Soy solo el caminante solitario
que recoge las semillas
del camino.
Javier Heraud
I.
YO SONÁMBULO
Tiempos de colegio. Primarioso y pequeño
salía de casa bien peinadito camino al Santísimo Sacramento (colegio particular
hoy desaparecido) en la cuadra seis de la avenida Grau. Hecho un primor me iba
rumbo al colegio: terno azul (con pantalones cortos en tiempos de calor),
corbata roja, camisa impecablemente blanca (creo que nadie en el mundo las
dejaba tan blancas como mamá) con cuello y puños almidonados, elegancia que se
tornaba en martirio porque después de mataperrear en los recreos, completamente
sudado, despeinado, sucio, tanto puños como cuello se tornaban en efectivas
lijas que arañaban la piel del cuello y muñecas y cuando el sudor llegaba a las
heridas cerraba uno los ojos, arrugaba la nariz y con la boca semiabierta daban
ganas de brincar por el escozor. Algo como cuando el alcohol llega a la herida.
Con mi maletín de cuero marrón (bastante
grande para mi edad) salía de casa, muy temprano. Por calles mucho más
silenciosas que ahora me enrumbaba y para distraer la marcha imaginaba
historias (el cine jugó entonces un papel importante ya que no había domingo
que no fuera a los cines Zenith, Raimondi o Balta para ver sobre todo
“películas de romanos”) donde yo era el protagonista, casi siempre un personaje
heroico (supongo que aquello que no podía hacer en la vida real lo realizaba en
estas ensoñaciones) o en medio de la niebla invernal que invadía las calles que
hacía aparecer a los árboles de moras como fantasmas en hilera, cantaba muy
bajito una canción que no he olvidado y cada que puedo la tarareo:
Si tú me quieres
dame una sonrisa,
si no me quieres
no me hagas caso,
pero si ahora
tú me necesitas,
lo tengo que saber
y tú mi bien
una señal
me vas a dar:
y solo dame
una señal chiquita…
Hay un hecho que me ocurrió por esos años de
infancia y colegio, un suceso teñido de misterio. Sucedió que mis papás me
habían comprado para hacer Educación Física un buzo de franela de color guinda.
Un tiempo después lo dejé de usar y entre ropas viejas o de otra estación se
confundió, por lo menos eso es lo que recuerdo. Sin embargo, acaeció que muchos
meses después me acordé del buzo y decidí volverlo a usar. Busqué donde suponía
debería estar, pero no lo hallé. Busqué y busqué incansablemente. Rebusqué por
los lugares más increíbles de la casa y no daba con el bendito buzo. No sé
cuántas veces reinicié el trabajo de encontrar esta prenda. Incluso mi mamá me
ayudó, nunca lo encontramos, y eso que pusimos, como se dice, la casa patas
arriba. Tan empecinado estaba en hallar el buzo que de impotencia lloré y
zapateé como un condenado. Nada, ni siquiera mis más desesperadas y encendidas
oraciones a San Antonio, santo de las cosas perdidas, hicieron que ubicara el
buzo de franela de color guinda. ¿Dónde estaría?
Ya calmado y resignado, cuando llegó la
noche, me acosté: al día siguiente tenía que ir al colegio… Unas horas después
la voz de mi madre me despertó para alistarme y desayunar. Salí de la cama y
para sorpresa mía llevaba puesto el buzo de franela guinda que infructuosamente
había buscado el día anterior. ¿Qué había sucedido? No sé explicarlo hasta
ahora, pero el bendito buzo lo llevaba puesto. Mi madre al verme no lo podía
creer, pero inmediatamente me dijo algo que me dejó más sorprendido y helado,
muy helado: “Tú eres sonámbulo”. “¿Quééééééé? ¿Qué es eso, mamá?”, le pregunté
con suma curiosidad. “Sonámbulo, hijo, es una persona que camina dormida y
dormida hace cosas”. Me asusté. Y más cuando me dijo como si no fuera
importante: “No se les debe despertar porque si no se vuelven locos”.
¡Caraaaaaajo!, yo sonámbulo y no lo sabía. A un paso de la locura, si es que
alguien por descuido me despertaba, y nunca me lo habían dicho. Entonces, había
ocurrido que ¿guiado por mi subconsciente había buscado el buzo, lo había
encontrado y me lo había puesto? ¿Eso era lo que había pasado? ¿Eso era lo que
mi madre me estaba tratando de decir? Literalmente temblé. Me resistía a
creerlo: ¡yo, sonámbulo! Recuerdo que casi para concluir, mi madre me contó que
en ciertas noches ella había escuchado unos ruidos en casa. En medio de la más
completa y absoluta oscuridad se levantaba de su cama y con sigilo se dirigía
de donde provenían los ruidos… o sea a la cocina. Allí ella me vio varias
noches que movía tazas y platos y luego me regresaba a mi cama. Me di miedo. No
quise indagar más, no quise saber nada más sobre el asunto. Pero cada vez que
lo recuerdo, los vellos de mi cuerpo y mi cabellera se erizan como alfileres y
un escalofrío me invade y sacude mi cuerpo (aunque
suene exagerado).
II. YO NACÍ CON EL CINE
Es cierto,
cuando niño asistía religiosamente al cine todos los domingos. Viejos tiempos
en los que no había televisión en casa; es decir, nadie de mi familia
experimentó ciertas fiebres producto de alguna telenovela exitosa, digamos,
Simplemente María o Natacha, ambas hechas en el Perú y de difusión
internacional (un tiempo después, ya con un televisor en blanco y negro,
sabríamos eso de esperar ansiosos un nuevo capítulo de una telenovela, me
refiero a Nino).
Mi vida
era, aparentemente, sencilla al amparo de mis esforzados padres, una pequeña
(pequeñita, en realidad) casa que se hacía grande para albergar todo, incluso
mi biblioteca personal que empezaba a crecer al ritmo de mi voracidad de
lector, la compañía de mi hermana Gloria y la posterior llegada de Arturo y
varios años después de Francisco.
¿Problemas?
Muchos (que no vienen al caso comentarlos). Unos padres incansables que se
mataban trabajando para que nada faltara en casa (y nunca faltó). Y para esos
múltiples problemas de la vida cotidiana, para mitigar las fatigas del mucho
trabajar: el cine. Aún recuerdo aquellos preparativos familiares para asistir a
una función en los hoy desaparecidos Raimondi, Zenith o Balta (con su consabida
caminata de varias cuadras hasta el también desaparecido óvalo). Esos
preparativos eran un rito (un buen traje, bien peinadito y una alegría
galopante dispuesta a la aventura).
El
silencio sagrado con que se veían las imágenes siempre llamó mi atención,
silencio roto únicamente por la emoción con que los niños en coro (incluso los
mayores) celebraban la aparición proverbial del bueno o de los buenos de la
película: sus gritos, sus risas, sus aplausos todavía resuenan en mis oídos. Yo
con vergüenza ajena solo atinaba a escuchar y ver sus siluetas emocionadas.
Acabada la función, una vez fuera del cine, las acciones de la película se
trasladaban al parque Raymondi. Allí los niños, impregnados todavía por la
experiencia cinematográfica, formaban bandos: los buenos contra los malos y
“peleaban”, hacían la “guerrita”, se perseguían, se herían, se mataban mientras
yo desde lejos los observaba con algo de depresión pues la noche se acercaba y
al día siguiente había que ir al colegio.
Mis citas
con el cine eran impostergables. Recuerdo una. Ocurrió cuando yo tenía siete
años. Ese día me había atrevido a seguir a una procesión, no por un asunto de
fe, sino por ver a la banda musical que acompañaba a la procesión de la Cruz.
Lo tengo claro, ya se acercaba la primera función de cine de ese domingo 31 de
mayo, así que regresé a mi casa, estaba a punto de ingresar a ella cuando mis
ojos se clavaron en una pequeña cáscara seca de naranja, no sé por qué, pero
era como si mis ojos la hubieran buscado. Entré a casa, me acerqué a mi papá y,
como de costumbre, le pedí permiso para ir al cine. Cuando mi padre empezó a
buscar el dinero para la entrada el suelo empezó a moverse espantosamente, era
un terremoto, ese que provocaría la destrucción y desaparición de pueblos
enteros como Yungay y Ranrairca, en el departamento de Áncash. Recuerdo muy
bien que salimos disparados de la casa, mi madre gritaba asustada, aterrorizada
(no era la única, por cierto) mientras mis ojos descubrían cómo la cáscara seca
de naranja, que unos minutos antes viera, saltaba en el suelo como si fuera una
pelota. Ante tamaño desastre nacional todo se suspendió. No hubo funciones de
cine, de teatro, de nada. Asustado (muy asustado) y apenado me resigné a que
ese domingo no podía ir al cine. Fue, creo, el único domingo en que no pude
experimentar la emoción de ver cómo se corría el telón, cómo se apagaban las
luces, cómo en medio de la oscuridad irrumpía un haz de luz que venía de atrás
para iniciar la función; es decir, transitar por el asombro, por el
descubrimiento.
III. ¿QUÉ
OCURRIÓ ESE DÍA?
Corría el año 1999, verano de 1999, mes de
enero. Rita y yo estábamos en todos los ajetreos de nuestro matrimonio.
Habíamos decidido casarnos en un templo virreinal. Lamentablemente la iglesia
del Monasterio de Jesús, María y José del centro de Lima quedó descartada. Así
que, luego de analizar las posibilidades, decidimos que el matrimonio tenía que
ser en la iglesia Santiago Apóstol de Surco, iglesia de tiempos de la
dominación española y sobreviviente a la guerra con Chile. El problema era que
ni Rita ni yo vivíamos en ese distrito, y para casarnos allí, teníamos que
presentar en esa parroquia un recibo de consumo de agua o luz de Surco como
prueba de que pertenecíamos a esa jurisdicción. Problemas.
Inmediatamente pensamos en una excompañera
de trabajo que vivía en ese distrito, ella podría prestarnos el recibo, pero no
sabíamos exactamente dónde residía. El plazo para presentar el documento se
vencía, si no cumplíamos con ese requisito tendríamos que buscar otra iglesia y
nuestro matrimonio ya no podría ser en febrero, último mes de vacaciones.
Recuerdo que caminábamos por la plaza de Surco viejo, desesperados porque no
sabíamos cómo encontrar a Carmen, a quien hacía buen tiempo que no veíamos. Pensábamos
que un golpe de suerte (¿existe la suerte?) haría que coincidiéramos en alguna
calle con ella.
En la vida, hay ocasiones en que uno hace
cosas que después no se atrevería a volver a hacer. Pero hoy que recuerdo, me
parece ver todo como en una película: cruzábamos por una esquina de la Plaza de
Surco una ancha pista, cuando a manera de broma se me ocurrió, a la luz del
día, empezar a gritar el nombre de Carmen. Supongo que los viandantes me
escucharían sorprendidos. Yo me desgañitaba, mientras Rita, nerviosa, me decía
que me callara: “¡Car-men!, ¡Car-men!, ¡Car-men! ...", gritaba. De pronto,
a mitad de pista, un taxi se paró sorpresivamente junto a mí y Rita y del carro
bajó, oh sorpresa, Carmen. No nos quedó más que reír con Rita por lo que
acababa de ocurrir, mientras que Carmen nos miraba sorprendida por el encuentro
y por nuestras risas. ¿Cómo llamar a esto? ¿Suerte, coincidencia, destino?
Podría pensarse, como muchos dicen, el mundo
es chico, así que cruzarse con personas o ciertos sucesos son naturales que
ocurran: la vida siempre depara sorpresas inexplicables o como dicen algunos,
la realidad muchas veces supera a la ficción. Pero ¿de esa manera? Han pasado
veintiséis años de esta anécdota, Rita y yo transitamos felices desde entonces
por una misma senda y en parte se lo debemos a nuestra querida amiga Carmen, o
si se quiere, a la “oportuna aparición” de Carmen.
IV.
UN EMBAJADOR MEXICANO EN MI CASA
Alfonso Reyes es el maestro a quien siempre
releo, al que vuelvo para disfrutar de su prosa que se desliza casi sin ser
sentida. Hace unos treintaicinco años quedé prendado con su "Visión de
Anáhuac" y como un obseso empecé a buscar sus libros: desatado,
enfebrecido, sonámbulo (permítanme ser hiperbólico) y no conseguía libros del
maestro (cuya prosa había sido alabada por el mismísimo Borges). Tenía entonces
veintitantos años y como ahora estaba cargado de sueños, muchos sueños y un
férreo amor por la lectura. Cometí entonces un atrevimiento de juventud.
Una mañana de domingo que paseaba con mi
hermano menor por el malecón de Barranco descubrí la que fue la residencia del
embajador mexicano. Recuerdo que a la semana siguiente llegué hasta ese mismo
lugar con una carta dirigida al embajador de México, en la carta expresaba mi
admiración por el maestro Alfonso Reyes, mi amargura por no hallar más libros
de él, mi ofrecimiento de cambiar algunos libros míos (libros de Derecho,
básicamente) por otros títulos del maestro mexicano, claro está, apelando a los
contactos del embajador.
Deslicé
la carta en la residencia y me fui caminando con mi hermano "Paco"
que en ese entonces tenía siete años. Por momentos pensaba que había perdido mi
tiempo, pero también sentía que algo podía ocurrir, sólo me quedaba esperar...
y no sabía por cuánto tiempo.
En la tarde de ese mismo día, a eso de las
2:00 p.m. sonó el timbre de la casa de mis padres. Yo estaba mal trajeado, un
desastre total (bividí, trusa playera y sayonaras) y encima ayudaba a mi madre
a cocinar un plato típico del Perú, donde entraba limón, pescado, cebolla (el
lector adivinará qué plato es ese), es de imaginar mi apariencia aterradora más
los olores fuertes de los ingredientes que se habían impregnado en mis manos.
Observé silenciosamente por un huequito de una ventanita que daba al jardín de
la casa y, para mi sorpresa, identifiqué al personaje, era el mismísimo
embajador mexicano, don Jesús Puente Leyva. No sabía qué hacer, aterrado sólo
decidí no abrir la puerta, lo atendí azorado y totalmente tembloroso, para mi
vergüenza, por esa ventanita (que hoy ya no existe).
Me presenté y el embajador muy gentilmente
me dijo que había leído mi carta, que lamentaba no haberme conseguido más
libros que ese que tenía en la mano (el IV tomo de las obras completas de
Reyes, creo que son diecisiete tomos). Tembloroso, tartamudeando atiné a
decirle que me espere, que iba a sacar los libros que había ofrecido
cambiarlos, me dijo que no me preocupara, que si conseguía más libros de
Alfonso Reyes me los traía o me los enviaba.
Antes de marcharse, me entregó un sobre
manila con dos libros suyos con dedicatoria, que recopilaban algunos de sus
artículos sobre diversos aspectos de la cultura (sobre todo de literatura),
ambos habían sido editados en Venezuela donde había sido embajador antes de
venir al Perú. Se despidió. Con los deseos de enterrarme en cualquier fin de
mundo en esos instantes, recuerdo que a lo lejos escuché cómo arrancó el motor
de su carro. Yo tenía en ese momento una confusión absoluta, estaba nervioso
pero alegre, estaba avergonzado pero orgulloso, era una maraña de sentimientos
y emociones.
Desde el día que este señor fue a mi casa no
lo volví a ver. Qué generosidad la suya, qué señor de señores, uno de los más
hermosos recuerdos que tengo ocurrió en la flor de mi juventud. Al poco tiempo,
me enteré por un periódico, que al embajador lo destacaban a la Argentina.
Han pasado tantos años, el joven de entonces
sigue siendo joven (un adolescente del segundo tiempo como suelo decir, medio
en serio, medio en broma) y quiero realizar muchos sueños que en el camino han
venido surgiendo, como cuando era más joven e indocumentado.
Hay aquí, al Sur de América, un corazón
peruano que vive y vivirá eternamente agradecido con un Señor llamado Jesús
Puente Leyva. Supongo que algún día ocurrirá que tendré la oportunidad de
volverlo a ver y nuevamente estrechar la generosa mano del embajador mexicano,
pero esta vez (espero) ya sin olor a cebollas y a pescado.
Continuará…
Morada de Barranco, 29 de julio de 2025
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