jueves, 31 de agosto de 2017

LIBROS VAN, LIBROS VIENEN





                                                             Retirado en la paz de estos desiertos…
                                                                               Francisco de Quevedo






   Transcurren los días del invierno limeño. El frío de este año, pareciera, más agresivo que otras temporadas, pero nada comparable a los inviernos salvajes de otras regiones del país o de otros lugares del mundo con temperaturas bajo cero. Vivimos un frío invierno, sí, pero soportable y que dispone al “encierro”, al íntimo encierro en casa, digamos, abandonado (cuando no se trabaja) a la lectura de un libro (por estos días disfruto de la lectura de Los Aprendices de Carlos Eduardo Zavaleta), a la visión de alguna película entrañable y retornable (por ejemplo, algún film de Buñuel, de Hitchcock o de Ford) o con Rita y con Kathia conversar y reír hasta más no poder frente a unas humeantes tazas de café, que siempre son grata compañía (me refiero al café).  






   Mencioné hace un rato que una de las cosas que más disfruto en estas temporadas de frío es la lectura. Efectivamente. Siento que nada hay como levantarse un fin de semana, 4:30 o 5:00 de la mañana, cuando todos o casi todos todavía navegan en el sueño, así rodeado de un silencio impecable llegar a la mesa que siempre me espera, prepararlo todo: el libro o los libros y disponerme a escuchar con los ojos…, obviamente parafraseo un verso del maese Francisco de Quevedo, ese verso de un magistral soneto que cada que puedo releo y me identifico con él. Aquí va esta joya barroca de la poesía castellana:







Retirado en la paz de estos desiertos,
Con pocos, pero doctos libros juntos,
Vivo en conversación con los difuntos,
Y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
O enmiendan, o fecundan mis asuntos;
Y en músicos callados contrapuntos
Al sueño de la vida hablan despiertos.

Las Grandes Almas que la Muerte ausenta,
De injurias de los años vengadora,
Libra, ¡oh gran Don Josef!, docta la Imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
Pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
Que en la lección y estudios nos mejora.







   Líneas arriba mencioné el título de una novela, obra de un escritor peruano ya fallecido, realmente poco conocido y muy, pero muy poco leído, alguien, digo yo, por descubrir. He leído dos libros suyos y me parece realmente brillante, un maestro de la narrativa. ¿Es que alguien podría negarle calidad y maestría a una novela corta (por mencionar a una de sus obras) como Los Ingar (1955) de Carlos Eduardo Zavaleta? Ese solo libro es consagratorio para cualquiera, pero ya casi nadie lee esa maravillosa novela ubicada en la sierra de Ancash.






   Pero Zavaleta escribió más, más y mejor; es decir, se superó y nos dejó libros como el que voy leyendo, mucho más ambicioso y complejo que Los Ingar, me refiero a Los Aprendices (1974), novela que aborda múltiples aspectos individuales, sociales, políticos… en un afán de “abarcar una multiplicidad inabarcable”, ese rostro plural de un Perú que le cuesta integrarse. Debo agregar que este libro fue un obsequio de mi amigo, el joven escritor Esteban Vega quien tuvo una proverbial salida hacia la calle Quilca, donde con un solo golpe de ojo halló el libro que andaba yo buscando hace un buen tiempo, a pesar de haberlo tenido en el pasado y haber cometido el disparate de venderlo sin haberlo leído, lo que luego se traduciría en autorreproches y lamentos que son parte de anécdotas ajenas a esta entrada. Me espera aún la lectura de una novela de Zavaleta que muchos aseguran que es su mejor obra: Pálido, pero sereno, novela de 1997.







   No es lo único que voy leyendo. Son muchos los libros que desfilan por mis manos y mis ojos en estos días, sobre todo los de poesía: son días de descubrimientos y de redescubrimientos, de asombros y confirmaciones: libros como este clásico indudable de la poesía peruana Un par de vueltas por la realidad del maestro Juan Ramírez Ruiz reeditado por primera vez y que me aleja de las fotocopias envejecidas de tanto leerlas. Otro desenlace es un libro de quien me parece es una de las mejores poetas peruanas de los últimos treinta años, me refiero a Magdalena Chocano, que en la lejanía y casi en silencio ha ido publicando su magnífica obra poética. Hay un poeta cuyo trabajo con el lenguaje me deja gratamente sorprendido, Rafael Espinosa, su último libro El vaquero sin agua en la cantimplora es de los mejores que voy leyendo por estos días, creo que lo he releído como tres veces ya y lo sigo acechando con suma curiosidad y asombro.






   Libros van, libros vienen. Así transcurren los días de este invierno que de a pocos se va acercando a su fin. La colina interior, por ejemplo, de mi amigo el poeta Antonio Sarmiento, reciente ganador del Copé de Poesía 2015, llegó a mis manos y lo releo y constato sus versos producto de una labor cuidadosa, de orfebre. Y los libros siguen llegando: Manicomio de Maurizio Medo, El sendero del irivenir de Paul Forsyth Tessey, en fin, como decía, libros van, libros vienen… Y yo aquí, complacido, disfrutando del invierno entre libros y libros. Más no se puede pedir.








   Continuará…








                                         Morada de Barranco, 31 de agosto de 2017.







sábado, 26 de agosto de 2017

LA PARTIDA DE ARTURO CORCUERA





                                                                           Un día partiré lejos…
                                                                               Arturo Corcuera






   Esta entrada iba a tratar de otro asunto: continuar con los mitos sobre el origen de los signos zodiacales (como en la entrada anterior) o contar la reciente experiencia de mi viaje a Jauja, la primera capital del Perú. Lamentablemente ni uno ni otro podrá ser hasta la siguiente oportunidad. Se me impone otro tema, uno muy triste, por cierto: la muerte del querido poeta Arturo Corcuera.






   Lo conocí a inicios de la década del 90 y lo frecuenté, sí, pero no como hubiera querido: el trabajo, el agotamiento, las típicas complicaciones de una vida en medio de la urbe, en fin, esas cosas que muchas veces establecen distancias, prolongan lejanías de las que después nos arrepentimos.






   Partió Arturo hace unos días y la sorpresa y la tristeza aún no me abandonan, no sabía nada sobre su mal hasta que me enteré de su fallecimiento. Le debía y le debo mucho, pero tuve la oportunidad de agradecérselo la última vez que lo vi en su casa cuando le caí de sorpresa: fue este gran poeta el primero en publicarme un par de poemas míos en su revista Transparencia, una experiencia que jamás olvidaré, porque ¿quién puede olvidar esa emoción de verse publicado por vez primera? No hay forma.






   Su don de gentes, su generosidad, su palabra amiga, memoriosa, cargada de sabiduría y buen gusto son inolvidables, se extrañarán, es más, ya se extrañan. Recuerdo que varias veces me recibió, hace años, en sus oficinas del Peruano-soviético (después Peruano-ruso) y en el FCE de la calle Berlín, en Miraflores. También tuve la suerte de visitarlo un par de veces en su bella casa de Santa Inés. Siempre de buen talante, con su voz afectuosa que abría territorios propicios para la conversación amena y cargada de muchas anécdotas que hasta el día de hoy recuerdo y celebro (su carro "Platero", su visita a Ancón con el genial Alberto Hidalgo, en fin.)






   Pero ¿cómo fue que lo conocí? ¿Cómo llegué a él, siendo yo muy apartado y tímido? Ocurrió hace ya un cuarto de siglo, para recordar este hecho, voy a transcribir lo que publiqué en esta bitácora hace unos tres años sobre este encuentro: "Cuando me presentaron a Arturo Corcuera, estaba él sentado sumido en un silencio que llamaba mi atención, que llama hasta ahora mi atención. Sus ojos eran sí más expresivos, escrutadores y su característica melena gris que me hacía recordar al gran Alberti. Ahí fue que vi por primera vez una típica pose en él: el dedo índice estirado sobre su mejilla, el pulgar debajo de la mandíbula y los otros tres dedos agazapados sobre sus delgados labios. La imagen perfecta de la serenidad.






   Entonces trabajaba el poeta en la desaparecida Asociación Cultural Peruano-Soviética cuyo local se ubicaba en una esquina de la avenida Salaverry. ¿Por qué es que llegué allí? Pues me habían programado para un recital de poesía, de la joven poesía peruana que entonces dio en llamarse Generación del 90. Era ya noche, lo recuerdo, la gente entraba y salía del local y eso acentuaba mi nerviosismo. Solo atiné a estrecharle la mano y no recuerdo si dije algo, lo más probable es que me quedara callado. Unos días después, junto a unos amigos, lo visité en el mismo local y, en su oficina, por fin pude hablar algo y sobre todo escucharlo, porque Arturo Corcuera puede parecer un hombre callado y sumido en sus pensamientos, pero tenía mucho que contar. Esa tarde salí contento luego de la charla porque había logrado que el poeta Corcuera se comprometiera a entregarme, en una visita próxima, un poema suyo, cuya temática era motivo de arduas pesquisas.” Así fue ese primer encuentro con el poeta consagrado de quien ya había leído algunos de sus libros, por ejemplo, Noé delirante (tengo claro el recuerdo que por esos días él acababa de publicar Prosa de juglar, bello título).






   Después lo vi esporádicamente, incluso en alguna oportunidad fue jurado de un concurso en el que obtuve algún galardón, a raíz de la presentación del libro ganador, lo vi después de mucho tiempo. Poco, muy poco. La última vez que lo vi fue en setiembre de 2015. Para entonces, estaba con mi familia en una casa de Chaclacayo pasando un fin de semana de descanso. Salí temprano de la casa, abordé un carro que me llevara hasta Santa Inés. Quería ver al poeta y entregarle mi reciente publicación. Unas líneas que escribí hace casi dos años recuerdan mejor ese momento: “Por cierto, mi visita de hace una semana, fue a la aventura, ubicar la casa del poeta no me hubiera sido fácil, pues su imagen ya casi se me había borrado (veintidós años no pasan en vano). Pero curiosamente fue más sencillo encontrarla en ese vergel, sus paredes blancas, su puerta y ventanas azules (poéticamente azules) y un azulejo (nuevamente el azul) al lado derecho de la puerta, azulejo donde se encuentra una frase que hace imposible confundir la casa del entrañable Arturo Corcuera: “Aquí vive un poeta”. Fantástico.





  Apenas toqué la puerta, una señora muy gentil me atendió e inmediatamente le pasó la voz al poeta. Al rato apareció el querido Arturo, frente a mí con su mirada escrutadora y su ya legendaria melena (ahora canosa). Luego de más de veinte años, es normal que olvidemos muchas cosas, incluso a las personas. Noté que trataba de ubicarme en los espacios de sus recuerdos, pero no lo lograba. Le hice recordar quién era, inmediatamente me abrió la puerta de su hermosa morada, ese museo donde el poeta vive alejado del mundanal ruido. Tomamos asiento rodeado de libros (llamó mi atención un libro grande y abierto sobre un atril con una dedicatoria del poeta brasileño Ledo Ivo), esculturas, cuadros e iniciamos una breve conversación.






  Lo primero que le dije fue que el motivo de mi visita era porque quería obsequiarle un ejemplar de mi reciente libro: Donde mi calle acaba. Tuve la oportunidad de expresarle que siempre le estaría agradecido porque cuando era (tomo prestada la frase de García Márquez) "un joven feliz e indocumentado", él no solo me abrió las puertas de su casa y de su trabajo (el Centro Cultural Peruano Ruso) donde conversamos algunas veces, sino que me abrió las puertas de una revista que entonces él dirigía: Transparencia, y fue allí, en esa hermosa revista donde por primera vez yo publicaría algunos de mis poemas (¿es que eso se puede olvidar?).






   Mi visita fue corta, cortísima, apenas quince o veinte minutos. Alabó la edición de mi libro y también el texto (¿poética?) que escribí y está en la contraportada. Me contó que se estaba recuperando pues, debido al exceso de trabajo, se había desmayado, hablamos rápidamente sobre amigos comunes, sobre su empeño en querer sacar una revista cuyo nombre sería El tordo de Santa Inés, y cuando le pregunté el porqué del nombre, me contó, como lo hiciera en el ya lejano domingo de 1993  con tantas otras historias, que hubo un tiempo que un atrevido tordo se hizo su amigo, que todas las mañanas buscaba al poeta, que con su pico golpeaba el vidrio de la ventana de su dormitorio para despertarlo, que lo acompañaba al baño cuando él se afeitaba, que se metía a su despacho y se paraba sobre su computadora… En fin, se había tejido una amistad entre el poeta y el pequeño pájaro, ninguna diferencia, como se podrá ver: ambos cantan. Hasta que... un gato mató al tordo y en homenaje a ese amigo perdido, el poeta quiere sacar esa revista.






  La historia del tordo amigo no queda ahí, algo que me dijo y que me sorprendió fue que Arturo había podido recuperar parte del plumaje del animalito muerto y le había hecho un nicho en una pared de su jardín interior. Entonces me llevó a ver la “tumba” del tordo. Entrando a su jardín interior (un trozo de paraíso, debo decir), en la pared izquierda, ahí está el nicho conmovedor sin lápida pero con un vidrio que deja ver sus negras plumas, es el homenaje de un poeta sensible al viejo amigo, esa avecilla cuyo canto tanto me entusiasma.”






   Conversamos algo más y partí al rato, luego de abrazar a Arturo, no pensé que sería la última vez que lo vería. Cuando salí de su casa, tenía la esperanza de verlo al siguiente año (o antes, porque me invitó a una presentación suya en el centro de Lima), pues tenía pensado volver con mi familia a Chaclacayo, y lo hice, pero no pude visitarlo. Hoy lo lamento mucho.






   Siempre he pensado que el mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor, a un poeta, es leer su obra. Y con Arturo cada que puedo siempre lo hago: la delicadeza de sus versos, su fina ironía, la musicalidad (o como alguna vez le escuché decir, "la oreja") siempre presente en su poesía es una invitación permanente al disfrute. 







   Tengo siempre a la mano su Noé delirante, monumento de libro donde siempre se encuentran sorpresas, joyas de la poesía, algunas de ellas pequeñas, diminutas, casi chispas, como se puede comprobar en estos tres poemas que son un ejemplo de concentración poética, cosa bastante difícil en su aparente sencillez:




EL POETA, LA ROSA Y EL MAR

Tiré una rosa
en el fondo del mar
y provoqué un incendio
bajo el agua.





JUEGO DE LUCES


1

¿Al darse sus zambullidas
bajo el agua las luciérnagas
continúan encendidas?


2

La luciérnaga asesina
amenaza con lanzarse
en un tanque de bencina.





EL HEREJE

Nadie podrá convencerme
que el tren
no es larva de mariposa
que el avión no tiene plumas
que el mar no bebe cerveza
que la luz no es una flor




   Leo y releo la poesía de este gran poeta peruano, pero el poema que más disfruto de él, al que siempre vuelvo es uno que dedicó a uno de sus héroes de infancia: Tarzán. Como alguna vez me comentó: "Mi mejor poema":




TARZÁN Y EL PARAÍSO PERDIDO




¡Aaauaúaaa... ¡Aaauaúaaa...!

Tarzán (Johnny Weismuller) es internado en un manicomio por creerse Tarzán.
Su grito, que asusta a médicos y enfermeras, no es el clarín con el que hacía su
victoriosa aparición en la pantalla. El grito a Tarzán no le pertenece. Fue un collage
de sonidos confeccionando y patentado por la Warner Brothers: decantaron en el
laboratorio los gruñidos de un cerdo y las notas de un tenor.

Tarzán en el sanatorio para artistas (retirados) de Hollywood,
abatido y vencido por la camisa de fuerza
(él que encarnó la fuerza sin necesidad de camisa).
Hoy casi a oscuras y ayer mimado por los reflectores.
Tarzán víctima de una dolencia cardíaca
se toca el corazón y piensa en Jane.
Desamparado llama en su desesperación a Chita
(entre sombras ve y besa a Chita como si fuera su madre.
Chita se limpia la boca, hace morisquetas

Y dando volatines desaparece)
Llama a Chita
para que lleve un recado pidiéndole ayuda a Jane.
Pero Chita no podrá acudir. Chita no existió en la vida real.
(Era 8 monas chimpancé. 8 monas que parieron su estampa cinematográfica).
Y Jane,
la bella silvestre de los níveos brazos,
ya no lucirá más su silueta junto a Tarzán,
porque Jane ya no filma. Hace mucho tiempo
que se le venció el contrato con la Warner: las piernas
de Jane ya no están todo lo tersas que uno quisiera
para hacerlas figurar en el reparto.

(Ah, Jane, paraíso perdido, divino tesoro,
ya te vas (para no volver)
cuando quiero llorar
pienso en ti, mi dulce Jane.
Cuánto hubiera dado por tenerte en mis brazos,
por confesarte mi amor: Yo querer mucho a Jane.
Silencio insensato que guardé por culpa de mi testaruda timidez.
Por culpa de los barritos de mi precoz adolescencia.
Ah, Jane, yo no adoro tus senos besados por las lianas.
Tus senos asediados al centímetro por flechas y lanzas.
Ya no adoro tu rostro
que el tiempo implacable ha ido modelando a su capricho.
Tu rostro que acaricié con ternura (a escondidas del público) en todas las carteleras.
Que no me digan nunca que te quitaste el maquillaje.
Que no me enseñen nunca tus cabellos de desfalleciente plata.
Para mí tú serás siempre la linda muchacha que yo amé matalascallando,
que yo ayudé a inventar con mis ensueños en los destartalados cines de mi barrio,
                       mi inolvidable Jane)

En su cuarto Tarzán da vueltas como un condenado
y en su rayado papel de loco repara en el espejo del lavabo y quisiera lanzarse.
Tarzán varias veces campeón olímpico de natación.
Amor, juventud y dinero, la veleidosa gloria:
todo ese trampolín se le fue al agua.
Todo se lo devoraron con voracidad las fieras.

Entre paredes pálidas que su insomnio decora de enredaderas
por sentirse libre (al final de la película) se aferra a sus sueños:
se sueña sobre el lomo de sus elefantes y sonríe.
Se sueña venciendo a sus repujados cocodrilos de cartón.
Ve acercarse a sus leones de felpa (pura melena) y Tarzán siente miedo
y tiembla y grita como un desventurado niño de pecho:
¡Aaauaúaaa...! ¡Aaauaúaaa...!

Pobre Tarzán indefenso y desnudo,
decolgado del ecran por inservible,
loco, completamente solo entre los locos,
aullando perdido en su paraíso perdido,
sin Jane, sin chita, sin fuerzas, sin grito,
solo con su soledad y su taparrabos.




   Tremendo poema de este maese de la poesía. Descansa en paz, querido Arturo, aquí queda tu recuerdo entrañable y queda tu obra eternamente.










   Continuará…





                                                Morada de Barranco, 27 de agosto de 2017.