domingo, 6 de febrero de 2011

EL FÚTBOL, LA LECTURA Y ALGUNOS LIBROS

                                                                               

                                                                                                          Y me guía a través de la noche…
                                                                                                                          José María Eguren



   “¡Yo soy uruguayo!” y me golpeé el pecho con la mano derecha. Así le respondí a Rita cuando me pedía que me calmara, el día aquél en que Uruguay eliminó a Ghana. Unas lágrimas gruesas corrían por mi rostro como si realmente fuera un “yorugua”, y lloré más cuando Gyan falló el penal en el último minuto del tiempo extra. No, la “Celeste” no estaba muerta y desde 1970 esperó este momento para decirnos que solo dormía y que tenía afanes de lograr lo que en el pasado. Terminado el encuentro, agradecí a quien fuera por haber visto uno de los partidos más emocionantes de mi vida y, sobre todo, porque Uruguay estaba en la semifinal... como en el pasado.




   Esa respuesta a mi esposa, esa identificación con la selección uruguaya no vino del aire, es consecuencia de la lectura. ¿Qué? ¿Cómo? Me explico: desde niño fui un lector fervoroso de la sección deportiva de los diarios, coleccionaba revistas que hasta el día de hoy conservo. En otras palabras, “devoraba” las noticias deportivas de actualidad y del pasado de manera insaciable. No había día en que no comprara el periódico (el diario La Crónica), no había semana en que no comprara una revista (la fenecida Ovación). Me sabía de memoria las marcas mundiales y olímpicas, los nombres de jugadores de diversos equipos, podía, incluso, describir cómo se había hecho un gol sin nunca haberlo visto porque entre otras cosas ni había nacido. Esta efervescencia futbolística fue estimulada porque en el Perú de entonces, el de mi infancia y adolescencia, le iba muchísimo mejor que hoy en fútbol (y en otros deportes), tiempos en los que por lo menos el Perú iba a los mundiales, y se decía que después del rey Pelé, el mejor futbolista era Cubillas, el Príncipe.




   La lectura me proporcionó información que alimentó mi amor al fútbol ( y después a muchas otras cosas más). Adonde iba lo hacía leyendo (periódico o revista). No sé cómo nunca me caí, no he logrado explicar por qué nunca tropecé o pisé un hueco o me atropelló un carro. Hoy no podría realizar tamaña proeza: caminar cuadras de cuadras leyendo sin que me ocurra un accidente. Imposible. Hoy no saldría ileso.




   En esas memorables lecturas di con la historia del fútbol uruguayo: dos veces campeón olímpico (1924 y 1928); dos veces campeón mundial (1930 y 1950); las hazañas coperas de un equipo uruguayo, el Atlético Peñarol, que años después sería elegido como el mejor equipo sudamericano del siglo XX. De toda esa rica historia lo que me llenó de fantasía y entusiasmo fue la épica jornada del Maracanazo, donde un indesmayable y aguerrido equipo uruguayo dio cuenta del favorito de favoritos: Brasil. Desde entonces el respeto y admiración al viejo y querido fútbol uruguayo.




   La lectura me procuró (y me procura) tantas hermosas experiencias: he viajado sin moverme de Barranco, he sido Julián Sorel o Fabricio del Dongo, escapé por las cloacas de París con Jean Valjean, estremecido toqué las piedras sagradas del Cuzco con el niño Ernesto, huí de la furia del enceguecido Polifemo con el astuto Odiseo, me reí con el Quijote de las simplezas de Sancho, me enamoré como un poseso de Naná… y a través de la lectura cumplí un sueño, soñando: hacerle el gol del triunfo en el último minuto a la “U”, claro está, jugando por Alianza Lima y definiendo un título. ¡Ah!, la lectura, cómplice de algunos de los mejores momentos de mi vida, eficaz arma para luchar contra el aburrimiento y el tedio: sé de muchos que se aburren y detestan la lectura como sé de otros que cuando no tienen una fiesta en un fin de semana, por ejemplo, toman un libro y asunto solucionado.




   Alguna vez conté lo que hice para conseguir algunos libros ansiados de Alfonso Reyes: a veces uno es capaz de hacer cosas impensadas en ese afán de conseguir un título, un libro desesperadamente buscado: tal vez como un moderno Fausto hasta entregar el alma por un libro. ¿Por un libro? El que no ama la lectura, el que no siente pasión por los libros no lo podrá entender.




   Hace unos años pregunté a Marco, un amigo librero de la calle Amazonas alguna historia curiosa que le hubiera acaecido en relación a la compra o venta de libros. Me miró con satisfacción y me contó lo que a continuación detallo: Sucedió que un día un muchacho extremadamente ansioso le ofreció un libro y le pidió por él diez soles. Marco cogió el libro, lo miró bien por fuera: estaba en buen estado; lo hojeó apenas y le dijo que solo le podía dar cuatro soles, que el libro no valía más (en realidad valía más, asunto de negocios). El muchacho lo miró casi con desprecio, tomó su libro (casi como que se lo arranchó) y se fue en busca de alguien que pudiera pagarle el precio... Luego de media hora el joven regresó donde el amigo librero y le dijo completamente desesperado: “Ya, dame los cuatro soles”. Sin pensarlo mucho, mi amigo Marco pagó y el muchacho desapareció casi inmediatamente. El nuevo dueño del libro lo hojeó, ahora, con mayor detenimiento, parecía disfrutar del roce de su tacto sobre la superficie de las hojas del libro... de pronto sus ávidos ojos se posan sobre algo que le pareció irreal, pero no, efectivamente lo que sus ojos acababan de descubrir era un billete de cincuenta dólares que estaba ahí, dentro del libro recién adquirido. Cómo son las cosas, ese muchacho desesperado por lograr diez soles y dentro del libro que vendió un billete de una cantidad mayor al que solicitaba. “Probablemente había robado el libro y necesitaba con urgencia la plata para comprar droga”, me dijo el sonriente amigo librero de la calle Amazonas. Probablemente tenía razón, pero no había forma de saberlo. 




   Pero si una anécdota quiero contar es ésta: Una vez me aconteció algo extraño, extrañísimo con la compra de un libro. Estaba caminando por el jirón Lampa cuando en una acera, un ambulante ofrecía a precios regalados una ruma de libros, me llamó la atención que muchos de esos libros estuvieran empastados en cuero y con letras doradas en los lomos, algunos en buen estado, otros picados, pero todos ellos pertenecieron a una misma biblioteca (según el sello el dueño fue un tal Manuel Cubillus). Cogí de entre ellos un libro pequeño empastado en cuero y en regular condición: “Últimas confidencias” por Alfonso de Lamartine, publicado en Madrid en el año 1866, como se puede ver en la foto. Un libro contemporáneo del Combate del 2 de Mayo con sus hojas en buen estado.






   El libro me costó una bicoca. Ya en el carro y de regreso a casa empecé a hojearlo y para mi sorpresa encontré "escondido" entre sus hojas un trébol de cuatro hojas (señal, dicen, de buena suerte), y unas páginas más adelante, una pequeña hojita cuadrada con el mes, el día, la fecha, el tipo de luna y el santo: 14 de enero, esa era la fecha de la hojita de ese viejo calendario. Lo extraño del asunto es que esa fecha es la fecha de mi cumpleaños. ¿Coincidencia? Tal vez. Decidí tomar estos hallazgos como el anuncio de tiempos mejores. Quiero y lo pienso así (todavía). Ahí donde encontré el trébol y la hojita del calendario, ahí se quedaron. Y el librito está en mi biblioteca como una de mis joyas más preciadas acopañándome ya más de veinticinco años.






  “Asunto serio” es la lectura, pero serio por importante. Hace un tiempo leí una anécdota del gran filósofo alemán Kant que cuenta lo siguiente: Corría el año 1762, los dos grandes libros de Jean Jacques Rousseau: El contrato social y Emilio, llegaron a la ciudad de Kant, al puerto báltico de Königsberg. Todos los días de su vida adulta, el pequeño profesor de universidad, hijo de humildes artesanos, realizaba "religiosamente" el mismo paseo por su ciudad: las mismas calles, la misma hora. Tanta era su exactitud que los habitantes de esas calles ajustaban sus relojes al paso del filósofo: Kant era más preciso que la máquina. Pero un día ocurrió que llegaron los libros de Rousseau a la casa de Kant y éste interrumpió su paseo. Los vecinos al no ver pasar al profesor se sorprendieron y se mortificaron pues ya no podían ajustar los relojes, y se preguntaban: "¿Qué le habrá pasado?, ¿estará enfermo el profesor?". Dos días después todo volvió a la normalidad. Königsberg volvió a obtener su regularidad provinciana con la vuelta de la puntualidad del profesor. ¿Qué había sucedido? Pues que Kant había pasado dos días enteros leyendo los libros del gran Rousseau. Eso fue todo: simple y sencillo amor por la lectura.




   Brillante anécdota que ejemplifica cuan importante puede ser la lectura en la vida de un hombre, en la vida de cualquier hombre, creo.






   Continuará...



                                                      Morada de Barranco, 6 de febrero de 2011.





No hay comentarios:

Publicar un comentario