Tu
bondad pintó el canto de los pájaros
y
el mar venía lleno en tus palabras
Carlos
Oquendo de Amat
A
pocas horas de que se acabe el año. Un año que me deja, sobre
todo, una gran tristeza, la partida de mi amado padre, a los 90 años,
el mismo día del cumpleaños de mi madre. Doloroso trance por el que
pasamos e intentamos superar. El dolor es enorme, sin fondo. Mi madre, mis hermanos luchamos a diario como él quisiera, como varias veces me lo pidió: "Cuando no esté, sigan luchando y estén siempre unidos". ¿Es que podríamos hacer otra cosa?
Si
una
cosa
quiero
recordar
y agradecerle es
que a
él le
debo el amor por la lectura (no
solo yo, también mi hermana).
Aquellas ya lejanas noches (no
todas, por cierto),
cuando
niños, luego
de la cena, mi padre se lanzaba a contar apasionantes “momentos
estelares” de la historia universal, pasajes bíblicos o
simplemente anécdotas de su vida teñidas algunas de cierta leyenda:
el hombre primitivo, los egipcios, los griegos, Adán y Eva, el
diluvio universal…, en fin, historias que desfilaron
y nos
transportaban a través de su palabra y de nuestra imaginación a
crear la escenografía y a darle rostros a los personajes: avivó
nuestra imaginación y nos hicieron sentir “hambre” de más
aventuras, entonces fuimos
tras ellas, iniciamos nuestra propia aventura: surgieron
así
en nuestras vidas los
periódicos, los chistes (que así se les llamaba a los cómics, a los tebeos, a las historietas) y
los libros.
Y
así ha sido desde entonces: no
hemos parado de leer,
de
comprar libros, una
pasión que nació de ese simple y cotidiano hecho de contar
historias.
Contar
historias. Tarea hermosa que heredé de mi padre. Me explico. Allá por la década de los ochenta (con mayor precisión a fines de esa década e inicios de los noventa), tiempos verdaderamente difíciles, los más terribles de nuestra historia, época de gran violencia (coches bomba, desaparecidos) y
de apagones. En la oscuridad de esas noches sin energía eléctrica y a
la luz de una vela, contaba a mi hermano menor historias fantásticas
o al bajar a la playa los fines de semana, inventaba cuentos diversos
que él disfrutaba mucho. Fueron los primeros pasos en mi labor de contador de historias. Tuvo sus frutos, mi hermano Paco, una vez aprendió a leer, me empezó a pedir libros, el primero de ellos: Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas.
Cuando
empecé mi labor de profesor, descubrí que el contar historias podía
servir como un recurso de motivación y así
captar
la atención de mis alumnos. Cosa complicada para los profesores: lograr que muchos jóvenes te escuchen. Y funcionó. Contaba historias y se quedaban callados y en sus ojos veía que estaban embarcados en completar la construcción de la historia: crear las escenografías, darle rostros a cada uno de los personajes. Desde entonces, cada
que entro a un salón, los alumnos piden en coro, exigen la historia del día.
Son
años de contar y el hacerlo, ahora, se me ha
tornado
labor
cada
vez más complicada:
hallar nuevas historias, esas
que se puedan contar, porque hay algunas que no son apropiadas, se
hace tarea
difícil.
Pero
continuamos, los alumnos no me lo perdonarían si dejara de hacerlo.
Con mis alumnos intento hacer lo que mi padre logró en mí:
convertirme en un impenitente lector.
Me parece que en alguna oportunidad ya lo he contado. Corría el año 2012, entré a un salón, nunca lo voy a olvidar, primero de secundaria, me llamó la atención ver en la pared un papel pegado y entre los muchos escritos, uno que me sorprendió gratamente, no lo voy a negar: era la primera vez que me llamaban contador de historias, pusieron: "Orlando cuenta historias". Me agradó. Ese papel luego lo despegué y me lo llevé y hasta el día de hoy lo conservo como uno de mis más preciados trofeos. Fue la primera vez que me calificaron como contador de historias, después han llegado a mis manos otros papeles con escritos donde me llaman de esa manera que a mí me agrada tanto. Bello galardón.
Otra anécdota inolvidable. Recuerdo que era el año 2014. Estaba en plena faena de contar una historia, cuando de pronto deslizaron por la puerta del salón un papel donde me hacían un pedido: querían que alzara más mi voz porque en el salón vecino también querían escuchar la historia. Debo decir que a ese otro salón no les enseñaba yo, por lo menos no en ese año. ¿Quién fue el autor del pedido? Quedó en el anonimato, pero el papel hasta hoy lo conservo. Son experiencias gratas que tuvieron su punto de inicio en esas ya lejanas noches cuando mi padre nos contaba a mi hermana y a mí esas entrañables historias. Ah, padre amado.
Quiero para terminar esta breve y última entrada del año 2019, incluir un texto que hace unos días escribí rápidamente, pero también muy conmovido. Lo titulé Dos silencios (como esta entrada), he aquí esas líneas:
Viendo
a la distancia, creo que el gran compañero de mi infancia fue mi
padre. Adonde iba, ahí estaba yo. Bien porque quería o bien
obligado. Largas caminatas por calles y por descampados. Entonces
muchos sectores aledaños a Barranco y que pertenecían a Surco no
estaban urbanizados: chacras, granjas, ladrilleras, largos terrales
se volvieron paisaje de mi niñez. Por esos lares transitábamos,
había que buscar la manera de continuar en la lucha, la vida jamás
fue fácil, menos para los que recién empezaban como mis
padres, lejos de los afectos, lejos de la tierra de origen.
A
veces salíamos de esas largas caminatas, lo tengo todo tan claro,
con los zapatos, la ropa y los cabellos completamente blancos, lo que
se dice "el polvo del camino" y no hablo metafóricamente.
Eran tiempos difíciles y los recuerdo ahora con tanta nostalgia, con
tanto afecto: los dos éramos muy silenciosos, más él. Yo hablaba
un poco más, se podría decir, digamos, preguntaba y cuando no, mi
imaginación me conducía a un cerrado silencio y construía
realidades para enfrentar el aburrimiento de una larga caminata
rodeado muchas veces por gruesos muros de adobe y un sol que nos caía
con impiedad.
Lo
pienso y podría afirmar que mi padre hablaba poco porque era más
práctico, yo en mi silencio siempre he sido de más rodeos, siempre
"adornaba" más las cosas, me resistía a que todo fuera de
colores definidos, me gustaban más los matices, veía las cosas de
otra manera, no mejor ni peor, era mi mecanismo de defensa, mi
astucia para sobrevivir.
Esa
forma de ser de ambos nos permitió congeniar, por eso nos llevábamos
bien en esos caminos, largos trechos en absoluto silencio, pero
también motivaba fricciones, reproches que entonces no entendía y
hoy, ya cuando él no está, interpreto: era su forma "práctica"
de protegerme, de ponerme alerta para que la vida no me golpeara; es
decir, me cuidaba, me protegía a su manera. Podía mi padre ser
silencioso, pero me amaba, eso nunca lo dudé. Tantas oportunidades
me dio. Tenía una acentuada capacidad intuitiva para hacer las
cosas, producto no de libros sino de la experiencia, como esa de
contarme historias ingenuas que supongo las "armaba" en el
camino, porque a veces se le ocurría hablar y... hablaba. Escucharlo
en esos momentos era para mí, un religioso asistente dominical del
cine, como ver películas donde me extraviaba complacido bajo su
cálida voz que dibujaba territorios inesperados, bienvenidos.
Precisamente esas historias escuchadas con deleite, con pasión,
provocaron mi acercamiento a los libros, a la lectura. Supongo que mi
padre no lo premeditó, fue su llana y pura intuición conduciéndome
a esos campos donde los horizontes te ofrecen colores inesperados.
Cuánto
tengo que agradecerle a mi padre que partió hace poco, un vacío
desde entonces llevo conmigo. Es cierto, ya no escucho su voz, es un
silencio diferente el que me acompaña, pero en los espacios que
ahora recorro él no está ausente, no podría estarlo…
A la memoria de Isaac Granda Dueñas, mi amado padre.
Continuará…
Morada
de Barranco, 31 de diciembre de 2019.
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