viernes, 8 de febrero de 2013

UNA CONVERSACIÓN CON LOS DIFUNTOS





Al sueño de la vida hablan despiertos.
             Francisco de Quevedo y Villegas
                                                                                                                     


   Acabo de terminar de leer una novela breve de Stefan Zweig, me refiero a Carta de una desconocida. Su intensidad me ha conmovido sobremanera (¡ah!, cómo olvidar el inicio de la carta: Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida...). Ando cavilando, de rato en rato,  en la sicología de la protagonista, en ese su amor autodestructivo que le llevó a hacer cosas inimaginables, me he preguntado tantas veces ¿cómo pudo…?, y no hallo respuestas, mejor dicho respuestas convincentes: así de misterioso e insondable es el corazón del hombre, así de contundentes e inquietantes son los libros de Zweig: al leerlos, en realidad, nos estamos leyendo a nosotros mismos, descubrimos (o reconocemos) algunas de nuestras múltiples máscaras. 










  Hermosa, terriblemente hermosa es esta novela (de la que Max Opuls hizo un film que no le va a la zaga)  como lo es Buchmendel, que algunos traducen como Mendel, el de los libros. Ambas obras son de lectura rápida: la sencillez de su lenguaje, la brevedad de estas hace que en poquísimo tiempo demos cuenta de ellas a través de una lectura sin arrepentimientos.


Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces cualquier otra persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un profano. En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa. (1)











   Zweig ha sido desde siempre un autor que he frecuentado. Si bien no contaba, hasta hace muy poco, con la totalidad de su obra, aquellos libros de edición rústica, que logré luego de incansables búsquedas, me han acompañado largos años y fueron testigos de la voracidad con que leía la palabra sencilla y profunda de Stefan Zweig, el gran maese (junto con Stendhal) de mi adolescencia. No descubro nada nuevo, entonces, si digo que Zweig, como Stendhal, fueron autores que les cupo escribir libros cuyo disfrute mayor lo encontramos en la relectura. Es ese el territorio de sus voces.


Tengo para mí que es un deber dar testimonio de nuestra vida densa, dramáticamente colmada de sorpresas, pues –lo repito- cada cual ha sido testigo de esas transformaciones enormes, cada cual se ha visto obligado a ser ese testigo. No había para nuestra generación una escapatoria, un modo de permanecer apartado, como ocurrirá en las generaciones precedentes. (2)













   Confieso que muchos momentos de esa etapa de mi vida (la adolescencia) estuvieron signados por la soledad, la soledad buscada (aclaro) en el afán muy mío de abandonar el mundanal ruido para recorrer desconocidos mundos. Los chistes (tebeos) habían ya cumplido su ciclo, era tiempo de pasar a otros campos: la lectura de libros. Así fueron llegando, algunos de manera fácil, otros con dificultad, pero casi siempre por un sorprendente golpe del azar, los libros en reemplazo de los comics: La lucha contra el demonio; Momentos estelares de la humanidad; Tres maestros; Tres poetas de su vida; Balzac; todos ellos se constituyeron en libros que no solo fueron leídos con voracidad (como dije antes) sino también con devoción.


¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esta eterna peregrinación? ¿Qué se propone? No basta a explicarlo la Filología; sus viajes no tienen meta alguna, ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación concienzuda pudiera descubrir como motivos de estos viajes, no son, en realidad, más que pretextos, excusas que da su demonio. (3)









   Hay un soneto de Francisco de Quevedo que un tiempo descubrí en un libro escolar, lo leí y releí hasta que llegó a ocupar un lugar en mi memoria, dice su primera estrofa:


Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.





Escucho con mis ojos a los muertos. Memorable. Con esa precisión matemática, propia de la poesía, Quevedo expresa con una sinestesia aquello que experimentamos cuando leemos: “oímos” la palabra (su música y su silencio) de aquellos, que en algunos casos, ya partieron. Suena contradictorio, es verdad, pero es lo que sucede cada que abrimos un libro y sucumbimos muy a gusto en la marea de las palabras, de las líneas impresas: la voz de los muertos nos invade y nos insufla vida.


Y salí. Me sentía avergonzado ante aquella buena vieja que, en forma tan sencilla y a la vez tan humana, era fiel al desaparecido. Ella, la iletrada, había conservado un libro para acordarse mejor de él, mientras que yo había pasado años sin recordar a Buchmendel; yo, que debiera saber que si se producen libros es precisamente para comunicarnos con los humanos más allá de nuestra vida, y desquitarnos así de la inexorable contrapartida de toda existencia: la inestabilidad y el olvido.(4)












   Continuará…


                                                             Morada de Barranco, 8 de febrero de 2013.


_______________________

(1) Buchmendel. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo I (Traducción de José Lleonart). Editorial 
     Juventud.España, 1959.

(2) El mundo de ayer. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo IV (Traducción de Alfredo Cahn). 
     Editorial Juventud. España, 1959.

(3) La lucha contra el demonio: Heinrich Von Kleist. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo IV 
     (Traducción de Joaquín Verdaguer). Editorial Juventud. España, 1959.

(4) Idem (1).



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