Al escribir, en realidad,
no hacemos otra cosa que dibujar
nuestros pensamientos…
Julio Ramón Ribeyro
Por estos días estoy releyendo un libro del
entrañable Julio Ramón Ribeyro, me refiero a esa joya sin género propio
titulada: Prosas apátridas, ¿a qué se
refería Ribeyro con el título? En la Nota
del autor que precede a la obra lo dice con precisión: “El título de este
libro merece una explicación. No se trata como algunos lo han entendido, de las
prosas de un apátrida o de alguien
que, sin serlo, se considera como tal. Se trata, en primer término, de textos
que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban entre mis
papeles, sin destino ni función precisos. En segundo término, se trata de textos
que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni
páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo,
al menos no los escribí con esa intención. Es por esa razón que los considero ‘apátridas’,
pues carecen de un territorio literario propio”. Clarísimo.
Prosas
apátridas es un libro que reúne notas muy personales, reflexiones breves sobre
diversos aspectos de la realidad que el autor aborda (la soledad, el paso del
tiempo, el amor, la literatura misma). Curiosamente este es un libro cargado de
sabiduría que no pretende precisamente ello, el autor a través de estos “retazos”
espontáneos cavila no para hallar respuestas (dejemos esa labor a esos infames
libros de autoayuda, territorio donde Coelho es su estrella máxima), nada más
alejado de esa intención: estas prosas no son más que la justificación para plantearse
algunas interrogantes, meditar sobre algunos asuntos que la mirada detallista del autor ha observado.
Una de las riquezas que ofrecen obras como
esta, se encuentra en que a cada nueva lectura encontramos algo nuevo, algo que
en una lectura precedente no lo habíamos percibido, lo curioso y lo mágico del
asunto es que son las mismas palabras, las mismas líneas, los mismos fragmentos
que se presentan ante nuestros ojos como chispas, porque precisamente si a algo
se parece cada uno de estos fragmentos es a una chispa: como ella refulge fugazmente
y desaparece, pero ya iluminó, brevemente, pero su luz produjo en nosotros un
descubrimiento, un reconocimiento. De ahí que este sea uno de esos libros que
puede resultar una magnífica compañía: su lucidez se torna necesaria. Cualidad
de toda obra que se le considera un clásico. Y este libro lo es.
No voy a explayarme sobre un libro que, como
todo buen libro, se defiende solo, un libro que tiene la capacidad de decirnos algo
que esperábamos escuchar o que inesperadamente aparece y nos conduce hacia una
reflexión sobre algún punto, o alguna situación que tal vez estaba frente a
nosotros y que gracias a uno de estos fragmentos recién lo percibimos. Pero será
mejor que leamos algunos de estos fragmentos luminosos y después nos atrevamos,
si no lo hemos hecho ya, a transitar por este libro imprescindible.
1.
¡Cuántos
libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi
propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y
digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no
se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen
a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que
yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo
esto? Quizás sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos
que atraviesan los siglos a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos,
por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de
Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué
interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta
pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean
Paul Sartre? ¿Por qué a Francois Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay
que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una
lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue
escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y
paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus
nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo,
muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el
alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió
la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la
lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente,
alegremente de cero.
5.
Conocer
el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender
una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un
nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios
por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición
infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario,
instrumental, del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a
no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a
fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del
funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce:
cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña,
cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la
que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un
sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de
aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un
pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir
del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las Siete
Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer
no tiene puertas, como el mar.
9.
Podemos
memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas,
pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo
más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del
recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el
dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el
primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura.
Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y solo nos restituye
aquello que no puede destruirnos.
21.
Lo
fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende
de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden
que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos
conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto
pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo,
están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen
almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un
orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus
experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva
riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito como el
avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento
y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En
el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al
dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que
habiendo sólo leído Las Bodas de Fígaro se da cuenta de la relación que existe
entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales
de nuestra época. Por eso mismo, el componente de un tribu primitiva que posee
el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte
sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.
36.
Dentro de algunos años
alcanzaré la edad de mi padre y, unos años después, superaré su edad, es decir,
seré mayor que él y, más tarde aún, podré considerarlo como si fuese mi hijo. Por
lo general, todo hijo termina por alcanzar la edad de su padre o por rebasarla
y entonces se convierte en el padre de su padre. Sólo así entonces podrá
juzgarlo con la indulgencia que da el "ser mayor", comprenderlo mejor
y perdonarle todos sus defectos. Sólo así, además, se alcanza la verdadera
mayoría de edad, la que extirpa toda opresión, así sea imaginaria, la que
concede la total libertad.
53.
Distancia: a doscientos
metros no podemos saber si una mujer es bella. A unos centímetros todas son
iguales. La percepción de la belleza necesita cierto margen espacial, que varía
no solo de acuerdo al observador, sino también de acuerdo al objeto observado.
Entre nosotros decíamos sobre algunas mujeres, utilizando una expresión ya convenida,
’tiene buen lejos’, pues a cierta distancia parecía guapa, pero apenas se
acercaba no lo era. Otras en cambio tienen ’buen cerca’, pero al alejarse
notamos que son desproporcionadas o flacas o con las piernas torcidas.
¿Qué distancia debe
servirnos de patrón para dar un veredicto estético sobre una persona? Un amigo,
a quien hice esta consulta, me respondió: ’La distancia de la conversación
63.
Observación trivial que
me ha dejado estupefacto, tanto, que imagino que debe haber en ella una falacia
imperdonable. Partí del principio de que tengo dos padres,cuatro abuelos, ocho
bisabuelos, dieciséis tatarabuelos. ¿Por qué no seguir adelante? Cogiendo lápiz
y papel hice la progresión. En el año 1780 tenía 64 ancestros (calculando 30
años por generación), en el año 1480 tenía 65.536, en el año 1240 tenía
16.713.216, en el año 1060 tenía 1.069.645.824. Y no seguí porque ya entraba en
el absurdo, en la más grande falsedad histórica: simplemente porque en el año
1060 la población del mundo no llegaba a dos mil millones de habitantes. ¿Qué
explicación puede tener esto? El incesto y la poligamia pueden reducir en parte
estas cifras, pero no al extremo de anular su inaceptable cuantía. Misterio.
Paradoja: cada habitante del globo desciende de todos los anteriores habitantes
del globo (cono invertido), pero de un anterior habitante del globo y su pareja
descienden todos los habitantes actuales (cono normal).
115.
Mi
gato negro y yo, en esta noche lluviosa de verano. La pieza silenciosa. Uno que
otro carro se desliza por la calzada húmeda. El barrio duerme, pero mi gato y
yo velamos, nos resistimos a dar por concluida la jornada, sin haber hecho
nada, al menos yo, que la justifique, que la dote de significación y la
diferencie de otras, igualmente parsimoniosas y vacías. Quizá por eso escribo
páginas como ésta, para dejar señales, pequeñas trazas de días que no
merecerían figurar en la memoria de nadie. En cada una de las letras que
escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros
descifrarán como el dibujo en la alfombra.
129.
Hay
veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo,
se puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la
pista, un taxi está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa
obstruye toda la vereda, una zanja que el día anterior no estaba allí nos
obliga a dar un rodeo, un perro sale de un portal y nos ladra, no encontramos
sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no hemos traído paraguas,
recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil que no queremos
saludar nos aborda, en fin, todos aquellos pequeños accidentes que en el curso
de un mes se dan aisladamente, se concentran en un solo viaje, por un desfallecimiento
en el mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte
veces seguidas el color negro. Extrapolando esta observación de una jornada a
la escala de una vida, es esa falla lo que diferencia la felicidad de la
infelicidad. A unos les toca un mal día como a otros una mala vida.
136.
Cuando
alguien se entera que he vivido en Paris casi veinte años me dice siempre que
me debe gustar mucho esa ciudad. Y nunca sé qué responderle. No sé en realidad
si me gusta Paris, como no sé si me gusta Lima. Lo único que sé es que tanto
Paris como Lima están para mí más allá del gusto. No puedo juzgar a estas
ciudades por sus monumentos, su clima, su gente, su ambiente, como sí puedo
hacerlo por las que he estado de paso y decir, por ejemplo, que Toledo me gustó
pero que Fráncfort no. Es que tanto París como Lima no son para mí objetos de
contemplación sino conquistas de mi experiencia. Están dentro de mí, como mis
pulmones o mi páncreas, sobre los que no tengo la menor apreciación estética.
Sólo puedo decir que me pertenecen.
145.
El
amor, para existir, no requiere necesariamente del consentimiento ni siquiera
del conocimiento del ser amado. Podemos querer a una persona que nos desprecia
o incluso que nos ignora. La amistad, en cambio, exige la reciprocidad, no se
puede ser amigo de quien no es nuestro amigo. Amistad, sentimiento solidario,
amor solitario. Superioridad de la amistad.
200.
La
única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro
espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro.
Continuará…
Morada de
Barranco, 31 de julio de 2016.
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