viernes, 5 de agosto de 2022

ESTOS PRIMEROS DÍAS DE AGOSTO

 


                                                                      De noche, en la sala ceñida de brumas…

                                                                                             José María Eguren




   Por estos días de agosto, el invierno está en su apogeo, me parece que es el más frío de los últimos años. Frío y humedad, esta última en porcentajes asombrosos, superiores al 90%, muchas veces. Para alguien que vive prácticamente al lado del mar, apenas a tres cuadras, esto último no puede pasar desapercibido, no hay forma: uno se abriga convenientemente, pero a veces resulta insuficiente: hay momentos en que pareciera que llevamos prendas húmedas, que vivimos sumergidos. Frío invierno (nunca más atinado el epíteto) el que hoy soportamos, sin embargo…, sin embargo…, nada comparable con los inviernos de otras latitudes (pienso en Estados Unidos, Canadá, Rusia...), y sin ir muy lejos, a unas horas de Barranco, de Lima, en los Andes peruanos, que aquí llamamos la sierra, las temperaturas son bajo cero, impensable por estos lares, pero…





   Estoy de vacaciones, me quedan todavía algunos días y espero aprovecharlos al máximo. Para empezar, suelo levantarme temprano, muy temprano, cuando la noche todavía no ha dejado de serlo. El silencio, no solo de casa, es una invitación para la lectura, pero el silencio y este frío invernal es invitación no solo para la lectura, también para beber una oscura y humeante taza de café recién pasado: una buena opción para paliar el frío penetrante que cala hasta los huesos. Como lo comenté en oportunidad anterior, es ya un asunto ritual: sobre la mesa un libro (o libros) y al lado, la taza azul de café oscuro como la noche que de a pocos va dejando de serlo.








   Ya cuando el día está en su plenitud (nueve o diez de la mañana) salgo a caminar, abandono el encierro (no ha pasado todavía el peligro), voy dispuesto a percibir otros horizontes, a descubrir nuevas distancias (no solo hablo de metros más o metros menos). Junto a Rita transito a todo lo largo del malecón. Un aire frío suele golpear nuestros rostros, nos recuerda con nostalgia que agosto, el mes de los vientos, era años atrás el tiempo de las cometas, ya no más. Si antes el cielo de Barranco se hallaba salpicado de las coloridas y alegres cometas, hoy solo es un recuerdo cada vez más lejano. Entre ese recuerdo y otros que afloran, caminamos, continuamos nuestra marcha conversando.










   A nuestra izquierda se abre la inmensidad del mar y sus olas inquietas (su sonido llega a nosotros y tienta sentarse al borde del acantilado, abandonarse a su música sin tiempo). A la derecha, algunas casas antiguas, pocas, viejos ranchos (con sus tradicionales rejas) sobrevivientes al paso inevitable del tiempo que todo lo deteriora, que todo lo cambia. Me pregunto, luego de estas caminatas, ¿es que acaso deberé repetir resignado estos versos de José Emilio Pacheco?: "La ciudad en estos años cambió tanto / que ya no es mi ciudad...?" Me resisto, pero me impacta la cantidad de edificios, descomunales estructuras cuya presencia no solo ha alterado el perfil arquitectónico de un balneario de aires pueblerinos, intenta desaparecer, destruir nuestros recuerdos. 







   La destrucción de la que somos testigos nos crea desasosiego, nos rebela, pero también nos llena de impotencia: desaparece una casona, un rancho, al poco tiempo un enorme edificio con departamentos minúsculos, ratoneras en realidad, surge victorioso y así Barranco cada vez más es menos Barranco y encima se va sobrepoblando, lo que a la larga traerá otros acuciantes problemas sin haber solucionado otros que vienen desde más atrás. En resunidas cuentas: algo único es desechado y toma su lugar algo que se puede ver en cualquier lugar.
















   Vivimos tiempos en los que pareciera quererse uniformizar todo, en este afán, el encanto de Barranco se va extinguiendo, cada vez más se parece a otros lugares, día a día va perdiendo su identidad y eso, para los que siempre vivimos en este pequeño territorio, es una tragedia pareciera inevitable y de la que después nos vamos a arrepentir, como ya ha ocurrido antes con la destrucción de Lima, de Miraflores y otros lugares. No aprendemos o, simplemente, no queremos aprender porque priman otros intereses. Día a día nos están arrebatando trozos de memoria, de historia.













   Caminar por Barranco en estos días acrecienta nuestras preocupaciones (quizás algunas de esas viejas casonas las estemos viendo por última vez), pero también es saludable, nos alimenta: volver al pasado reafirma, confirma nuestra identificación con este pequeño territorio. Regresamos a espacios de nuestra infancia y adolescencia que todavía se conservan (en algunos casos algo o bastante modificados): el Parque Berckemeyer (el famoso Malecón de los Ingleses), el Malecón Souza, el Parque Castilla con esa hermosa casona de estilo Tudor (donde antes funcionó el colegio Macarena), el Malecón Paul Harris con sus enormes y bellos jardines (entre los que encontramos árboles con formas caprichosas), las calles aledañas, algunas en subida como la calle Colina o Pedro Martinto, algunas otras angostas, silenciosas, a pesar de la agradable discusión de los pájaros en los árboles, como el Jirón y el Pasaje Tacna, ambos partidos por el Paseo Saenz Peña, por solo mencionar algunos lugares entrañables...


























   Y así van corriendo los primeros días de este agosto frío y húmedo entre varias lecturas y tazas de café, entre largas y animadas caminatas acompañadas de conversaciones y ya en casa, la escritura ardua y afanosa de dos novelas, sobre todo de una ambientada en la Lima de los años 20 (época de explosión vanguardista) y de la que apenas me falta escribir un par de capítulos, a menos que en el camino se me presenten sorpresas y deba escribir algo más. Como se suele decir: "Solo el tiempo lo dirá". Mientras tanto... así vamos...











   Continuará…


  


                                                       Morada de Barranco, 5 de agosto de 2022.