jueves, 21 de febrero de 2013

A LA PINTURA





                                                                      Más allá de la lluvia y el olvido…
                                                                                      Francisco Bendezú



   He admirado desde siempre la pintura de Leonardo, Velázquez, Van Gogh, Giotto, Vermeer, Friedrich, De Chirico, Seurat, Gaugin, Cézanne, Magritte, Klee, Macke, Gris, Chagall, Miró, por mencionar algunos pintores. La pintura ha sido para mí una suerte de pasión oculta, una amplia llanura cuyos vientos me permiten ventilar y disipar los aires cargados de la vida cotidiana. Como la música, como el cine. A tanto llegó mi amor por la pintura, que incluso, cuando niño, pensé en estudiar en la Escuela de Bellas Artes, alguna habilidad tenía, pero la literatura me fue ganando y el deseo de ser pintor quedó allí, como un grato recuerdo. Sin embargo, el asunto nunca dejó de interesarme: libros, revistas, postales, el mismo internet, han venido alimentando mi amor por la pintura y un deseo secreto de algún día visitar los grandes museos para tener un contacto directo, cercano con dichas pinturas.


A LA PINTURA

A ti, lino en el campo. A ti, extendida 
superficie, a los ojos, en espera. 
A ti, imaginación, helor u hoguera, 
diseño fiel o llama desceñida. 

A ti, línea impensada o concebida. 
A ti, pincel heroico, roca o cera, 
obediente al estilo o la manera, 
dócil a la medida o desmedida. 

A ti, forma; color, sonoro empeño 
porque la vida ya volumen hable, 
sombra entre luz, luz entre sol, oscura. 

A ti, fingida realidad del sueño. 
A ti, materia plástica palpable. 
A ti, mano, pintor de la Pintura.

                         Rafael Alberti


   Hablo de pinturas e inmediatamente vienen a mí las imágenes de algunos cuadros que desde niño me han acompañado, cuadros que siempre que puedo los miro y remiro (en reproducciones, claro está), y con cuidado observo cada uno de sus detalles, empeñado en descubrir lo que quizá pudo pasar desapercibido para los otros. Esa minuciosidad me ha llevado a sentirlos como míos. Por ejemplo, algunos de esos cuadros míos son dos pinturas del alemán Caspar David Friedrich: Viajero frente a un mar de nubes y La luna sobre el mar. En ambos se repiten (como en otros cuadros suyos) la imagen de personajes que de espaldas a nosotros observan el horizonte misterioso: ¿en qué piensan?, ¿qué buscan?, ¿están esperando algo?, son algunas de las interrogantes que como otras quedan sin respuesta.







   Van Gogh, Vincent Van Gogh. Su vida teñida de leyenda y sufrimiento, años atrás,  se me hacía atractiva y devoraba todo libro o escrito que sobre ella tratara. Con las aguas calmas, ahora ya no despierta en mí mayor cosa su atribulada vida, pero mi admiración por su pintura no ha disminuido, crece. De los muchos cuadros suyos voy a mencionar a tres lienzos que amo y que forman parte de mi vida, me refiero al previsible Los girasoles: cuadro en el que cada una de las flores, como pequeños soles, chispea sobre el florero mientras el amarillo del fondo parece abrasarlo todo. El siguiente cuadro es El dormitorio en Arles (del que hay  hasta tres versiones): llama la atención cómo las paredes dan la sensación de querer estrechar más el espacio ya de por sí pequeño, la sencillez de todos los muebles (la ubicación de estos),  todo parece decirnos de la austeridad en que vive el dueño y algo más, no hay ningún elemento que nos lleve a pensar que ese dormitorio es el de un pintor. El tercero es un cuadro que siempre me inquieta, pues en él veo depositado todo el espíritu atormentado de Vincent, hablo de Campo de trigo con cuervos.










   Uno de los recuerdos más antiguos que tengo de cuadro alguno es el de la Gioconda, su imagen, impresa en la pasta de un viejo libro de Historia Universal, acompañó algunos trechos, y de manera casi obsesiva, de mis doce y trece años: ese paisaje rocoso, esos senderos que llevaban a ninguna parte, la bruma impregnando a todo el paisaje de una apariencia fantasmal habitaron mi curiosidad, no se diga nada de la tan comentada sonrisa. de sus manos cruzadas. Entonces me dediqué a dibujarla incansablemente, bien copiando la imagen del libro o apelando a mi memoria cuando el libro no estaba a la mano. Sin embargo, hoy me entusiasman más las dos versiones (el de Louvre y el de Londres) de un óleo del mismo Leonardo: La virgen de las rocas, sobre todo el rostro etéreo del ángel que no me canso de mirar.











   En esta apretada lista de lienzos, o mejor dicho de pinturas de mi vida, mencionaré un par de cuadros más: Tarde de domingo en la Isla de La Grande Jatte, obra del maestro del puntillismo: George Pierre Seurat,  y el inquietante Misterio y melancolía de una calle de Giorgio de Chirico. Pinturas estáticas, detenidas en el tiempo, misteriosas: una entre la alegría silente, escultórica, contemplativa de la gente, la otra en su atmósfera de silencio amenazador.







   Hay un libro de poemas del peruano Francisco Bendezú titulado Cantos (1971), en él se encuentra, entre varios poemas en homenaje al arte pictórico de Giorgio de Chirico, un bellísimo poema que pareciera descifrar los misterios y el mutismo que dominan al lienzo. El poema lleva el mismo título del cuadro y no me resisto a transcribirlo.


MISTERIO Y MELANCOLÍA DE UNA CALLE

¡Detente niña-sombra, niña-araña.
trashumante negativo, colegiala
fabricada de láminas de mica y nubarrones!

En tu melena de eclipse
transflora sordamente
la soledad sonora de Ferrara.

¡Deja que tu arco, prosternándose,
sesgadamente ruede
por la silente explanada
hasta caer, como ofrenda,
al pie de la maléfica estatua amenazante!

¡No avances! ¡No prosigas!
La violación en su telar de escamas
te acecha alevemente por las tablas
del carromato vacío.
O tal vez a la sombra de los arcos,
con mantas o toneles o mordazas,
te secuestren lo gitanos.

No sé a qué brazos te empujará
la pendiente irresistible de tu sino.
No a los míos. 
El tiempo es una mano
con rayas de humo congelado.
Yo quiero iluminarte con mi fiebre 
y desatar cascadas de glicinas por tu talle.
Yo quiero esclarecer tu faz borrosa,
y levantar en vilo las impostas y los claustros,
y cancelar los signos de los muros,
y extirpar la desventura,
y con nitrato de luna, inmerso en el silencio, revelarte.

Yo absorbo tu misterio sin saciarme.



                                                     
   Ya adolescente, llegó a mis manos una revista alemana, en ella descubrí algunas pinturas de August Macke, pintor alemán que tuvo la desgracia de vivir muy poco, apenas si veintisiete años. La fiesta de colores, los trazos fuertes, los rostros sin facciones me cautivaron, sobre todo el cuadro titulado Muchachas bajo los árboles, en él percibí su mundo lleno de vida y color, casi como oponiendo a la oscura guerra que acabaría con su vida, su espíritu colorido: “El color me posee, no tengo necesidad de perseguirlo, sé que me posee para siempre… el color y yo somos una sola cosa. Soy pintor”.  





   Por esos años compré Los cachorros de Vargas Llosa en una edición de Seix Barral. En la carátula del libro aparecía la reproducción de un cuadro de un pintor para mí desconocido, hasta entonces: Paul Klee. Me impresionó sobremanera cómo ese cuadro parecía tener influencia de telas prehispánicas del Perú. Busqué, entonces, más reproducciones de su obra pictórica y quedé prendado del mundo particular de Klee: la economía de sus trazos, un aire de primitivismo expresivo y muy sugestivo que me remite incluso a la pintura rupestre… Pienso en la pintura de Paul Klee e inmediatamente la relaciono con la poesía de José María Eguren, transeúnte de los predios de la infancia: esos que lo conduzcan siempre a “lo desconocido”. Si un cuadro de Paul Klee tuviera que escoger, ese sería Globo rojo.






   A inicios de la década del ochenta, era lector y coleccionista del legendario suplemento cultural Caballo Rojo, dirigido por el poeta Antonio Cisneros. En uno de los números de dicho suplemento hallé la reproducción en blanco y negro de una pintura extraña que rompía todos los moldes de la lógica, me refiero al famoso El cumpleaños de Marc Chagall: personajes por los aires, las dos ventanas del cuarto con diferentes tipos de luz, aparentes errores de perspectiva en ciertos detalles del cuadro, por ejemplo. Ya después comprendería el carácter onírico y naif que siempre dominó la pintura de Chagall. El tema del cuadro es, obviamente, amoroso y para señalar la plenitud del amor, el pintor sitúa a los personajes por los aires mientras que esa doble luz (día y noche) de las ventanas sugiere que en presencia del amor, el tiempo no es percibido o no tiene importancia.





   Dejo de engrosar la lista, que de lo que se trata (por lo menos en esta oportunidad) no es el de mencionar todos los lienzos que amo, que son muchos. Mi intención fue dejar impreso en estas líneas mi amor por el fuego de la pintura,  por aquel campo del color y el pincel (Caricia que el color colora, según Alberti) que un tiempo fue mi vocación, mi primera vocación.








   Continuará…


                                               
                                    Morada de Barranco, 21 de febrero de 2013.



viernes, 8 de febrero de 2013

UNA CONVERSACIÓN CON LOS DIFUNTOS





Al sueño de la vida hablan despiertos.
             Francisco de Quevedo y Villegas
                                                                                                                     


   Acabo de terminar de leer una novela breve de Stefan Zweig, me refiero a Carta de una desconocida. Su intensidad me ha conmovido sobremanera (¡ah!, cómo olvidar el inicio de la carta: Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida...). Ando cavilando, de rato en rato,  en la sicología de la protagonista, en ese su amor autodestructivo que le llevó a hacer cosas inimaginables, me he preguntado tantas veces ¿cómo pudo…?, y no hallo respuestas, mejor dicho respuestas convincentes: así de misterioso e insondable es el corazón del hombre, así de contundentes e inquietantes son los libros de Zweig: al leerlos, en realidad, nos estamos leyendo a nosotros mismos, descubrimos (o reconocemos) algunas de nuestras múltiples máscaras. 










  Hermosa, terriblemente hermosa es esta novela (de la que Max Opuls hizo un film que no le va a la zaga)  como lo es Buchmendel, que algunos traducen como Mendel, el de los libros. Ambas obras son de lectura rápida: la sencillez de su lenguaje, la brevedad de estas hace que en poquísimo tiempo demos cuenta de ellas a través de una lectura sin arrepentimientos.


Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces cualquier otra persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un profano. En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa. (1)











   Zweig ha sido desde siempre un autor que he frecuentado. Si bien no contaba, hasta hace muy poco, con la totalidad de su obra, aquellos libros de edición rústica, que logré luego de incansables búsquedas, me han acompañado largos años y fueron testigos de la voracidad con que leía la palabra sencilla y profunda de Stefan Zweig, el gran maese (junto con Stendhal) de mi adolescencia. No descubro nada nuevo, entonces, si digo que Zweig, como Stendhal, fueron autores que les cupo escribir libros cuyo disfrute mayor lo encontramos en la relectura. Es ese el territorio de sus voces.


Tengo para mí que es un deber dar testimonio de nuestra vida densa, dramáticamente colmada de sorpresas, pues –lo repito- cada cual ha sido testigo de esas transformaciones enormes, cada cual se ha visto obligado a ser ese testigo. No había para nuestra generación una escapatoria, un modo de permanecer apartado, como ocurrirá en las generaciones precedentes. (2)













   Confieso que muchos momentos de esa etapa de mi vida (la adolescencia) estuvieron signados por la soledad, la soledad buscada (aclaro) en el afán muy mío de abandonar el mundanal ruido para recorrer desconocidos mundos. Los chistes (tebeos) habían ya cumplido su ciclo, era tiempo de pasar a otros campos: la lectura de libros. Así fueron llegando, algunos de manera fácil, otros con dificultad, pero casi siempre por un sorprendente golpe del azar, los libros en reemplazo de los comics: La lucha contra el demonio; Momentos estelares de la humanidad; Tres maestros; Tres poetas de su vida; Balzac; todos ellos se constituyeron en libros que no solo fueron leídos con voracidad (como dije antes) sino también con devoción.


¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esta eterna peregrinación? ¿Qué se propone? No basta a explicarlo la Filología; sus viajes no tienen meta alguna, ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación concienzuda pudiera descubrir como motivos de estos viajes, no son, en realidad, más que pretextos, excusas que da su demonio. (3)









   Hay un soneto de Francisco de Quevedo que un tiempo descubrí en un libro escolar, lo leí y releí hasta que llegó a ocupar un lugar en mi memoria, dice su primera estrofa:


Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.





Escucho con mis ojos a los muertos. Memorable. Con esa precisión matemática, propia de la poesía, Quevedo expresa con una sinestesia aquello que experimentamos cuando leemos: “oímos” la palabra (su música y su silencio) de aquellos, que en algunos casos, ya partieron. Suena contradictorio, es verdad, pero es lo que sucede cada que abrimos un libro y sucumbimos muy a gusto en la marea de las palabras, de las líneas impresas: la voz de los muertos nos invade y nos insufla vida.


Y salí. Me sentía avergonzado ante aquella buena vieja que, en forma tan sencilla y a la vez tan humana, era fiel al desaparecido. Ella, la iletrada, había conservado un libro para acordarse mejor de él, mientras que yo había pasado años sin recordar a Buchmendel; yo, que debiera saber que si se producen libros es precisamente para comunicarnos con los humanos más allá de nuestra vida, y desquitarnos así de la inexorable contrapartida de toda existencia: la inestabilidad y el olvido.(4)












   Continuará…


                                                             Morada de Barranco, 8 de febrero de 2013.


_______________________

(1) Buchmendel. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo I (Traducción de José Lleonart). Editorial 
     Juventud.España, 1959.

(2) El mundo de ayer. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo IV (Traducción de Alfredo Cahn). 
     Editorial Juventud. España, 1959.

(3) La lucha contra el demonio: Heinrich Von Kleist. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo IV 
     (Traducción de Joaquín Verdaguer). Editorial Juventud. España, 1959.

(4) Idem (1).



lunes, 21 de enero de 2013

UN DÍA ENTRE POETAS





                               Ahora, mirando los ojos inmóviles del tiempo.
                                                                             Leopoldo Chariarse



   Llegará el día, supongo, en que contaré todas las peripecias por las que pasamos Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo para conseguir los textos de los diversos poetas peruanos que saldrían publicados en los cuatro números de Tocapus, aquella hermosa revista de poesía que coeditamos llenos de entusiasmo, allá por la primera mitad de la década del 90.




   Tiempos aquellos en los que no se contaba con los beneficios de internet que ha venido a solucionar muchos problemas, por ejemplo el de las distancias. Entre el 93 y el 95, el medio de contacto con los poeta (y con cualquiera) era el teléfono (que no todos tenían, obviamente no hablo de los celulares), y después de lograr su colaboración generosa, ir a las casas o centros de trabajo de los poetas para recoger los poemas que serían publicados. Hoy, todo eso ha sido superado y las cosas son, digamos, un tanto más fáciles y más rápidas.




   Se me hacen inolvidables la manera como logramos los poemas de Rodolfo Hinostroza, Juan Ramírez Ruiz, Vicente Azar, Jorge Pimentel, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, por mencionar a algunos de los poetas que colaboraron con la revista. No podré olvidar cómo es que logré ubicar a Pablo Guevara. Sabía que vivía en Pachacámac, pero no el lugar preciso. Sin conocer el pueblo, me dirigí a él con la esperanza de hallarlo.  Ingenuamente preguntaba por las casi silenciosas calles de Pachacámac por el poeta, nadie parecía conocerlo, hasta que después de mucho preguntar sin hallar respuesta, cuando ya estaba por regresarme, veo a un zapatero remendón en una callecita,  le pregunté por Pablo Guevara y me respondió: “¿Quién, el poeta, el profesor de San Marcos?, él vive a las afueras del pueblo, siga ese sendero y encontrará una casa a medio camino, entre chacras, esa es su casa”. Y lo hallé. Pero como lo dije, llegará el momento en que cuente con detalles la manera como logramos hacernos de las colaboraciones para Tocapus: es una historia larga que amerita una entrada.




   Quiero hablar, en esta ocasión, de ese cada vez más lejano día en que tuve la oportunidad de conocer y relacionarme con un puñado de poetas peruanos en un lapso de tiempo breve, de apenas unas cuantas horas. Hablo de un día de mediados de diciembre de 2002. Hacía muy poco había salido, En el barranco, mi primer libro y estaba en todo el proceso de entregar un ejemplar a ciertos poetas por quienes sentía admiración.







   Ocurrió que me enteré que el poeta Leopoldo Chariarse estaba en Lima e iba a ofrecer un recital en el Centro Cultural de Miraflores. No recuerdo si en la mesa iba a estar solo o tendría la compañía de otros poetas. Resolví asistir al recital y entregarle mi libro. Pero decidí matar varios pájaros de un tiro. Fue así que salí de casa a eso de las cuatro de la tarde, me dirigí a Miraflores premunido de varios ejemplares en mi morral. Mi idea era pasar, primero, por las casas de algunos poetas para dejarles mi libro y luego ir al centro cultural.




   Recuerdo que al primer poeta que visité fue al poeta Antonio Cisneros, él vivía en la calle Roma. Yo lo había visto, por primera vez y a lo lejos, entregar el premio de los Juegos Florales de San Marcos a Magdalena Chocano a comienzos de los ochenta en un teatro del centro de Lima; después lo vería (algo más seguido) el año 83 cuando yo asistía emocionado a unas charlas en el centro de Lima donde participaban no solo Cisneros sino también Francisco Bendezú y Leopoldo Chariarse. Recuerdo haber conversado con el poeta pidiendo su colaboración para Tocapus (creo que dos o tres veces).  Al llegar a su casa, algo impaciente toqué el timbre, parecía que no había nadie, intenté en varias oportunidades y nadie respondía. De pronto, escuché a lo lejos una voz que se dirigía a mí: era el poeta que en la vereda de enfrente compraba algo (probablemente cigarros) en una tienda. Cruzó la pista, me estrechó la mano. No recuerdo qué le dije, él sonreía y al entregarle mi libro, me agradeció cordialmente. Conversamos sobre algunas cosas circunstanciales, sin mayor importancia, luego estreché su mano para despedirme, me deseó suerte y me marché.




   Como sabía que el poeta Washington Delgado vivía muy cerca, fui a su casa. Me atendió una señora que gentilmente me hizo pasar. El poeta sabio se encontraba en medio de su biblioteca impresionante (los estantes atiborrados de libros cubrían todas las paredes), cómodamente instalado tras su escritorio, me invitó a sentarme. Era la segunda vez que estaba allí, la primera fue cuando fui a recoger sus poemas que saldrían en Tocapus. No hablamos mucho, apenas unas cuantas palabras, un comentario al aire, la coincidencia de nuestra coterraneidad… luego le entregué mi libro. Recuerdo que gentilmente me dijo que lo leería. Me retiré estrechando la cálida mano del poeta. Sería la última vez que lo vería.




   Era una tarde soleada, lo recuerdo bien, caminé por varias calles haciendo hora hasta llegar a la avenida Larco, ubiqué el Centro Cultural de Miraflores. Una vez allí, estaba viendo unos afiches en el hall cuando una voz potente dice: “¡Orlando Granda!”, giro y descubrí que quien me hablaba era el poeta José Pancorvo, amigo muy querido y generoso con el que compartí algunas horas de conversación en su casa de Barranco. Al enterarse, José,  de por qué estaba allí me dijo: “Chariarse está hospedado en un hotel muy cerca de aquí, si quieres vamos y te lo presento”. Acepté.




   Nos encaminamos al hotel cuyo nombre he olvidado. Leopoldo estaba en el hall del hotel con el  poeta Alfonso Cisneros Cox (recuerdo que él estaba acompañado de una bella chica). Cuando nos acercábamos, no sé por qué razón, Chariarse se pone de pie y se aleja, al rato regresaría. Mientras tanto, José Pancorvo me presentó a Cisneros Cox, algo conversamos, ya no recuerdo qué, supongo que de literatura japonesa. Él ya era reconocido, entonces,  como un connotado haijin (poeta de haikus). Me llamó la atención la cabellera completamente blanca de Alfonso Cisneros, un hombre relativamente joven por esos tiempos. Recuerdo que le obsequié mi libro que recibió complacido y con una mirada de complicidad con su acompañante. Hace unos pocos años ocurrió su prematura muerte y lo lamenté mucho.  




   Al regresar Leopoldo Chariarse, Pancorvo me lo presentó: un hombre cordial y fino en el trato y con una sorprendente apariencia juvenil. En mi morral había llevado un libro suyo, obsequio de una alumna, me refiero a la primera edición de Los ríos de la noche, del año 1952. Cuando Chariarse vio el ejemplar, se emocionó mucho y me comentó algo que ya sabía: "Este libro tiene un dibujo de Sérvulo Gutierrez". Le pedí una dedicatoria que él con gentileza aceptó.







   Como ya se acercaba la hora de la presentación, nos dispusimos a ir al centro cultural. Era ya de noche. Alfonso Cisneros Cox y su acompañante se despidieron (luego los vería en el auditorio). Leopoldo Chariarse, José Pancorvo y yo nos dirigimos al local caminando entre calles penumbrosas. Cuando intenté ingresar al auditorio con mi morral me lo impidieron, me dijeron que tenía que dejarlo encargado en el hall. No acepté ese hecho, llevaba algunos libros que quería entregar a algunos poetas asistentes. No me lo permitieron, a pesar de mi protesta, incluso José reclamó y hasta el mismo Leopoldo Chariarse protestó. Pero era la regla, así que saqué algunos ejemplares y dejé el morral.




   Una vez adentro, me separé de los dos poetas con los que había ingresado. Estuve varios minutos observando cómo el auditorio poco a poco se iba llenando. Tres o cuatro hileras delante de donde yo estaba divisé al poeta José Watanabe acompañado de su esposa, la poeta Micaela Chirif. A mi mente vino entonces las muchas veces que lo había llamado entre 1993 y 1995 para invitarlo a publicar en Tocapus. Su participación nunca se pudo concretar.  Las conversaciones eran breves, pero de su parte siempre hubo mucha amabilidad. Algo que nunca pude olvidar de esas conversaciones ya lejanas era su voz agitada y débil, yo no sabía que entonces el poeta estaba en tratamiento para luchar contra el cáncer. En una oportunidad, recuerdo que me dijo que lo visitara en su casa que si no me equivoco se encontraba por la avenida Universitaria. Nunca pude ir, cosa que hoy lamento. A diferencia de la vez en que me invitó a visitarlo, esta vez me acerqué, estreché su mano y le entregué mi libro. Recuerdo que me dijo con una voz amable algo que no he olvidado (qué cara me vería): “Quédate para escuchar el recital de los amigos poetas”. Su esposa sonreía. No se me ocurrió otra cosa que decirle: “No, poeta, gracias, suficiente con haberlo visto a usted”  y así como llegué me retiré.







   Ya con mi morral recuperado salí del local y vi que el poeta Marco Martos bajaba de un carro, llevaba un maletín y un gorro. Lo abordé e inmediatamente le obsequié mi libro. El poeta sorprendido me recibió el libro, me agradeció estrechando mi mano, pero notaba que me miraba como tratando de forzar la memoria para recordar si antes me había visto. Supongo que habría olvidado la mañana en que lo visité en su casa de Surco cuando me entregó unos poemas suyos que saldrían publicados en Tocapus. Años después (2010), ya como Presidente de la Real Academia de la Lengua, estaría en la mesa de presentación de un libro mío que había logrado un premio.




   Como a las ocho de la noche llegué a casa. Rita y Kathia me esperaban. Cenamos. De pronto suena el teléfono, era Willy Gómez Migliaro avisándome que iría a mi casa acompañado de Domingo de Ramos. Apenas llegaron decidimos ir a un bar que se encontraba (se encuentra, me corrijo) entre Barranco y Surco. Bebimos algunas cervezas entre conversación y conversación. Cerca a las once salimos del local y nos fuimos a mi casa, Rita y Kathia ya dormían. Cómodamente instalados en la sala seguimos con nuestra charla, hasta que Domingo pidió que leyéramos nuestros poemas, a manera de un recital privado. Lo hicimos. Recuerdo que Willy me pidió que leyera mi poema Piélago. Al borde de la medianoche decidieron, tanto Willy como Domingo, retirarse, debo suponer que a continuar la jornada nocturna en algún local de Barranco.







   Bastante cansado y luego de la experiencia de haber visto a tantos poetas peruanos en un solo día, me metí en el sobre tremendamente agotado, pero muy contento por las experiencias de ese 16 de diciembre de 2002.





   Continuará


                                                         Morada de Barranco, 21 de enero de 2013.


jueves, 10 de enero de 2013

BREVES COMENTARIOS DESPUÉS DE LAS FIESTAS






                                                                               Una antigua nostalgia.
                                                                                  Enrique Peña Barrenechea



   Las fiestas han pasado y una estela de nostalgia queda. Es inevitable. Luego de largos preparativos y de muchas expectativas somos invadidos por esta sensación de tristeza (algunos la llaman depresión postnavideña). Con todo, debo reconocer que esta Navidad fue buena, quizá mejor que en otras ocasiones, por lo menos más relajada y sin las preocupaciones que empañaban un poco las fiestas de años anteriores.




   El 24 de diciembre, a poco de las doce, la familia reunida en pleno (mis padres, mis hermanos, Rita, Kathia y yo) en la acogedora casa de mis padres: en una esquina de la sala el árbol navideño (el tannenbaum) hermosamente adornado, colorido: una fiesta de alegría y luces para todo aquel que se detuviera a verlo, obra de mi hermano Arturo. Frente al árbol, el nacimiento (o belén) de tamaño descomunal que cubre parte de las paredes de casa y una buena parte del piso de la sala: cargado de imágenes y luces, de detalles que le dan un particular encanto, ¿es gigantesco?, sí, pero sobre todo superrealista: muchas de las imágenes no guardan proporción una con otra, y no es que se vea mal, diría que es característica de los belenes la diversidad de tamaños de sus figuras.




   Llegada la medianoche, vienen los fuegos artificiales, los abrazos, el brindis y los regalos. Discrepo de aquellos “puristas” que se rasgan las vestiduras y sostienen que la Navidad se ha materializado, que ahora se preocupan más de las compras y de los regalos, que han dejado atrás el verdadero espíritu de la navidad. No negaré que en parte tienen razón. Pero creo yo que si un regalo lo entregas con sinceridad, con afecto, no estás desvirtuando para nada el espíritu de esta fiesta.




   Por ejemplo, si hablamos de mi familia, comentaré que los regalos navideños son producto de concienzudos y sagaces sondeos. En otras palabras, no se regala por regalar. Es aquí donde hacen su presencia los libros. Porque si algo se regala en casa son libros. Precisamente de ellos, por lo menos de algunos, quiero hablar.




   Este año recibí como presentes navideños varios libros, cinco libros (en realidad cinco títulos), no es poca cosa (aunque uno de estos títulos fuera un auto regalo). Algunos libros que venía “persiguiendo” hace muchos años llegaron esta vez a mis manos de una manera tan sencilla, sobre todo si pienso en aquellas horas de infructuosa búsqueda (de años anteriores) en las que regresaba agotado a casa pero con las ganas intactas de ponerle los ojos a las páginas y líneas de ciertas obras. Sin embargo, en esta oportunidad aparecieron de una manera tan natural, tan sencilla que no me ha dejado de sorprender.




   Uno de esos libros (título, en realidad) es un (lo decía) auto regalo. Son cuatro tomos que literalmente voy devorando, me refiero a las Obras Completas de Stefan Zweig, libros que de manera impensada llegaron a mis manos, cuando más bien buscaba otros libros para regalar a mis hermanos. Pero cuando vi en la estantería los cuatro tomos elegantes, empastados en cuero, no lo pensé dos veces y con una cantidad de dinero no muy onerosa pasaron a formar parte de mi biblioteca (bendita calle Quilca, deparas cada sorpresa).







   Justamente en la calle Quilca hallé, el mismo día que encontré las obras de Zweig, un libro que desde hacía muchísimos años venía buscando, hablo de Mi último suspiro, las memorias de Luis Buñuel. Recuerdo que hace unos veintidós años lo vi en la biblioteca de un amigo poeta en una magnífica edición de lujo. Jamás me atreví a pedírselo prestado. Doce años después lo tuve en mis manos, fue en un stand de la Feria del Libro Ricardo Palma (el de Miraflores), lamentablemente el dinero que había llevado no fue suficiente. Lo dejé medio camuflado y con la idea de regresar al día siguiente para comprarlo. Al día siguiente, cuando regresé, no lo encontré, había sido vendido. Desde entonces jamás lo volví a ver, hasta hace unos días en que pregunté por él y el vendedor lo sacó inmediatamente. Iba a ser junto con las obras de Stefan Zweig mi auto regalo de Navidad, pero las ganas de leerlo provocaron que ya no fuera así, desde entonces lo disfruto en largas horas de lectura, de buena compañía, podría decirlo.




   Con la obras de Zweig (y el libro de Buñuel) me llegaron también (estos sí regalos de mis hermanos) Escritores de cine de José María Aresté; Cuentos populares españoles en edición de José María Guelbenzu; un libro que es una delicia y que espera el momento en que pose mis ojos en sus páginas es Los cuentos de hadas clásicos anotados con prólogo y edición de María Tatar y otro libro que sin duda es otra delicia y que espera su momento, me refiero a Los tesoros de ABBA. Así que me esperan días plenos de lectura, de lectura placentera…




   El día transcurre, la noche está ya próxima. Mientras escribo, escucho algunas piezas musicales para piano y cello de Robert Schumann (me abandono, es inevitable, al Langsam), y pienso en algunos cuentos de Antón Pavlovich Chéjov, por ejemplo ese cuento triste titulado El pabellón Nº 6. ¿Nostalgia posnavideña? No. Es la hora del crepúsculo, es la atmósfera que la música crea (De Schumann vibraciones, escribió alguna vez José María Eguren). Pero ya es hora de concluir esta primera entrada del año.









   Continuará…

 
                                                    Morada de Barranco, 10 de enero de 2013.