sábado, 28 de noviembre de 2020

HISTORIAS DE TSURUS

 

                               


                                                                                    A cierta distancia / miro la grulla.

                                                                                      Yosa Buson



   Corría el año 2004, desde febrero trabajaba como corrector de estilo en la editorial Bruño. Eran tiempos duros para mí: muchas horas fuera de casa en un lugar muy alejado. Salía a las 6:30 de la mañana y regresaba agotado ya en la noche, más allá de las 8:00 p. m. La imágenes de Rita y de mi entonces pequeña hija acudían a mí constantemente, nunca había estado tan lejos de ellas, nunca me sentí más alejado que entonces. Recuerdo que daban las 7:00 p. m. y salía, literalmente, disparado, quería llegar a casa, abrazar a mi esposa, a mi hija, eran muchas horas lejos de ellas.




   Pero si un recuerdo grato guardo de Bruño es el de haber hecho muchos amigos, sobre todo entre el personal de cómputo, los digitadores, gente joven, entusiasta, alegre, laboriosa. Compartí con ellos muchos momentos fantásticos de conversación y de risas, de proyectos que lamentablemente quedaron como tales, hoy lo recuerdo, los recuerdo a cada uno.





   Era el mes de julio, aproximadamente, había entrado a la “congeladora”, así le llamábamos al espacio amplio y refrigerado para evitar el calentamiento de las muchísimas computadoras que ahí habían. Entré para verificar algunas correcciones en pantalla junto a Carla. De pronto, mis ojos se posaron en una pequeña figura de papel plegado, de un anaranjado intenso que contrastaba con la computadora blanca donde reposaba.





   “Es un tsuru”, me dijo Carla al ver la atención con que lo miraba. “¿Un tsuru?”, pregunté sumido en la más absoluta ignorancia. “Sí, o sea, una grulla, dicho en japonés”. Yo sabía que ella tenía raíces japonesas, incluso alguna vez me prestó un libro con bellas leyendas del Japón que le agradecí mucho y no he olvidado el impacto que causó en mí y en Rita esos relatos. “¿Lo hiciste tú o es un obsequio?”, pregunté sin quitar los ojos al tsuru. “Me gusta hacerlos, el origami es un pasatiempo que me relaja”. Lo tomó con cuidado y me lo alcanzó. Deslicé mis dedos suavemente sobre la grulla y disfruté de su delicadeza, de la precisión de sus pliegues...





   Recuerdo que me dijo que en el Japón se solían regalar tsurus en muestra de amistad y de buenos deseos. Me encantó. Un día después, sorpresivamente Carla se acercó a mi escritorio y puso en mi mano un pequeño tsuru de papel blanco. Agradecí el detalle, el bello gesto que tampoco he olvidado. Debo decir que conservo hasta el día de hoy ese tsuru: se encuentra en un lugar especial de mi biblioteca, los años han dejado su huella en el papel, pero siento que los buenos deseos de Carla están todavía allí, me acompañan. ¿Qué será de ella? No la volví a ver, nunca más supe de ella, espero que ahí donde esté le vaya bien.




   Pero no es el único tsuru que me acompaña, unos años después, doce o trece años, una alumna que por coincidencia se llama Carla, me obsequió un par de tsurus: más grandes, por cierto: uno anaranjado (como el tsuru de la Carla de Bruño) y otro rosado. Ellos están también en mi biblioteca. Recuerdo que cuando me entregó el primero de ellos me dijo que completara la serie con 999 tsurus más para que se me cumpliera un deseo. Así fue que me enteré del Senbazuru, así se le llama a una antigua leyenda del Japón que dice que si uno hace mil tsurus de papel, es decir, grullas de origami, se le cumplirá un deseo. Ardua labor, soy sincero, que no sé si algún día emprenderé. Por lo pronto lo veo difícil, pero...








   La grulla es un ave sagrada en el Japón, pero ¿por qué se le da las atribuciones que posee? Una página titulada todosignificados.com lo cuenta de inmejorable manera: Según las leyendas japonesas, un tsuru puede vivir hasta mil años. Por esta razón, el ave está asociada con la longevidad. Y la longevidad en el sentido de una estancia prolongada en un mundo tan complicado es un signo de salud, razón por la cual se suele hacer otra asociación con el tsuru.

   La longevidad y la salud son requisitos indispensables para una vida de felicidad, el tsuru es el ave de la felicidad, de la buena suerte, de la fortuna. También es considerado un pájaro de paz, y esto tiene al menos dos explicaciones, y una no necesariamente excluye a la otra.

   La primera versión acerca de que el tsuru es el ave de la paz vino de la pura observación del ave. Esta observación no se limitó a una persona, sino que se debió al elevado número de personas que señalaron la misma sensación al mirar al ave, lo que influyó en la llegada de esta conclusión. Que mirar al tsuru trae una sensación de paz, relajación, calma.

   La segunda versión, por otra parte, se basa en la documentación histórica, una historia real que ha sensibilizado a la opinión pública mundial. Nos referimos a Sadako (historia que compartiremos al final).

   Como pájaro longevo, la leyenda del tsuru en Japón todavía cuenta que estos pájaros harían compañía a los ermitaños buscando un lugar remoto y aislado, lejos de la humanidad por unas pocas horas, días, meses o años para dedicarse a un profundo período de meditación. Se cree que el tsuru tiene capacidad, poderes sobrenaturales que evitan el envejecimiento, lo que sería una explicación del porqué los viejos sabios ermitaños vivan tanto tiempo y una de las razones para refugiarse en tales lugares.

   Otro aspecto de la leyenda del tsuru tiene que ver con el deseo y las matemáticas. La leyenda dice que si mil tsurus están doblados y enfocados, la atención se centra en cada tsurus doblado a la milésima para cumplir un deseo, se realizará.

   Inicialmente, el tsuru fue utilizado, reproducido, solo con fines decorativos, ya que es natural querer decorar la casa con símbolos sociales populares, conocidos por gastar buena energía, estar asociados a la buena fortuna, la salud, la suerte, la felicidad, es todo lo que queremos y queremos dar y recibir de nuestros amigos, vecinos y familiares. Especialmente en ocasiones de celebración.

   Es por eso que el tsuru es muy popular en las fiestas de fin de año, bodas y cumpleaños en Japón. Posteriormente, al representar tantos aspectos positivos en la vida de las personas, comenzó a ser utilizado en el ámbito religioso, para ser asociado a las oraciones y a las peticiones de protección.”





   Un tiempo después me enteré de la bella y triste historia de Sadako, un conmovedor hecho de la vida real relacionado con los tsurus, estos bellos seres delicados de papel. Pero quiero compartir esta historia a través de la palabra de Álex Pler quien en 2013 publicó en el blog llamado Haiku (como esos breves poemas japoneses cargados de iluminación) estas palabras sobre la inolvidable Sadako:


«Si doblas mil grullas de papel, los dioses te concederán un deseo.»

   Solo era una vieja leyenda. Pero su amiga Chizuko se la contó con tanta convicción mientras le arreglaba la almohada, que Sadako acabó por sonreír.

   «Aquí tienes tu primera grulla», le dijo Chizuko antes de irse. Depositó una figura de origami entre las manos de su amiga. Sadako pestañeó. Era un pájaro dorado. Se marcaban los pliegues torpes en el papel de regalo, las alas estaban torcidas y la cabeza apenas erguida. «Gracias», dijo Sadako. «Es la grulla más bonita del mundo».

   Aquella noche, moviéndose en silencio para no despertar al niño que compartía habitación con ella, Sadako se levantó de la cama. Sobre la mesita de noche, había un el bote de medicamentos y usó su etiqueta para doblar una grulla de papel. Tomó la de su amiga como modelo. No le costó descifrar cada paso que debía dar. Satisfecha con el resultado, pensó que solo le quedaban 999 grullas por doblar.

   Siguió doblando a lo largo de la noche, cada grulla un poco más fácil que la anterior. Por la mañana, le enseñó todas las que había hecho, una docena, a su compañero de habitación. «Quiero volver a correr», dijo Sadako, «y los dioses me concederán ese deseo. ¿Por qué no te animas a doblar grullas conmigo? Seguro que tú también quieres curarte».

   El niño negó con la cabeza. Un movimiento apenas perceptible, pero después de varios meses juntos, Sadako ya se había acostumbrado a los gestos débiles de aquel niño de ojos grandes. «Sé que moriré esta noche», dijo él. Y así fue. Los médicos se lo llevaron de madrugada. Para no ver la cama vacía, Sadako se quedó mirando a través de la ventana. Al empezar un nuevo día, los rayos de sol fueron iluminando las ruinas de su ciudad.

   ¿Cuántos niños enfermos debía de haber en toda Hiroshima? ¿Y en todo el mundo? Sadako decidió ampliar su deseo: doblaría mil grullas por la paz y por la curación de todas las víctimas del mundo. No quería que ningún niño dejara de correr, como le había pasado a ella. Les pidió a las enfermeras que le trajeran papeles de colores y dedicó las semanas siguientes a doblar una grulla tras otra sin moverse de la cama de hospital.

   El 25 de octubre de 1955, una enfermera entró en la habitación. Traía un zumo de naranja para Sadako, como cada mañana. Pero al ir a despertar a la niña, comprobó que esta había fallecido. Otra víctima de leucemia. O, como la llamaban entonces en Japón, «enfermedad de la bomba A», pues la causaba la radiación de las bombas atómicas que cayeron diez años antes sobre Hiroshima y Nagasaki.

   Sadako había tenido energías suficientes para doblar 644 grullas. Llenaban de colores toda la habitación: un arcoiris de pájaros en la mesita, en el lavamanos, en el alféizar, en el armario abierto. Sus compañeros de colegio doblaron las 356 grullas restantes para cumplir el deseo de su amiga.

«Si doblas mil grullas de papel, los dioses te concederán un deseo.»





   Continuará…




                                      Morada de Barranco, 28 de noviembre de 2020.