Cada vez que miro el mar.
Rosa Cerna Guardia
Corría el año 1993, acababa de salir el
primer número (de cuatro) de la revista Tocapus.
Los tiempos no eran buenos. Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo éramos los
coeditores, de los tres, el único que tenía trabajo seguro era Pablo que era
fotógrafo. Sin embargo tuvimos el atrevimiento de sacar una revista sin
financiación de terceros, sin auspicios, una revista limpia de avisos
publicitarios. ¿Cómo lo hicimos? Es algo que todavía me pregunto.
Orlando Granda, Willy Gómez Migliaro y Pablo Landeo |
Tocapus se imprimía en el taller de Willy
Wong, en jirón Puno. Aún recuerdo que retirábamos la revista de la imprenta a
dos tiempos; es decir, cancelábamos una parte del tiraje que rápidamente tratábamos
de colocar entre los amigos, conocidos y demás y con ese dinero cancelar la
otra mitad del tiraje, así funcionó con los tres primeros números. Para el
cuarto ya fue otra historia. Solo pudimos cancelar la primera mitad, la segunda
se perdió irremediablemente pues no pudimos cancelar la segunda parte. Sin embargo, a pesar de estos problemas, el número 5 de Tocapus estuvo a punto de salir.
Jamás olvidaré la vez aquella cuando fui a
la casa de Víctor Delfín, para venderle un ejemplar de la revista, me atendió
él, cuando escuchó mi explicación de porqué estaba allí, lo primero que me dijo
fue algo así como: “Yo no cargo dinero”, palpándose los bolsillos, continuó: “Mi
secretario es el que ve los asuntos de dinero”. Lo llamó, le pidió el dinero
para cancelar el ejemplar de Tocapus y
dijo: “País de mierda donde su jóvenes tienen que realizar malabares para que
sus proyectos no mueran”. Víctor Delfín no fue al único que “visité” para
venderle un ejemplar de la revista, una de las que me recibió en su casa y después
entablamos una linda amistad fue la escritora Rosa Cerna Guardia, Rosita, como
la llamaba yo.
En esta tarde en que la noche va llegando se
me ha dado por recordarla, pero sé también que este no es el momento para escribir
todo lo que quiero y sé sobre ella, sé que lo haré posteriormente, mientras
tanto van estas líneas en su hermoso recuerdo.
Rosita era una mujer que se dedicó a la
enseñanza, profesora, durante muchos años. Había nacido en Huaraz, en 1926. En
la primera mitad de la década del cincuenta llegó a Barranco y se quedó a vivir
en la Ciudad de los molinos. Su acogedora casa estaba muy cerca al mar, fue
allí donde precisamente la conocí y donde se inició nuestra amistad.
Cuatro años después de conocerla, allá por
1997, la invité para que fuera jurado de los Juegos Florales que organizamos en
el desaparecido colegio Mary’s Children, ella accedió gentilmente y asistió a
la premiación, recuerdo que antes de marcharse a su casa, que estaba a unas dos
o tres cuadras del colegio, me entregó una gran cantidad de fotocopias de un
cuento suyo: “La niña de las trenzas azules”. “Es para que lo repartas entre
los alumnos”, me dijo, “los chicos tienen que leer”, concluyó. Gesto que pinta
de cuerpo entero a Rosita.
Ella era una mujer profundamente religiosa,
yo, debo reconocer, no tanto, quizá por eso congeniamos y cada que nos veíamos
era una pequeña aventura que a veces incluía algunos comentarios que lindaban
con los rajes (sin que nosotros fuéramos rajones) y en medio de risas a veces
mencionábamos los nombres curiosísimos de ciertos escritores y poetas
nacionales y eso hacía que nuestras risas fueran interminables: “¿Cómo puede
llamarse así?”, decía sonrisa de por medio, mientras yo me desternillaba de la
risa, pues al decir el nombre curioso ella solía poner un rostro pícaro y muy
gracioso.
Tarde que la visitaba era tarde de lonche. A
veces salíamos a comprar el pan, ponía su mano debajo de uno de mis brazos y
salíamos a enfrentar las calles barranquinas entre conversaciones donde ella
sacaba a relucir sus enormes conocimientos sobre Barranco, curiosidades que
saciaban mis afanes por empaparme más sobre el lugar en el que vivo. Un día me
la encontré por la avenida Grau, ella regresaba de hacer fotocopiar no sé qué
libros. Me invitó a tomar lonche no en su casa sino en una panadería ubicada en
la esquina de Grau y la calle Unión, casi al inicio de la Bajada de los Baños.
Empecinada como era, ella no aceptó que pagara la cuenta.
Luego nos fuimos hasta su casa para conversar un poco más, allí me leyó algunos de sus poemas de los que ella estaba más orgullosa. Yo solo la escuchaba complacido porque asistía a un recital exclusivo.
No era que nos viéramos muy seguido,
tampoco. A pesar de que vivíamos relativamente cerca, la visitaba de manera
espaciada, eso quizá hacía que cuando nos veíamos tratáramos de recuperar el
tiempo hablando de todo. Recuerdo que cuando la llamaba por teléfono, le decía:
“Hola, Rosita, soy yo, Orlando”, con su voz pícara me contestaba: “Y, ¿quién es
Orlando? Yo no conozco a nadie llamado Orlando”, sabía que era su juego, pero yo
le respondía como si realmente fuera cierto y trataba de hacerle recordar: “Rosita,
yo, Orlando Granda, un viejo amigo”. Luego de un silencio, su voz llegaba a mí
diciendo: “¡Ah, Orlando”, ya lo recuerdo…” y hablábamos largo y al final concertábamos
la fecha de mi visita, pues nunca le llegué de sorpresa (la única vez que lo
hice fue la primera vez que fui a su casa y me compró un ejemplar del primer
número de Tocapus).
Es curioso, de toda su obra (y es una obra
más o menos extensa), solo tengo tres de sus libros: “Los días de Carbón” (su
bella novela premiada), sobre la que me decía: “Dicen que se parece a “Platero
y yo”, pero cuando la escribí yo no había leído el libro de Juan Ramón Jiménez”,
“El Hombre de paja” que fue obsequio suyo y “Una flor de cuentos para llevar en
el corazón” que lo tengo gracias a un cambio que hice con Rosita.
Ocurre que en un librero de viejo conseguí
un libro suyo que había obtenido un premio Horacio Zeballos hacía varios años
atrás, una edición rústica, popular, de pasta guinda. Cuando se enteró que
tenía ese libro, me dijo si podíamos hacer un cambio, ella me ofrecía una
edición más colorida y en mejor soporte: “Vas a salir ganando”, me dijo. Acepté. Ella quedó
contentísima: “En mi biblioteca no tenía un solo ejemplar de esta edición
premiada”, me decía en tanto acariciaba el humilde libro. Creo que la
dedicatoria del libro que me dio lo dice todo.
Lamentablemente ella partió hace casi tres
años, en diciembre de 2012. Su muerte para mí fue un golpe duro.
Recuerdo que sentado en la mesa de mi casa eché a llorar por la partida de tan querida amiga y lamentaba no haberla visitado más seguido. No quise ir a su
velorio ni a su entierro, son cosas que generalmente no hago. Esta vez tampoco
lo hice. Al poco tiempo de su fallecimiento, una administración municipal de Barranco ordenó la
creación de un pequeño parque que lleva su nombre, cada que paso por allí (al costado de la cancha Unión), me
cuesta aceptar que Rosita ya no esté, me resisto todavía.
En fin, son muchas cosas las que podría
contar sobre mi amiga Rosita, la magnífica poeta y narradora que fue etiquetada
como “escritora para niños” (aunque ella protestaba por el rótulo: “Yo no
escribo para niños, me decía, yo solo escribo”), pero como lo dije al iniciar
este texto, habrá un mejor momento en el que escriba al detalle sobre mi
amistad con ella, hoy solo he querido recordarla con gratitud y con nostalgia por
los gratos momentos que compartimos, por esa su sonrisa pícara que casi siempre
acompañaba a sus comentarios irónicos y que hoy tanto extraño.
Yo podía morir,
pensando en morirme sin conocer el
mar;
y ya lo conocía de tanto mirarlo
crecer
en todas las orillas de mis sueños;
siempre su rumor me despertaba;
pero tras las cordilleras de mi pueblo
no lo veía nunca.
Un día no recuerdo si fue despierta o
dormida
que miré profundamente el mar.
No sé si trasoñaba o realmente
existía.
Era... es... tenía... , ¡cómo poder
decirlo!
la belleza del cielo de mi pueblo
que yo ya no veía,
disuelta en agua viva
lamiéndome los pies.
– Desde entonces, yo muero
cada vez que miro el mar.
Continuará…
Morada de Barranco, 30 de setiembre de 2015.
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