domingo, 17 de octubre de 2010

LOA AL FÚTBOL

                                                                       En el fútbol todo es clara poesía.
                                                                                      Juan Parra del Riego

   Por aquellos tiempos de mi infancia y temprana adolescencia,  hubo ciertas tardes que nos dejaban salir temprano del colegio para ver los partidos de la selección que participaba en la Copa América donde Perú saldría campeón, recuerdo la tarde en que salimos para ver el partido de Perú – Chile en el estadio Matute, ese partido donde Oblitas haría un gol de chalaca, así como recuerdo que no nos dejaron salir para ver (no recuerdo si lo transmitieron por televisión, porque había lugares desde donde era casi imposible transmitir partidos: Bolivia y Paraguay, por ejemplo) el partido Perú – Bolivia jugado en Oruro y donde Perú ganó uno a cero con gol de “Cachito” Ramírez.
   En la atmósfera se respiraba fútbol, teníamos grandes jugadores (Cubillas, Sotil, Cueto, Muñante, Chumpitaz, Meléndez…) y había lugar para la esperanza, aunque nunca ganamos un mundial, pero por lo menos la selección iba a los mundiales.
   Recuerdo que cuando estuve en 1ro de secundaria (tenía entonces doce años) nos tocaba Educación Física a las dos últimas horas de no sé qué día. Salíamos del colegio y en la línea 2 (de la desaparecida Enatru) que entraba por la Av. Lima nos íbamos al Chipoco y algunos lo hacían caminando. El curso lo llevábamos con un profesor que sólo nos enseñó ese año y que era conocido como “Ruso”, un gordito achinado, colorado, que usaba un corte de cabello medio militar y que lo asemejaba a un joven down. Al año siguiente regresaría el profesor Huarachi. (*)    
   Luego de hacer Física, algunos nos quedábamos a jugar partiditos en lo que es el Parque 14 de Enero o conocido también como Las Mimosas. Esos partidos, en su desorden y por lo interminables eran jornadas épicas. Uno de esas contiendas que más recuerdo fue aquél en que, a pesar de las jugadas maravillosas que ambos equipos ejecutaron, estábamos empatados y el partido parecía nunca terminar y ya era de noche, así que decidimos que el primero que metía un gol ganaba. Por azares del destino, para ese partido, yo jugaba en el arco. Cuando todo hacía suponer que el empate no se rompería, de pronto vi que venía hacia mi arco, a toda carrera, un jugador del equipo contrario, y como perro que se sacude el agua luego de ser bañado así se sacudía de todos los que se atrevían a marcarlo, era un zambo grandazo que apenas si estudió medio año con nosotros, creo que se apellidaba Cruz. Salvo uno que otro, todos le llegábamos, creo, a la cintura. En el transcurso de los años, alguna vez me he cruzado con él y sólo se me queda mirando, seguro que no olvida lo que a continuación contaré. Cuando vi que el zambo se venía a la carrera con la pelota pegada a la zapatilla y mis compañeros de equipo nada podían hacer y sólo gritaban para ver si por lo menos con los gritos el negro se atarantaba, decidí, como kamikase japonés el acto desesperado y suicida de arrojarme a los pies de Cruz y adueñarne de la pelota. Nada me importó que él fuera Goliat y yo David, lo hice, de tal forma que una vez que tuve a la pelota en mis manos, la abrace como si fuera mi hijo y me acurruqué en el suelo de polvo anaranjado (imagínense como estaría mi ropa de física) para protegerme de lo que se me podría venir encima. Efectivamente, al tomar la pelota también barrí al negro de tal suerte que salió volando como Supermán sin capa y cayó como un pesado costal de papas sobre una hilera de piedras pintadas de blanco y que estaban apostadas al borde del jardín. Cuando levanté la cabeza, vi a mi costado al negro, en realidad solo pude ver sus dientes, polo y zapatillas blancos porque ya era de noche y no había mucha iluminación, que entre risa y llanto, tirado y mirando al cielo decía: “¡Ay, conchesumadre, foul, foul, ay, mi espalda, mi espalda…!”. No voy a mentir si digo que todos se mataban de la risa, porque la caída debió ser espectacular (alguien me dijo después que Cruz salió por los aires como un aspa de molino y cayó pesadamente como un gallinazo que de sorpresa le viene un soponcio), pero como comprenderán yo no tenía otra, o lo cortaba o era gol, y a mí sinceramente nunca me gustó perder. Recuerdo que mis compañeros de equipo me abrazaban, pero el partido no había terminado, así que rapidito no más saqué la pelota que fue astutamente aprovechada por uno de mi equipo para hacer el gol del triunfo. El equipo contrario, como estaba distraído con los quejidos del negro Cruz, no prestó mucha atención y ganamos de esa manera accidentada ese partido que parecía no tener fin. Cosas del fútbol. Con respecto al maltrecho Cruz, supongo que su espalda debió terminar como la de un estegosaurio, mínimo. Y de allí, calabaza-calabaza cada uno se fue a su casa. Y claro, el más feliz de todos, en esa noche futbolera, probablemente fui yo, tan así es que después de tantos años… todavía lo recuerdo emocionado, emocionado.

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(*)Yo recuerdo su maratón que consistía en dar una vuelta por la pista atlética del Chipoco, salir del estadio y bajar por la quebrada de Armendáriz, correr por toda la playa, subir por la Bajada de los Baños y una vez arriba, correr por el malecón, llegar al Chipoco, y dar nuevamente la vuelta a la pista atlética. Un martirio. Pero el profe amenazaba: “Aquel que no corre sale jalado en el curso”. No sé cómo nadie no se murió de un ataque cardiaco por el sobreesfuerzo. Incluso nos engañaba diciendo que no permitiría que cortáramos camino bajando por los barrancos, que él tenía espías apostados en lugares estratégicos que descubrirían a los tramposos. Caballero no más, a correr. Creo que llegué último y como a las 8:00 de la noche.

   Continuará...

                                                            Morada de Barranco, 17 de octubre de 2010.

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