¿Quién os ha imaginado y qué voces os han cantado…?
Azorín
Siempre me llamó la atención aquellas obras
cuyos autores son anónimos, las motivaciones que llevaron a permanecer
incógnitos, pienso en las jaryas mozárabes, por ejemplo, poemillas escritos en
un español muy antiguo y mezclado con ciertas palabras árabes. El contenido de
estos breves poemas es amoroso generalmente y fueron creados en el siglo XI. Yo
que no soy muy dado a recordar poemas, sin embargo, hay uno que conservo en la
memoria y que utilizo mucho en mis clases de Tercero:
Tan’t amare, tan’t
amare,
habib, tan’t amare,
enfermaron uelios
gaios
e dolen tan male.
Que traducido a un español contemporáneo
dice así:
Tanto amar, tanto
amar,
amigo, tanto amar,
enfermaron unos ojos
antes alegres
y que ahora duelen
tanto.
También, como recordamos, hay otras obras
medioevales españolas cuyos autores se desconocen, allí están el Cantar de mio
Cid y los romances viejos. Con respecto
al primero, incluso se dice que no sería uno el autor sino varios juglares. Sea
una u otra la verdad, suelo frecuentar, desde que lo descubrí y hablamos de una
buena punta de años, un texto de Azorín
incluido en su libro Al margen de los
clásicos titulado El cantor del Cid donde
con una prosa sencilla nos hace imaginar a quien sería el único autor,
habitante solitario de un pueblo con “callejuelas tortuosas y sombrías”,
pergeñando “misteriosamente sobre unos blancos cueros” los versos donde “se
cuentan las hazañas portentosas de un héroe”.
Sobre los romances viejos mucho se ha
escrito, lo que yo pueda decir sobre ellos nada nuevo agregaría al asunto,
sabido es que estos no consignan autores, razón por la que Azorín se hacía estas preguntas: “”Estos romances populares, ¿los ha compuesto realmente
el pueblo? ¿Los ha compuesto un tejedor, un alarife, un carpintero, un
labrador, un herrero? O bien, ¿son estos romances la obra de un verdadero
artista, es decir, de un hombre que ha llegado a saber que el arte supremo es
la sobriedad, la simplicidad y la claridad?”. Entre los romances que han
llegado a nuestros días y que suelo leer y analizar con mis alumnos están Romance del enamorado y la muerte, Romance del desengaño, La misa de amor y uno de los romances más
breves que haya leído, me refiero al
siguiente:
ROMANCE DEL
PRISIONERO
Que por mayo era, por
mayo,
cuando los grandes
calores,
cuando los enamorados
van servir a sus
amores,
sino yo, triste,
mezquino,
que yago en estas
prisiones,
que ni sé cuándo es
de día,
ni menos cuándo es de
noche,
sino por una avecilla
que me cantaba al
albor;
matómela un
ballestero.
¡Dele Dios mal
galardón!
Una obra de 1554, la novela picaresca El Lazarillo de Tormes conserva hasta el día de hoy su autor en el anonimato, aunque por allí alguna vez se le atribuyó a diversos personajes como un tal Alfonso de Valdés. Los temas tratados en la obra (críticas a la sociedad y a la Iglesia) es probable que hayan llevado al autor a la decisión de publicarla sin su nombre para evitar castigos.
Aquí, en el Perú, también hay textos de
carácter anónimo, toda la literatura prehispánica tiene esta condición (mitos,
leyendas, fábulas, poemas como los harauis, huayñus, aya taquis, etc.). He aquí
uno de ellos:
HARAUI
Una
paloma
yo
he criado,
con
toda el alma
la
he querido,
por
eso ahora
me
abandona
sin
que le diera
ningún
motivo.
De la época de la caída del
Tahuantinsuyo, trancribo un par de
coplas creadas no por indígenas sino probablemente por toscos y vulgares
soldados de la Conquista y de la guerras civiles entre los conquistadores (para
mayor precisión, entre pizarristas y almagristas).
COPLA
Pues señor gobernador
mírelo bien por
entero
que allá va el
recogedor
y aquí queda el
carnicero.
COPLA
Almagro pide la paz,
los Pizarro, guerra,
guerra;
ellos todos morirán
y otro mandará la
tierra.
El anonimato de estas coplas se puede
explicar y justificar, como en el caso del autor del Lazarillo, pues se trató
de evitar represalias por las denuncias y burlas que se ejercían.
Pero, ¿adónde quiero llegar con esta
introducción sobre algunas obras de autores anónimos? Porque es a un punto al
que quiero llegar. Bueno, contaré que hace ya muchos años, en mis incansables
búsquedas de libros di con una joya preciada en una librería de viejo: Obra poética de César Moro. Hasta allí
nada nuevo ni especial. Como suele suceder con ciertos libros de segunda, uno
puede encontrar dentro de ellos algunas cosas curiosas. Recuerdo que, por
mencionar un caso, una vez al comprar un viejísimo libro del poeta ecuatoriano Jorge
Carrera Andrade Registro del mundo, publicado
en Quito del año 1940, encontré entre sus páginas una tarjeta del poeta presentándose
como Cónsul General del Ecuador.
Mas lo que quiero contar está relacionado
con el libro de César Moro. Hojeaba yo el libro antes de pagar por él cuando
hallé una doblada hoja amarilla y escrita a máquina, no la leí, solo la dejé
donde estaba. Una vez que el libro fue mío, al llegar a casa, me dispuse a leer
la hoja que contenía dos breves cuentos y un tercero inconcluso (con apenas
tres líneas tipeadas). Debo reconocer que los cuentos me agradaron, sus finales
sorpresivos me sorprendieron. Inicié entonces una búsqueda para dar con el autor de
los cuentos y hasta el día de hoy no he dado con él. ¿Quién los escribió? ¿Adónde
fue o fueron a parar las otras hojas donde probablemente estaba el nombre del
autor? ¿Quién lo puso allí? Hoy estos breves cuentos como las primeras obras que mencioné, salvando distancias, se mantienen con autor anónimo y ese misterio les presta un cierto encanto.
Tuve, sí, la precaución de pasar ambos textos a mi computadora hace unos
siete años, de ese archivo que había olvidado los rescato y lo pongo a la luz y
consideración de los amigos lectores. Ya para terminar con mis líneas, debo
decir que la hoja amarilla con los cuentos se me traspapeló con la reciente mudanza y,
supongo, que algún día lo he de encontrar.
EL REGRESO DE ARCHIBALDO
Archibaldo regresó después de mucho tiempo a
su casa. Era allí donde había crecido y compartido juegos con sus hermanas y
algunos amigos. Lo que más extrañaba de ella era su cuarto, su cama pegada a la
pared, los pocos libros acomodados en un librero de madera, su pequeña pero
entrañable colección de estampillas.
Entró con facilidad a la casa. En medio de
la oscuridad avanzó con seguridad: ninguna duda, ningún tropiezo, en realidad
se la sabía de memoria. Caminó despacio por la sala y el comedor, muy pero muy despacio
y sin hacer ruido, no quería despertar a nadie, no quería asustar a nadie. En
el camino reconoció algunos adornos, ciertos cuadros, un viejo espejo.
Una vez en el patio, vio la puerta del
cuarto de sus papás y la de sus dos hermanas, y al fondo, casi escondida, la
puerta de su dormitorio. Emocionado se dirigió hasta ella. Entró
silenciosamente. Todo estaba oscuro, pero no tenía necesidad de prender la luz,
sentía que podía ver todo: su cama, su pequeña mesa, la foto de cuando tenía
diez años, sus libros… todo estaba igual, igual que antes de su partida. Emocionado
se dijo: “Estoy de nuevo en casa”.
Caminó hasta el librero, y cuando estuvo a
punto de agarrar uno de sus libros sintió pasos que se aproximaban hacia su cuarto
o hacia el baño, que estaba al frente. Se puso nervioso, muy nervioso. Los
pasos estaban cada vez más cerca, de pronto una tos le hizo saber que era su
madre quien se acercaba. Deseó salir y abrazarla, decirle que le amaba y que
siempre había pensado en ella, pero no podía hacerlo, por más que quisiera, no
podía hacerlo.
Al sentir que la puerta de su cuarto lentamente
se abría tomó la decisión de escapar. Y así lo hizo: como quien introduce las
manos en el agua, salió de la casa como había entrado, es decir, a través de la
pared.
LA ESPERA
Desde hace mucho
tiempo, Francisco quería ver un fantasma. Sucedió que un día se enteró que
el más famoso fantasma de su ciudad era
uno que sentado en las gradas, en la entrada de la iglesia principal, parecía
esperar muy elegante y nervioso a alguien. Francisco había intentando desde
hacía varias semanas ver al fantasma y nada. Sin embargo, algo le decía que
esta noche sería la ocasión en que podría verlo por fin. Se preparó como nunca
y llegó muy nervioso hasta el lugar de las apariciones, se sentó como de
costumbre en una de las gradas de la iglesia y esperó, esperó… y nada, el
fantasma no apareció. “¡La próxima vez lo veré!”, pensó. Y cansado por tanto
esperar, Francisco se alejó lentamente, confundiéndose poco a poco con la
neblina y la oscuridad… hasta meterse en su sepultura.
Continuará…
Morada de Barranco,
16 de setiembre de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario