jueves, 23 de diciembre de 2010

UN VIAJE DE APRENDIZAJE

                                                  Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes.
                                                                                           Martín Adán 

I.
   Aún no se desataba la fiebre por los Bee Gees y por Travolta, y ocho mozalbetes dispuestos a abandonar la urbe y aventurarse por la sierra de Lima hicimos un campamento, el primero: Jaime Paniccia, Javier Alvarado, Adriano Varona, “Kike” Torres, “Kike” Vaca Camargo, Gustavo Salinas, “Koki” Albán y yo. Estábamos en 4to “B”. Los preparativos y planes se hicieron a las pocas semanas de iniciadas las clases, un día, a la salida del colegio. Nos quedamos solos en nuestro salón (del tercer piso, frente al salón que fue de nosotros en 1ro) para ver cómo y cuándo viajábamos. Incluso se produjo un incidente gracioso conmigo. Estábamos a punto de iniciar la reunión cuando “Koki” me dice: “Ya, fuera, anda a joder a otra parte”, sucedió que como no nos conocíamos bien, pensó que era de un salón de segundo o tercero. Claro que después me pidió disculpas y simplemente nos reímos.
   El campamento se programó para las vacaciones de medio año. Recuerdo que un grupo tuvo que hablar con mi viejo para que me dé el permiso. Es una lástima, pero no hay fotos, ni grabaciones, nada, sólo el recuerdo de esa salida a Marcahuasi, lugar al que no pudimos llegar porque sólo llegamos a Huinco cansados, molidos.  Llegamos al atardecer, quizás 5 ó 6 de la tarde. El camino pedregoso, polvoriento, lleno de curvas interminables y Huinco que no aparecía. Aún recuerdo las plantas de los pies desolladas, el calor agobiante, la falta de agua, el agotamiento de “Kike” Torres y Javier y el martirio de cargar mi mochila. Llegamos con las cabezas y las ropas blancas por el polvo y prácticamente para dormir a orillas del río y cerca al pueblo. En la noche, alrededor de la fogata, Albán comentaba  sobre las “propiedades” del cactus San Pedro, las alucinaciones de “patas” suyos que luego de tomar San Pedro, alucinaban que estaban en Europa; también recuerdo los cuentos de terror de Javier, antes de intentar dormir (inolvidable ese del huaco felino que en las noches se transformaba y asesinaba a la gente), cuentos que nos pusieron muy nerviosos y que llevaron a que ninguno deseara dormir muy alejado del grupo.   
   En esa noche cerrada que daba miedo y el cielo salpicado de tantas estrellas, una cosa increíble, por más que se quisiera no se podía dormir: el frío nos hizo tiritar toda la noche, mi frazada, por ejemplo, amaneció casi mojada y yo estaba literalmente congelado. A la mañana siguiente, me parece verlo, nos lavábamos en el río. Temprano, en la parte de la sombra, un frío que ingresaba como cuchillo y en la parte donde daba el sol, un calor que caía como plomo derretido.  Al medio día no recuerdo bien si “Koki” o Adriano lavaba el arroz (creo que era arroz) cuando de pronto vimos que el río crecía y se nos venía encima con una furia que era de temer, con las justas si pudimos saltar entre las piedras a ambas orillas. Nosotros estábamos acampados para el lado del cerro, los que saltaron al frente tuvieron que cruzar en cadena por las aguas cargadas del río, el peligro de ser arrastrados era grandísimo, aún me parece escuchar los sonidos de las piedras arrastradas por la furia de las aguas. ¿Qué había sucedido con el río?, que más arriba había una represa y cada cierto tiempo soltaban las aguas y éstas se venían con una fuerza que arrastraba todo. Inolvidables las risas, el susto. Y en las noches el ron para combatir el frío y por el puro gusto de tomarlo, las canciones, las luciérnagas volando cerca de nosotros con sus lucecitas, pero sobre todo, el triunfo de sabernos libres.
   Todavía conservo, sin querer queriendo, un número (uno de los primeros números) de Teleguía (revista de espectáculos ya desaparecida) que llevé al campamento y que distrajo a todos, el mismo ejemplar, rotito, desgastado, testigo de esas experiencias. Una lástima que no haya fotos, como sí las hay del segundo y tercer campamentos adonde ya no fueron ni Paniccia ni Albán. El regreso a casa fue más cómodo: en un camión bien cerrado, pero antes de subir al camión caminamos algo y en el camino, de pronto, de entre las rocas salió una enorme tarántula que uno de nosotros mató de un “piedrón”. En esa ocasión escuchamos, varios, por primera vez una jerga graciosa: Paniccia llamó a una lugareña “ñorsa”, recuerdo las risas por la jerga que sonaba ocurrente. En fin, recuerdos de un campamento cuando éramos, parafraseando a García Márquez, jóvenes e indocumentados (más jóvenes, quise decir).
   De muchos no he vuelto a saber: a Javier (que fue candidato ahora último a la alcaldía de Barranco) lo veo muy de vez en cuando, y eso que vivimos cerca, siempre ocupado, yendo de un lugar a otro; a Paniccia le perdí el rastro desde que salimos del colegio (¿qué fue de él?, alguna vez alguien me dijo que era sacerdote o pastor, no sé);  a los dos “Kikes” los dejé de ver hace tiempo ("Kike" Torres es contador de una empresa, "Kike" Vaca vive actualmente en Estados Unidos); del piurano Adriano no sé absolutamente nada; de Gustavo Salinas sé que es gerente en un importante laboratorio; "Koki" Albán (terrible noticia) está pronto a ser operado del cerebro y espero que salga bien librado.  Son los derroteros de la vida, del tiempo inexorable que nos va trabajando.

II.
   Recuerdo  que en ese primer campamento (el de 1978) los mosquitos hicieron de las suyas con nuestras caras, brazos, piernas y torsos (como en los otros campamentos). Luego de la primera noche, a la mañana siguiente, nos descubrimos un sinfín de puntitos rojos en el cuerpo, sólo puntitos, nada de picazón. Recuerdo que conversamos intrigados con lugareños y nos dijeron que esa zona de Huinco era zona de uta, algunos se quedaron en la “calle” con la palabra uta, pero por coincidencia yo había leído en un viejo chiste, unos meses antes del viaje, una antigua leyenda mochica que contaba la historia de un personaje que fue picado por un mosquito en el labio superior y que le transmitió la uta y después empezó a caérsele la cara a pedazos. Cuando conté esta historia, todos estábamos palteados, porque para nuestra ingenuidad e ignorancia de la época, asumimos que la uta era una especie de lepra que en cualquier momento nos iba a mutilar el cuerpo. Se me dibujan en la memoria algunos rostros preocupados: El rostro de "Kike" Torres, todavía lo veo, asustado, nervioso, palteadazo. También recuerdo que a raíz de la uta nos parábamos jodiendo con esa enfermedad: “Que se te va a caer el rostro, o el brazo o la pierna”, cosas de esa laya, incluso después en el colegio. Yo todavía lo tengo claro, veo a Albán jodiéndome en el colegio, cada que me veía y se acordaba de mi historia, me agarraba del brazo y me decía con cara de asustado como para meterme miedo: “Granda, ¡la uta!, ¡la uta!...”. Un mate de risa. Visto a la distancia, un cague de risa, pero entonces, en Huinco, de verdad estábamos palteados.
   Ya en el colegio todos comentábamos lo de los mosquitos y lo de la uta, y como prueba ahí estaban nuestros brazos y piernas (y rostros) hinchados, porque parece que la picadura recién se “activaba” después de algunos días: y entonces teníamos los brazos y piernas calientes, con fiebre y parecía que nos habían metido debajo de la piel varios ollucos en la extremidades… y una picazón insoportable que nos duró varios días. Algo que también recuerdo, es que hicimos como una suerte de pacto de, a partir del campamento, no llamarnos por los apellidos sino por nuestros nombres, yo todavía recuerdo ese pacto, que hoy puede resultar ingenuo, pero ahora que lo pienso era una muestra, por las experiencias compartidas, de hermanarnos, de poner en práctica la libertad para escapar a la mecánica medio militar de llamarnos por los apellidos, o lo que es peor, la infame costumbre de llamarnos por número de orden, en fin, hoy puede resultar cosas de niños, incluso salir de campamento. Pero como dice mi amigo Ricardo Nervi, hoy hasta los niños de diez años hacen campamento, pero en 1978, era, como lo dice él: “Histórico”, y lo hicimos nosotros, unos mozalbetes que realizaban algunas primeras experiencias fuera de casa y lejos de los padres. Por ejemplo, en la tarde del segundo día de campamento, estábamos echados en el pasto y conversaba yo con “Kike” Vaca, y se me vino la nostalgia de la familia, era la primera vez que me separaba de mis padres y hermanos, la primera vez que dormía fuera de casa, para mí eso era algo nuevo y entonces, de pronto, mirando el cielo, percibí unas nubes impresionantes y empecé a ver en cada nube los rostros de mis viejos, y se lo dije a “Kike” Vaca, él sólo escuchaba, en eso siento que se me empañan los ojos y… pues a disimular, pues cuando tienes 15 ó 16 años te pueden decir cualquier cosa,  menos llorón, así que pasé a otro tema. Hoy, con este 2010 que se termina, puede resultar absurdo y quizá tonto ese hecho, pero… como decían nuestros viejos (¿nos estaremos volviendo “tíos”? o ¿ya somos “tíos”?): “¡Eran otras épocas!”.
   Estoy leyendo un libro y encontré esta cita que refleja un poco la situación de esa salida, de esa aventura adolescente: “… el riesgo de estar solo, lejos del calorcillo adormecedor del hogar, 'obliga a madurar'. Quien no ha sentido la angustia del miedo, difícilmente podrá crecer”, creo que estas líneas lo dicen todo, o casi todo. Con nuestros jóvenes años, sin querer, intuitivamente (si quieren) "empezábamos" la partida futura de nuestros hogares, "iniciábamos" simbólicamente la marcha para formar (con las excepciones del caso) nuevas vidas en un nuevo hogar, el nuestro. ¿Entonces ese campamento fue la metáfora del inicio de nuestra madurez? Pienso que de alguna manera sí. ¿Exagerado? Tal vez, pero en la exageración también hay un ápice de verdad. No se trata de hacer una épica, pero creo que ese campamento dejó marcas (y no lo digo por los mosquitos), por lo menos hay una marca (o marcas) en mi vida: y para empezar, nomás, puedo contar a mi hija o a mi esposa la gran aventura de haber salido de campamento a los 15 años, por tres días, con mis compañeros de salón, los patas de mi adolescencia que caminaron a mi lado (o yo al lado de ellos) a la ventura, sin saber qué nos esperaba a la vuelta de cada curva, en esa larga marcha (me parece ver, ahora que escribo, esa caminata como una película lejana) martirizados por el sol, el cansancio, la sed y el desconocido Huinco aparentemente cada vez más lejos, quizá pensando, en esos momentos, que Huinco no existía, quizá con los deseos de que esa “maldita” caminata terminara o no fuera más que un sueño porque considerábamos que el esfuerzo era demasiado para nuestra edad, esa marcha de horas  fue una pequeña odisea que hoy todos nosotros recordamos y llevamos como una pequeña luz en nuestros corazones, una pequeña odisea en la que cada uno de nosotros era un Odiseo o un Ulises buscando esa Ítaca lejana, lejanísima llamada Huinco.
   Tal vez todo lo que escribo ahora no sea más que producto de la nostalgia, tal vez sea así, sólo la nostalgia de un cuarentón que ve a su adolescencia cada vez más lejana pero muy presente en su corazón, y en el de sus amigos…creo. Pero con todo lo que se diga de ese “viaje de aprendizaje”, fue importante, tan así es que todavía lo recordamos vivamente. Por lo menos yo lo veo así, lo recuerdo así, treinta años después.

Continuará...

                                      Morada de Barranco, 23 de diciembre de 2010.

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