I
mis pasos se van a las estrellas
Alejandro Peralta
En
2018 viajé por primera vez a
Ayacucho, lo hice en compañía de Rita, mi esposa, y
de Kathia, mi hija. Fue
un viaje signado por una gran curiosidad: conocer
sus calles, sus viejas casonas y
sobre todo, y
sin afanes religiosos, sus
iglesias. Ayacucho guarda fama
de celebrar con grandiosidad pocas veces igualada la Semana Santa, es un territorio de gente muy
religiosa, religiosidad expresada en la gran cantidad de templos muy antiguos cuyos orígenes se pierden en los lejanos tiempos virreinales, por tal razón es
conocida como La Ciudad de las
Iglesias, pues la ciudad posee más de treinta templos católicos en su centro
histórico,
algunos de ellos ejemplos
magníficos del esplendoroso barroco andino.
Debo confesar que otro motivo para viajar a Ayacucho
respondía a, digamos, un interés de tinte personal y de curiosidad histórica.
En
el territorio
ayacuchano se desarrolló una de las grandes civilizaciones andinas
anterior al Tahuantinsuyo: Huari, cultura
que de alguna manera tiene que ver conmigo, mejor dicho, con mis raíces: provengo
del Cusco, del pueblo de Lucre que tiene como uno de
sus motivos de orgullo, la
cercanía de un complejo arquitectónico impresionante: Piquillacta,
la segunda ciudad en
importancia de esta
civilización. Es decir, por
mis venas corre no solo sangre
incaica, también
huari. Viajar a Ayacucho era, de alguna manera, conocer mis raíces
más distantes, acercarme a
ellas.
Esa primera experiencia fue
fascinante. Ayacucho es una ciudad andina muy hermosa, poseedora de
un firmamento límpido, de esos cielos extraños para alguien
acostumbrado a vivir en una ciudad cuyo cielo está por lo general
encapotado: el cielo ayacuchano se abre a nuestros ojos con una
generosidad y amplitud
desconocidas
para un habitante citadino habituado a transitar por calles cubiertas
por la neblina. Aquí no. La luz invade todo desde temprano, su
transparencia nos conmueve, nos lleva a pensar que las distancias se
acortan, todo parece más cercano (como alguna vez escribiera el
maese Alfonso Reyes sobre la meseta del Anáhuac, la región más
transparente). Por su luz,
Ayacucho tiene esta condición: es una región transparente.
Esta transparencia se percibe también
en su noches mágicas, coloridas, alegres. Lo
comprobamos cuando una noche
inolvidable salí a caminar con Rita (Kathia decidió
quedarse en el hotel),
recorrimos algunas calles de la vieja Huamanga, queríamos
sentir de cerca
su vida nocturna, respirarla:
¡qué
cantidad de transeúntes, cuántos
parroquianos en sus restoranes y cafés, cuánta gente joven
expresando su alegría de vivir a través de la música, de la danza!
¿Es que podríamos
olvidar a esos jóvenes ejecutando instrumentos y bailando en lo que
fue el claustro mayor del Antiguo
Colegio de los jesuitas de
Huamanga?
Transitar
por sus calles es caminar por una parte importante de la historia del
Perú, es pasado cuyo energía
se siente en su atmósfera, en su arquitectura particular, hermosa,
única. Pero
el presente también
se percibe en
la actitud dinámica de
su gente, que vive con
optimismo, con orgullo (a pesar de ciertos lastres como la pobreza,
la explotación). Un pueblo
alegre, tierno, abierto a las grandes experiencias culturales, al
futuro. Por donde uno camina se
topa con el color propio de la
alegría, del afán de construir sobre el dolor del reciente pasado
una ciudad nueva con nuevas
esperanzas afincadas en su sólido pasado histórico.
Entrar a sus templos nos
asegura experiencias
no solo religiosas, también
(y para mí sobre todo) estéticas, artísticas.
La sencillez engañosa de
su arquitectura con ciertos aires rústicos, la levedad ascendente
y dorada de sus retablos
barrocos, sus paredes cubiertas con
grandes lienzos con marquetería
profusa y abigarrada de adornos
con destellos de oro no
solo deslumbra, encanta.
El furor exagerado del barroco no se sospecha en las paredes externas
de los templos, más bien sobrias, el horror
vacui se despliega al
trasponer sus puertas: el esplendor del barroco andino en una de sus
expresiones mayores (junto a la cusqueña, arequipeña, puneña,
cajamarquina...).
Al año siguiente regresé,
completamente enamorado de esta tierra de la luz y del color. Esta
vez no solo con Rita y Kathia, también con mi madre y con mis
hermanos Gloria y Arturo. Mi padre hacía dos meses había fallecido,
golpeados por el dolor decidimos viajar para darnos un respiro. Con
la seguridad de que
los nuevos aires de Ayacucho nos ayudarían, partimos. No
nos equivocamos. La alegría y generosidad de su
gente, su
atmósfera expansiva, diáfana nos
ayudó en esos momentos difíciles.
Recorrimos
sus calles, ingresamos a sus templos y perdimos nuestros ojos en un
sinfín de detalles de su arquitectura y de sus espacios interiores,
predios de la imaginación laberíntica, barroca; transitamos por sus
viejas casonas, sus acogedores
zaguanes; admiramos sus patios
luminosos; nos procuramos sombras frescas y necesarias en las
galerías de esos mismos patios claustrales; nuestros
corazones se ensancharon emocionados y sorprendidos en las viejas piedras de Vilcashuamán encajadas
con una perfección orillada de
misterio y admiración.
La última noche que pasamos en Huamanga, unas tres horas antes de regresar a Lima, salimos a caminar los seis, recorrimos con nostalgia anticipada las cuatro galerías de los portales de la plaza mayor (¿cuándo la volveríamos a ver?, ¿la volveremos a ver?). Ingresamos al pequeño espacio de un encantador café ubicado en el Portal Unión. Fue, creo, una de las experiencias que más disfrutamos (eso que llaman la eternidad de los momentos). La buena atención, el café magnífico que tomamos, las galletas y kekes de choclo fueron invitación para abandonarnos a una conversación salpicada de risas que hicieron impagable esa vivencia.
Ha pasado ya casi un año de este último viaje y esa noche de despedida de la Ciudad de las Iglesias la seguimos recordando con especial cariño: el café del portal, la breve caminata por la Plaza Mayor que culminó en una de sus bancas donde disfrutamos nuevamente, a punto ya de partir, de la alegría de su gente, de su cielo nocturno estrellado, de la belleza pétrea de sus portales, de los campanarios de la catedral alzados cual brazos ansiosos de atrapar algo de esa noche andina inolvidable.
Sé
que estas líneas son un pálido reflejo de las
experiencias vividas en estos
dos viajes cargados de emociones: la
palabra, muchas veces, es
insuficiente para expresar
aquellas intensidades que nos
marcan, pero aún así, con terquedad dejo este rastro: un puñado de
palabras sencillas para agradecer todo lo que Ayacucho nos brindó con el corazón abierto y generoso.
Continuará…
Morada
de Barranco, 30 de julio de 2020.
Le agradezco mucho sus entradas, me transmiten bellas emociones y me muestran un mundo, el suyo, no por lejano menos atractivo.
ResponderEliminarUn abrazo. Gracias!
A usted. Gracias por leerme, por valorar y comentar lo que humildemente escribo. Le envío un abrazo desde mi morada de Barranco.
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