(por
lo menos hace unos veinte años),
por alguna circunstancia que he olvidado desistí, incluso hallé el
marcador en la página en que me quedé. Lo
asumí casi
como un reto, uno que disfruté mucho. A
poco de terminar de leerla, hallé en Internet un canal donde hay
algunas joyitas del cine italiano (para
los interesados: Film&Clips),
ahí estaba en
un impecable blanco y negro La
romana,
un largometraje de Luigi Zampa, del año 1954. La
deslumbrante Gina Lollobrigida encarnaba a la inolvidable Adriana.
Desde entonces, cada que recuerdo a ese personaje, esta tiene el
rostro de la diva italiana. Pero…, seré sincero, prefiero el
libro.
Y
mis lecturas han continuado: Relato
de un náufrago, libro breve leído en un par de días. Siendo sincero, debo
confesar que este libro de García Márquez me agradó mucho, más
que sus novelas, mejor dicho, he intentado releer algunas por estos días y siento que su lenguaje ha envejecido, la magia que encontré y me deslumbró hace una buena punta de años se ha perdido, lo siento artificioso, efectista, epidérmico. Quizá se deba a que el escritor colombiano se
repitió,
empleó
los mismos recursos hasta el hartazgo, es lo que me pasó con
Del
amor y otros demonios,
lo terminé, sí,
pero
al
galope: me
resultó de un lenguaje empalagoso, de fórmulas reiterativas. Con
otras obras suyas sí no pude. Lo digo con pena, el nobel colombiano fue un autor que admiré y leí muchísimo en mis años universitarios.
Un
libro signado por el olvido: El
corazón de piedra verde
de Salvador de Madariaga, una novela histórica de casi 900 páginas. Todo un reto. En ella nos hallamos frente a esos dos mundos que habrían de encontrarse (o de chocar, como prefieren
otros) hace más de cinco siglos: la España del siglo XVI y el México de los aztecas. Un
libro ágil, entretenido, quizá con algunos elementos ya superados
por las nuevas investigaciones históricas (sobre todo del mundo
mexica), pero digerible. Una novela que abordé con entusiasmo, pues me la habían recomendado mucho, fue La
insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, un
libro que terminé de leer casi por compromiso: no me dijo nada, quizás en una próxima lectura...
Novelas que tendré que esperar mucho para leerlas pues no están en mi biblioteca y deberé aguardar mejores tiempos para comprarlas: Jacob Von Guten del misterioso y elusivo Robert Walser; Los recuerdos del porvenir de una escritora oculta (u ocultada), la mexicana Elena Garro; de mi admirado Juan Carlos Onetti, La vida breve; de dos argentinos: Roberto Arlt y Juan José Saer, del primero Los siete locos y Cicatrices o El entenado (el primero que caiga) del segundo; de la chilena María Luisa Bombal sus dos novelas: La amortajada y La última niebla.
Novelas que tendré que esperar mucho para leerlas pues no están en mi biblioteca y deberé aguardar mejores tiempos para comprarlas: Jacob Von Guten del misterioso y elusivo Robert Walser; Los recuerdos del porvenir de una escritora oculta (u ocultada), la mexicana Elena Garro; de mi admirado Juan Carlos Onetti, La vida breve; de dos argentinos: Roberto Arlt y Juan José Saer, del primero Los siete locos y Cicatrices o El entenado (el primero que caiga) del segundo; de la chilena María Luisa Bombal sus dos novelas: La amortajada y La última niebla.
¿Lecturas
que me esperan? Varias. Dos novelas peruanas, relecturas de Ximena de dos caminos de la imprescindible y poco conocida Laura Riesco y País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez. Luego, Opiniones de un payaso de Heinrich Böll, El tambor de hojalata de Günter Grass, El
barón rampante
de Ítalo Calvino, Amok de Stefan Zweig, El
archivo de Egipto
de Leonardo Sciascia, El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, El
nombre de la rosa
de Umberto Eco, Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, Novela
con cocaína
de M. Agueiev y
El
gatopardo,
la grandiosa novela bisiesta de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. En mi
mesa de trabajo ya están separados, esperan pacientemente su
turno.
Continuará…
Mirada
de Barranco, 29 de agosto de 2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario