jueves, 20 de enero de 2011

EL CAFÉ, EL EMBAJADOR Y UN LIBRO

     
                                                                                 Es la marcha inasible del tiempo.
                                                                                                                             Vicente Azar

I.



   La verdad que soy un asiduo consumidor de café, muy afecto a su color que me recuerda al misterio de la noche, al amargor que acaricia mi paladar y me hace pensar la semejanza que hay entre el café y la vida. Confieso que me gusta el café pasado porque es la única manera que sé para prepararlo, detesto el café en lata, el instantáneo, me parece que es ofensivo su sabor artificial, su acidez que me hace pensar en un limón de plástico. Sé que me hace daño, pero si no lo tomo aquí, dónde lo voy a tomar después, así que bebo las tazas que mi organismo resista; es decir, un poco antes de que empiece a caminar por los techos, misma mosca. Justo ahora que escribo estoy bebiendo una tacita azul de café, un café negro, negrísimo del Cuzco, de La Convención que está no en la Sierra sino en la ceja de selva, un territorio semejante al lugar donde emerge esa rosa de piedra que es Machu Picchu.
   En la foto se ve un libro de Alfonso Reyes. Ese libro tiene su historia. Corría el año 1989. Hacía poco había descubierto la magnífica prosa del maestro en su librito "Visión de Anáhuac". Y empezó la cacería de sus libros por todas las librerías limeñas. Apenas si conseguí dos o tres en libreros de viejo, nada más.
   Una mañana de domingo que paseaba con mi hermano menor por el malecón de Barranco llegamos hasta la casa de Vargas Llosa, en ese momento descubrí que al frente estaba la que fue la residencia del embajador mexicano. Recuerdo que a la semana siguiente llegué hasta ese mismo lugar con una carta dirigida al embajador, en la carta expresaba mi admiración por el maestro Alfonso Reyes, mi amargura por no hallar más libros de él, mi ofrecimiento de cambiar algunos libros míos (libros de Derecho, básicamente) por otros títulos del maestro mexicano, claro está, apelando a los contactos del embajador.
   Deslicé la carta en la residencia y me fui caminando con mi hermano "Paco" que en ese entonces tenía siete años. Por momentos pensaba que había perdido mi tiempo, pero también sentía que algo podía ocurrir, sólo me quedaba esperar... y no sabía por cuánto tiempo.
   En la tarde de ese mismo día, a eso de las 2:00 p.m. sonó el timbre de la casa de mis padres. Yo estaba mal trajeado, un desastre total (bividí, truza playera y sayonaras) y encima ayudaba a mi madre a cocinar un plato típico del Perú, donde entraba limón, pescado, cebolla, es de imaginar mi apariencia aterradora más los olores fuertes de los ingredientes que se habían impregnado en mis manos. Observé silenciosamente por un huequito de una ventanita que daba al jardín de la casa y... para mi sorpresa identifiqué al personaje, era el mismísimo embajador mexicano, don Jesús Puente Leyva. No sabía qué hacer, aterrado sólo decidí no abrir la puerta, lo atendí azorado y totalmente tembloroso, para mi vergüenza, por esa ventanita (que hoy ya no existe).

                               Puerta nueva y nueva ventanita por donde en el pasado atendí al embajador.

   Me presenté y el embajador muy gentilmente me dijo que había leído mi carta, que lamentaba no haberme conseguido más libros que ese que tenía en la mano: el IV tomo de las obras completas de Reyes (creo que son diecisiete tomos). Tembloroso, tartamudeando atiné a decirle que me espere, que iba a sacar los libros que había ofrecido cambiarlos, me dijo que no me preocupara, que si conseguía más libros de Alfonso Reyes me los traía o me los enviaba.
   Antes de marcharse, me entregó un sobre manila con dos libros suyos con dedicatoria, que recopilaban algunos de sus artículos sobre diversos aspectos de la cultura (sobre todo de literatura), ambos habían sido editados en Venezuela donde había sido embajador antes de venir al Perú. Se despidió. Con los deseos de enterrarme en cualquier fin de mundo en esos instantes, recuerdo que a lo lejos escuché cómo arrancó el motor de su carro. Yo tenía en ese momento una confusión absoluta, estaba nervioso pero alegre, estaba avergonzado pero orgulloso, era una maraña de sentimientos y emociones.
   Al poco tiempo, me enteré por un periódico, que al embajador lo destacaron a la Argentina.
   Desde el día que este señor fue a mi casa no lo volví a ver ni a saber de él. Qué generosidad la suya, qué señor de señores, uno de los más hermosos recuerdos que tengo ocurrió hace más de veinte años. El libro de la foto es el que me regaló Don Jesús Puente Leyva, el generoso embajador mexicano.


II.

   Alfonso Reyes es el maestro a quien siempre releo, al que vuelvo para disfrutar de su prosa que se desliza casi sin ser sentida. Hace más de veinte años quedé prendado con su "Visión de Anáhuac" y como un obseso empecé a buscar sus libros: desatado, enfebrecido, sonámbulo (permítanme ser hiperbólico) y no conseguía libros del maestro (cuya prosa había sido alabada por el mismísimo Borges). Tenía entonces veintitantos años y como ahora estaba cargado de sueños, muchos sueños y un férreo amor por la lectura. Cometí entonces (como ya lo conté) el atrevimiento juvenil de escribir una carta al embajador y él tuvo la amplitud de espíritu de ir a mi casa, tocarme la puerta y en un acto humilde y sincero obsequiarme ese maravilloso libro de prosas cortas.
   La delicadeza del gesto del embajador conmueve en tiempos donde la violencia y la vulgaridad campean. Esta historia la atesoré en mi memoria y sabía que algún día tenía que escribir sobre este hecho... así fue como llegó el momento, aunque claro yo ya lo había contado a mis amigos más cercanos y algunos se emocionaban, otros escuchaban medio incrédulos.
   Han pasado algo más de veinte años. El joven de entonces... sigue siendo joven (un adolescente del segundo tiempo como suelo decir, medio en serio, medio en broma) y quiero realizar muchos sueños que en el camino han venido surgiendo, como hace veinte años.
   Hay aquí, al Sur de América un corazón peruano que vive y vivirá eternamente agradecido a un Señor llamado Jesús Puente Leyva. Supongo que algún día ocurrirá que tendré la oportunidad de volverlo a ver y nuevamente estrechar su generosa mano, pero esta vez (espero) ya sin olor a cebollas y a pescado.

   Continuará...

                                                Morada de Barranco, 20 de enero de 2011.

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