Un día
partiré lejos…
Arturo Corcuera
Esta entrada iba a tratar de otro asunto: continuar
con los mitos sobre el origen de los signos zodiacales (como en la entrada
anterior) o contar la reciente experiencia de mi viaje a Jauja, la primera
capital del Perú. Lamentablemente ni uno ni otro podrá ser hasta la siguiente
oportunidad. Se me impone otro tema, uno muy triste, por cierto: la muerte del querido
poeta Arturo Corcuera.
Lo conocí a inicios de la década del 90 y lo
frecuenté, sí, pero no como hubiera querido: el trabajo, el
agotamiento, las típicas complicaciones de una vida en medio de la urbe, en fin, esas cosas que muchas veces establecen distancias,
prolongan lejanías de las que después nos arrepentimos.
Partió Arturo hace unos días y la sorpresa y
la tristeza aún no me abandonan, no sabía nada sobre su mal hasta que me enteré
de su fallecimiento. Le debía y le debo mucho, pero tuve la oportunidad de agradecérselo
la última vez que lo vi en su casa cuando le caí de sorpresa: fue este gran
poeta el primero en publicarme un par de poemas míos en su revista Transparencia, una experiencia que jamás
olvidaré, porque ¿quién puede olvidar esa emoción de verse publicado por vez
primera? No hay forma.
Su don de gentes, su generosidad, su palabra
amiga, memoriosa, cargada de sabiduría y buen gusto son inolvidables, se
extrañarán, es más, ya se extrañan. Recuerdo que varias veces me recibió, hace años, en sus oficinas
del Peruano-soviético (después Peruano-ruso) y en el FCE de la calle Berlín, en Miraflores.
También tuve la suerte de visitarlo un par de veces en su bella casa de Santa Inés. Siempre
de buen talante, con su voz afectuosa que abría territorios propicios para la
conversación amena y cargada de muchas anécdotas que hasta el día de hoy recuerdo y celebro (su carro "Platero", su visita a Ancón con el genial Alberto Hidalgo, en fin.)
Pero ¿cómo fue que lo conocí? ¿Cómo llegué a él, siendo yo muy apartado y tímido? Ocurrió hace ya un cuarto de siglo, para recordar este hecho, voy a transcribir lo que publiqué en esta bitácora hace unos tres años
sobre este encuentro: "Cuando me presentaron a Arturo
Corcuera, estaba él sentado sumido en un silencio que llamaba mi atención, que
llama hasta ahora mi atención. Sus ojos eran sí más expresivos, escrutadores y
su característica melena gris que me hacía recordar al gran Alberti. Ahí fue
que vi por primera vez una típica pose en él: el dedo índice estirado sobre su
mejilla, el pulgar debajo de la mandíbula y los otros tres dedos agazapados
sobre sus delgados labios. La imagen perfecta de la serenidad.
Entonces trabajaba el poeta en la
desaparecida Asociación Cultural Peruano-Soviética cuyo local se ubicaba en una
esquina de la avenida Salaverry. ¿Por qué es que llegué allí? Pues me habían
programado para un recital de poesía, de la joven poesía peruana que entonces
dio en llamarse Generación del 90. Era ya noche, lo recuerdo, la gente entraba
y salía del local y eso acentuaba mi nerviosismo. Solo atiné a estrecharle la
mano y no recuerdo si dije algo, lo más probable es que me quedara callado.
Unos días después, junto a unos amigos, lo visité en el mismo local y, en su
oficina, por fin pude hablar algo y sobre todo escucharlo, porque Arturo
Corcuera puede parecer un hombre callado y sumido en sus pensamientos, pero
tenía mucho que contar. Esa tarde salí contento luego de la charla porque había
logrado que el poeta Corcuera se comprometiera a entregarme, en una visita
próxima, un poema suyo, cuya temática era motivo de arduas pesquisas.” Así fue ese primer encuentro con el poeta consagrado de quien ya había leído algunos de sus libros, por ejemplo, Noé delirante (tengo claro el recuerdo que por esos días él acababa de publicar Prosa de juglar, bello título).
Después lo vi esporádicamente, incluso en alguna oportunidad fue jurado de un concurso en el que obtuve algún galardón, a raíz de la presentación del libro ganador, lo vi después de mucho tiempo. Poco, muy poco. La última vez que lo vi fue en setiembre de
2015. Para entonces, estaba con mi familia en una casa de Chaclacayo pasando un
fin de semana de descanso. Salí temprano de la casa, abordé un carro que me
llevara hasta Santa Inés. Quería ver al poeta y entregarle mi reciente
publicación. Unas líneas que escribí hace
casi dos años recuerdan mejor ese momento: “Por cierto, mi visita de hace una semana, fue a la aventura,
ubicar la casa del poeta no me hubiera sido fácil, pues su imagen ya casi se me
había borrado (veintidós años no pasan en vano). Pero curiosamente fue más
sencillo encontrarla en ese vergel, sus paredes blancas, su puerta y ventanas
azules (poéticamente azules) y un azulejo (nuevamente el azul) al lado derecho
de la puerta, azulejo donde se encuentra una frase que hace imposible confundir
la casa del entrañable Arturo Corcuera: “Aquí vive un poeta”. Fantástico.
Apenas toqué la puerta, una señora muy gentil
me atendió e inmediatamente le pasó la voz al poeta. Al rato apareció el
querido Arturo, frente a mí con su mirada escrutadora y su ya legendaria melena
(ahora canosa). Luego de más de veinte años, es normal que olvidemos muchas
cosas, incluso a las personas. Noté que trataba de ubicarme en los espacios de
sus recuerdos, pero no lo lograba. Le hice recordar quién era, inmediatamente
me abrió la puerta de su hermosa morada, ese museo donde el poeta vive alejado
del mundanal ruido. Tomamos asiento rodeado de libros (llamó mi atención un
libro grande y abierto sobre un atril con una dedicatoria del poeta brasileño
Ledo Ivo), esculturas, cuadros e iniciamos una breve conversación.
Lo primero que le dije fue que el motivo de
mi visita era porque quería obsequiarle un ejemplar de mi reciente libro: Donde
mi calle acaba. Tuve la oportunidad de expresarle que siempre le estaría
agradecido porque cuando era (tomo prestada la frase de García Márquez)
"un joven feliz e indocumentado", él no solo me abrió las puertas de
su casa y de su trabajo (el Centro Cultural Peruano Ruso) donde conversamos
algunas veces, sino que me abrió las puertas de una revista que entonces él
dirigía: Transparencia, y fue allí, en esa hermosa revista donde por primera
vez yo publicaría algunos de mis poemas (¿es que eso se puede olvidar?).
Mi visita fue corta, cortísima, apenas
quince o veinte minutos. Alabó la edición de mi libro y también el texto
(¿poética?) que escribí y está en la contraportada. Me contó que se estaba
recuperando pues, debido al exceso de trabajo, se había desmayado, hablamos rápidamente
sobre amigos comunes, sobre su empeño en querer sacar una revista cuyo nombre
sería El tordo de Santa Inés, y cuando le pregunté el porqué del nombre, me
contó, como lo hiciera en el ya lejano domingo de 1993 con tantas otras historias, que hubo un
tiempo que un atrevido tordo se hizo su amigo, que todas las mañanas buscaba al
poeta, que con su pico golpeaba el vidrio de la ventana de su dormitorio para
despertarlo, que lo acompañaba al baño cuando él se afeitaba, que se metía a su
despacho y se paraba sobre su computadora… En fin, se había tejido una amistad
entre el poeta y el pequeño pájaro, ninguna diferencia, como se podrá ver:
ambos cantan. Hasta que... un gato mató al tordo y en homenaje a ese amigo
perdido, el poeta quiere sacar esa revista.
La historia del tordo amigo no queda ahí,
algo que me dijo y que me sorprendió fue que Arturo había podido recuperar
parte del plumaje del animalito muerto y le había hecho un nicho en una pared
de su jardín interior. Entonces me llevó a ver la “tumba” del tordo. Entrando a
su jardín interior (un trozo de paraíso, debo decir), en la pared izquierda,
ahí está el nicho conmovedor sin lápida pero con un vidrio que deja ver sus
negras plumas, es el homenaje de un poeta sensible al viejo amigo, esa avecilla
cuyo canto tanto me entusiasma.”
Conversamos algo más y partí al rato, luego
de abrazar a Arturo, no pensé que sería la última vez que lo vería. Cuando salí
de su casa, tenía la esperanza de verlo al siguiente año (o antes, porque me invitó a una presentación suya en el centro de Lima), pues tenía pensado volver
con mi familia a Chaclacayo, y lo hice, pero no pude visitarlo. Hoy lo lamento
mucho.
Siempre he pensado que el mejor homenaje que
se le puede hacer a un escritor, a un poeta, es leer su obra. Y con Arturo cada
que puedo siempre lo hago: la delicadeza de sus versos, su fina ironía, la musicalidad (o como alguna vez le escuché decir, "la oreja") siempre presente en su poesía es una invitación permanente al disfrute.
Tengo siempre a la mano su Noé delirante, monumento de libro donde siempre se encuentran sorpresas, joyas de la poesía, algunas de ellas pequeñas, diminutas, casi chispas, como se puede comprobar en estos tres poemas que son un ejemplo de concentración poética, cosa bastante difícil en su aparente sencillez:
Tengo siempre a la mano su Noé delirante, monumento de libro donde siempre se encuentran sorpresas, joyas de la poesía, algunas de ellas pequeñas, diminutas, casi chispas, como se puede comprobar en estos tres poemas que son un ejemplo de concentración poética, cosa bastante difícil en su aparente sencillez:
EL POETA, LA ROSA Y EL MAR
Tiré una rosa
en el fondo del mar
y provoqué un incendio
bajo el agua.
JUEGO DE LUCES
1
¿Al darse sus zambullidas
bajo el agua las luciérnagas
continúan encendidas?
2
La luciérnaga asesina
amenaza con lanzarse
en un tanque de bencina.
EL
HEREJE
Nadie
podrá convencerme
que
el tren
no
es larva de mariposa
que
el avión no tiene plumas
que
el mar no bebe cerveza
que
la luz no es una flor
Leo y releo la poesía de este gran poeta peruano, pero el poema que más disfruto de él, al que siempre vuelvo es uno que dedicó a uno de sus héroes de infancia: Tarzán. Como alguna vez me comentó: "Mi mejor poema":
TARZÁN
Y EL PARAÍSO PERDIDO
¡Aaauaúaaa...
¡Aaauaúaaa...!
Tarzán
(Johnny Weismuller) es internado en un manicomio por creerse Tarzán.
Su
grito, que asusta a médicos y enfermeras, no es el clarín con el que hacía su
victoriosa
aparición en la pantalla. El grito a Tarzán no le pertenece. Fue un collage
de
sonidos confeccionando y patentado por la Warner Brothers: decantaron en el
laboratorio
los gruñidos de un cerdo y las notas de un tenor.
Tarzán
en el sanatorio para artistas (retirados) de Hollywood,
abatido
y vencido por la camisa de fuerza
(él
que encarnó la fuerza sin necesidad de camisa).
Hoy
casi a oscuras y ayer mimado por los reflectores.
Tarzán
víctima de una dolencia cardíaca
se
toca el corazón y piensa en Jane.
Desamparado
llama en su desesperación a Chita
(entre
sombras ve y besa a Chita como si fuera su madre.
Chita
se limpia la boca, hace morisquetas
Y
dando volatines desaparece)
Llama
a Chita
para
que lleve un recado pidiéndole ayuda a Jane.
Pero
Chita no podrá acudir. Chita no existió en la vida real.
(Era
8 monas chimpancé. 8 monas que parieron su estampa cinematográfica).
Y
Jane,
la
bella silvestre de los níveos brazos,
ya
no lucirá más su silueta junto a Tarzán,
porque
Jane ya no filma. Hace mucho tiempo
que
se le venció el contrato con la Warner: las piernas
de
Jane ya no están todo lo tersas que uno quisiera
para
hacerlas figurar en el reparto.
(Ah,
Jane, paraíso perdido, divino tesoro,
ya
te vas (para no volver)
cuando
quiero llorar
pienso
en ti, mi dulce Jane.
Cuánto
hubiera dado por tenerte en mis brazos,
por
confesarte mi amor: Yo querer mucho a Jane.
Silencio
insensato que guardé por culpa de mi testaruda timidez.
Por
culpa de los barritos de mi precoz adolescencia.
Ah,
Jane, yo no adoro tus senos besados por las lianas.
Tus
senos asediados al centímetro por flechas y lanzas.
Ya
no adoro tu rostro
que
el tiempo implacable ha ido modelando a su capricho.
Tu
rostro que acaricié con ternura (a escondidas del público) en todas las
carteleras.
Que
no me digan nunca que te quitaste el maquillaje.
Que
no me enseñen nunca tus cabellos de desfalleciente plata.
Para
mí tú serás siempre la linda muchacha que yo amé matalascallando,
que
yo ayudé a inventar con mis ensueños en los destartalados cines de mi barrio,
mi inolvidable Jane)
En
su cuarto Tarzán da vueltas como un condenado
y en
su rayado papel de loco repara en el espejo del lavabo y quisiera lanzarse.
Tarzán
varias veces campeón olímpico de natación.
Amor,
juventud y dinero, la veleidosa gloria:
todo
ese trampolín se le fue al agua.
Todo
se lo devoraron con voracidad las fieras.
Entre
paredes pálidas que su insomnio decora de enredaderas
por
sentirse libre (al final de la película) se aferra a sus sueños:
se
sueña sobre el lomo de sus elefantes y sonríe.
Se
sueña venciendo a sus repujados cocodrilos de cartón.
Ve
acercarse a sus leones de felpa (pura melena) y Tarzán siente miedo
y
tiembla y grita como un desventurado niño de pecho:
¡Aaauaúaaa...!
¡Aaauaúaaa...!
Pobre
Tarzán indefenso y desnudo,
decolgado
del ecran por inservible,
loco,
completamente solo entre los locos,
aullando
perdido en su paraíso perdido,
sin
Jane, sin chita, sin fuerzas, sin grito,
solo
con su soledad y su taparrabos.
Tremendo poema de este maese de la poesía. Descansa en paz, querido Arturo, aquí queda tu recuerdo entrañable y queda tu obra eternamente.
Continuará…
Morada de
Barranco, 27 de agosto de 2017.
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