viernes, 26 de octubre de 2012

UNAS LÍNEAS PARA MI ABUELO JULIO



                                                          

                                                           Y casi lo podría decir, eternamente.
                                                                                   César Vallejo



   Sé que allí donde mi abuelo esté, desearía ver en nosotros alegría y no la tristeza que toda partida acarrea. Él fue un hombre sabio y de lucha que se las tuvo que ver con la tierra, que la trabajó con esmero y con alegría de corazón, esa alegría que demostraba cuando nos invitaba un pan cusqueño (chuta) preparado por la compañera de toda su vida, la abuela Belén; o cuando, en esos instantes de travesura en la que se volvía un niño más, nos hacía asustar a Gloria y a mí (niños aún, ella de cuatro y yo de cinco años) con unas diminutas caiguas que con una ligera presión disparaba sus semillas cual si fueran balas, allá en su huerto entrañable.
   Entiendo que con su partida (y con el de la abuela hace dos años) ya no habrá posibilidad de llegar a su casa querida en Lucre, de llegar y sentarse a la sombra de algún árbol en su patio y conversar: ya no más las historias que solía contar sobre sus perros y gatos que amaba como si fueran sus hijos u oírlo relatar con orgullo una historia fantástica que él llamaba La princesa Sumaccttica. El abuelo ha partido y con él se ha ido una parte muy importante de nuestras vidas.
    Algo que siempre ansié era llegar a Lucre, a su casa de paredes blancas y balconcito celeste, mostrarle a Rita y Kathia algunos ángulos donde ciertos pasajes de mi infancia fueron felices, sencillamente cogidos por la sorpresa: el pasadizo que comunicaba a la tienda y al patio, ese patio donde un mediodía jubiloso comimos unas gloriosas papas sancochadas con ají, la escalera de madera desde donde vi y escuché sorprendido relámpagos y truenos, el huerto pequeño pero infinito donde podías hallar de todo, la pequeña tienda y sus caramelos de colores increíbles, esa misma tienda donde mi abuelo y un profesor de primaria tocaban guitarra y cantaban tiernas canciones quechuas en medio de noches lejanas que hoy solo quedan en la memoria de mi madre. 
    Siempre pensé que llegaría el día en que hablaría interminablemente, como nunca, con el abuelo. Por eso si una cosa me hubiera gustado hacer al llegar a Lucre hubiera sido salir muy de mañana, caminar entre colinas y árboles de capulí y conversar con él, hacerle muchas preguntas, abordar su sapiencia, disfrutar de su facilidad de palabra en sus respuestas sazonadas con una ironía y ternura típicamente cuzqueñas. Cuando pienso que ya nada de eso ocurrirá... me lleno de una tristeza sin fondo.
   Yo sé que ver y oír a un triste enfada, no mentiría si digo que él haría suyas estas palabras de Miguel Hernández, sé que quisiera vernos no derrumbados por la tristeza sino recordándolo como un hombre que tuvo una larga vida, rica en experiencias: un hombre que cuando se embarcó en sus diversas labores lo hizo de manera libre y honesta: que cuando labró la tierra lo hizo como el mejor, que cuando hacía sombreros se convertía en el gran sombrerero del mundo, que cuando cogía una guitarra cantaba los más hermosos huaynos de la tierra milenaria que nos vio nacer. Ese era el abuelo Julio, el Papá Grande de nuestra familia.
   No quiero recordarlo, entonces, con tristeza. Ya lo he llorado, horas después de enterarme de su muerte, mientras caminaba por las calles, resistiéndome a aceptar que nunca más lo vería elegantemente vestido con sus terno oscuro, su sombrero y, ahora último, con su sonoro bastón. No lo veré más, es cierto, pero quedará en mí su imagen imborrable del hombre que fue: generoso, de gran carácter, orgulloso, alegre, honesto, hablador, siempre hablador pues era un memorioso privilegiado. Tengo, pues, motivos más que suficientes para recordarlo con alegría y agradecimiento.
   Hace unos meses escribí algunas palabras sobre mi querido abuelo Julio, quiero citar estos tres fragmentos en su memoria. He aquí estas líneas:


16 de marzo de 2011

   Y entre esos múltiples recuerdos mis abuelos, mis abuelos maternos, quiero decir. El recuerdo de su presencia protectora cuando muy niño, allá en el Cusco, está muy presente, aunque no lo parezca. Mi abuelo era músico, un músico andino, un haravicu (poeta popular o juglar inca, si cabe el término), eximio guitarrista de huaynos cusqueños, mi querido abuelo Julio músico y sombrerero allá en Lucre, pueblecito muy cercano a ruinas incas y más cercano a ruinas de otra cultura más antigua: la de los huaris. 


20 de noviembre de 2011

   Escucho conmovido la flauta (japonesa) y no puedo reprimir la idea de cuan semejante es su sonido e intensidad al de una quena de un haravicu andino. Y pienso en mi abuelo Julio de 94 años que está nuevamente en Lima: lúcido, hablador, sabio. Siempre me conmovió la pequeñez de su cuerpo y la eterna alegría de sus pasos. Incansable, incluso en su soledad. Sé que ya hace mucho no toca una guitarra, que ahora vive inmerso en otros sonidos, que la música que hoy escucha ya no es sensorial sino la de sus recuerdos: hace casi dos años que se fue mi abuela Belén y resuenan en mis oídos lo que me contaron que dijo en el velorio, allá en el mítico Cusco: “Como te has atrevido a dejarme”. Más de setenta años de convivencia  y siete hijos no son poca cosa para la vida de un hombre. En ese reproche había todo un universo acumulado en el corazón: pena, dolor, amistad, complicidad, amor… en definitiva, todo lo que cualquier mortal desearía vivir una vez que ha sido hallado por el amor (“Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío...”, escribió el poeta Luis Cernuda).


10 de diciembre de 2011

   En esta misma casa, hace unos instantes conversé con mi abuelo Julio, mi querido abuelo de 94 años, que ya no ve con nitidez ni escucha muy bien, pero que conserva su lucidez, su palabra sabia, precisa y su andar de pasos menudos, alegres y firmes, a pesar de su edad. Decía mi madre, al verlo ensimismado en la maraña de sus pensamientos, que guardaba desde niña el recuerdo de su padre leyendo, siempre leyendo (periódicos, revistas, libros…) acompañado de su fiel diccionario: “Siempre fue así, un gran lector”, concluyó mi madre.  Ahora me explico su buen decir, los recursos de su palabra que facilitan el fluir de sus recuerdos: “Mi familia está integrada por cincuenta y un personas. Tengo veinticuatro nietos (doce varones y doce mujeres) y once bisnietos (el último nació el año pasado)” o “Me casé a los veinte años, un 11 de septiembre de 1939…”, ¡ah!, mi querido abuelo memorioso.

   Ayer vi una foto tomada por mi hermano Arturo en 2009 en el Cuzco. En ella se ve entre paredes prehispánicas rojizas a mi abuelo Julio caminando hacia una callejuela de las ruinas de Piquillacta, la segunda urbe en importancia de la cultura huari, muy cerca a Lucre. Veo y reveo la foto y hoy me parece que esa imagen es como la metáfora de su partida.





   El abuelo alejándose físicamente de nosotros, pero camino al punto donde lo ha de estar esperando su compañera de junco y capulí de toda la vida. Así los estamos recordado ahora: juntos, inseparables.  Así los recordaremos hasta cuando nos toque a nosotros la partida.



   Continuará…




                                        Morada de Barranco, 26 de octubre de 2012.

No hay comentarios:

Publicar un comentario