Caries
en los renglones.
Pablo
Neruda
Cuando
en octubre de 2014 salió publicado Donde
mi calle acaba,
mi libro de poemas, no me percaté de una errata que hasta el día de
hoy me avergüenza. En la solapa del libro aparece mi nombre y
algunas líneas informativas. Por el comentario de una alumna
identifiqué el desliz: Orlanda Granda… Unos meses antes, julio de
2014, había publicado en esta bitácora
una entrada que titulé
Las
erratas, esas visitas inesperadas.
El
texto concluye con estas líneas premonitorias: “Las
erratas, las entrometidas erratas que a nada ni a nadie respetan,
incluso se inmiscuyen en las vidas de los más comunes mortales. Por
ejemplo, me ocurrió a mí, que feliz esperaba el día de la
presentación de un libro mío en la Feria del Libro Ricardo Palma,
allá por 2009. Hasta que la desazón me invadió al ver que en el
catálogo de la feria aparecía mi nombre con una gruesa y
escalofriante errata: Orlanda Granda”.
Identificado
el enemigo, durante mucho tiempo me pregunté, si mil cuidado tuvimos
para que no sucediera, cómo fue que pasó ese error…, pero
sucedió, a pesar de los filtros. Ideé durante noches interminables
mil formas para disimular la errata, para que pasara desapercibida,
al final, me daba cuenta que la supuesta solución agravaba el
problema. Desistí. Dejé salomónicamente que el tiempo hiciera su
trabajo. Diez años después, con las aguas más tranquilas, vivimos
resignados a esta triste realidad. Como se suele decir en casos
semejantes: Al mejor cazador se le escapa la paloma.
LAS
ERRATAS, ESAS VISITAS INESPERADAS
¡La
errata de imprenta, he ahí el enemigo!
Alfonso
Reyes
César
Vallejo decía algo así como que si a un poema se le quitaba una
coma o un punto, el poema moría. Es cierto, el gran Vallejo acertó
con esas palabras. En ese aspecto hay una semejanza entre la poesía
y las matemáticas: la precisión. Esa búsqueda de la perfección
(que según se dice no existe) llevó a otro poeta (unos dicen que
fue Vicente Huidobro; otros, Mallarme) a decir que: “No hay poema
terminado sino abandonado”. Pero antes del abandono, la lucha tenaz
por lograr la ansiada precisión; es decir, la palabra precisa.
Recurriendo
a otro ejemplo de esa búsqueda obsesiva por la precisión, por la
palabra perfecta, menciono ya no a un poeta sino a un narrador, hablo
de Gustave Flaubert, el autor de “La educación sentimental”. Guy
de Maupassant, que algo le conoció, escribió de Flaubert y su
obsesión: “Recorría las líneas, rebuscando las palabras,
revolviendo las frases, consultando la fisonomía de unas letras
junto a otras… A continuación se ponía a escribir, lentamente,
deteniéndose cada poco, volviendo a empezar…, emborronando veinte
páginas para acabar una, gimiendo como un leñador por el penoso
esfuerzo de su pensamiento”. En definitiva, Flaubert (que desde los
veintidós años era epiléptico) vivió con el tormento de la
escritura que le llevó a varias crisis y desequilibrios emocionales.
Pienso
en él, en el minucioso Flaubert e imagino sus accesos de ira al
comprobar la presencia de alguna errata ("piojos de las
palabras", las llamaba) en las páginas de sus obras. Pienso en
el tímido Julio Ramón Ribeyro que vio cómo casi todas las
ediciones de sus libros iban acompañadas (casi ya por ley) de
erratas que afeaban sus publicaciones. Alguna vez escribió el poeta
Abelardo Sánchez León sobre esta desdicha de Ribeyro: "La
edición de Los
geniecillos dominicales en
Populibros fue un desastre. Era casi otra novela de la cantidad de
erratas que contenía".
El
agudo Ramón Gómez de la Serna decía que una errata era un
"microbio de origen desconocido y de picadura irreparable",
en tanto que el oceánico Pablo Neruda las lapidó al decir de ellas
que "son las caries de los renglones". La errata es, según
la fría definición del diccionario: “Equivocación material en el
manuscrito o impreso”. También se le conoce como gazapo. Hablando
en cristiano, una errata es el descuido que lleva a escribir una
letra por otra, una palabra por otra, etc., muy común por cierto. Yo
que también laboro como corrector lo aseguro: es más común de lo
que se piensa e incluso al mejor corrector se le puede escapar la
paloma, una errata, quiero decir.
Enrique
Anderson Imbert, escritor y ensayista argentino ya fallecido, tiene
entre sus libros un fantástico cuento corto cuya historia está
relacionada con el tema sobre el cual escribo, sino véase el título.
Transcribo el cuento que es realmente delicioso.
LA
ERRATA
Ruix
vaciló durante un año en si sería cuentista o poeta. Poeta,
decidió; y poco después se hizo imprimir los recién nacidos poemas
en dos mil doscientos ejemplares fuera de comercio, papel Japón,
folio mayor, compuesto a mano con caracteres Lutetia, cuerpo catorce.
La imprenta le entregó toda la edición, a domicilio.
Se
arrellanó, feliz, abrió el libro con una lenta caricia ¡y vio la
errata! En la primera letra de la primera palabra del primer verso,
en vez de “Ondina”, decía “Rndina”. Corrigió con un
garabato -aniquilante como una maldición- y se puso a leer,
recelando nuevas erratas. Pero no. Resultó ser la única. Sacó otro
ejemplar, ahora para corregirlo con menos dureza y dedicárselo a su
novia, y descubrió que ya no decía “Rndinas” sino “Undinas”.
¡Cómo podía ser! ¿A ver el tercer ejemplar? “Indinas”. Y en
los siguientes: “Xndinas”, “Vndinas”, “Andinas”,
“Cndinas”… La maldita letra de tanto cambiar, por ahí hasta
salía bien: “Ondinas”.
Descartó
la sospecha de una novatada del maestro tipógrafo. Hubiera sido una
broma pesada, sí, pero a costa de su propio taller. Más bien creyó
en que el yerro de imprenta era un insecto que, contorsionando patas,
cola, antenas, labros, palpos, anunciaba que una nueva plaga había
elegido, de todos los posibles sacrificios, justamente la inicial de
ese poema suyo para irrumpir en el mundo e infestarlo.
En
su vida de lector, Ruix había observado muchas erratas accidentales.
Y aún benignas. Rubén Darío ¿no había ganado en aquella edición
que le regalaba este símbolo del brío disminuido: “Con el caballo
gris me acerco a los rosales del jardín”, en vez de acercarse,
prosaicamente, con el “cabello gris”? Y el “mar adentro de la
frente” ¿no ahondaba con una vasta y ondulante imagen del mero
“más adentro de la frente” con que se distrajo Alfonso Reyes?,
pero esta errata de pesadilla que se retorcía ominosamente en el
primer nicho de su poemario no era casual: venía para infamar,
corromper, destruir. De su nido saltaría a la ciudad, capitaneando
repugnantes gazapos, como en un Juicio Final del Jerónimo Bosco.
Y
de pronto Ruix soltó una carcajada. Acababa de comprender que todo
era una broma, aunque no del maestro tipógrafo. Las letras que se
sustituían no eran convulsiones de un insecto exterminador, sino
guiños de un demonio travieso. Esa cinta de alfabeto enloquecido que
corría por el mayúsculo ojo de la “O” de “Ondinas” era un
acróstico, Ruix anotó letra por letra: R, U, I, X, V, A, C, I, L,
O, D, U, R, A, N, T, E, U, N, A, Ñ, O… Y así hasta llegar a estas
palabras que tú, lector, estás leyendo, y también a las que sigan.
Dos mil doscientas letras –una para cada ejemplar- con las que,
para terminar la broma que le hice a Ruix, mal poeta en acto, buen
cuentista en potencia, he contado este cuentecillo, yo, el Demonio de
las Vocaciones Equivocadas.
Tengo
en mis manos un libro del polígrafo Alfonso Reyes cuya prosa fue
alabada por Borges, que así nomás no regalaba halagos. El libro en
mención es La
experiencia literaria,
entre sus diecisiete ensayos se encuentra uno titulado como
Escritores
e impresores.
En el ensayo, Reyes se explaya sobre las erratas y cuenta algunas
sabrosas anécdotas.
Voy
a citar a tres de esas anécdotas. La primera es esa donde interviene
Miguel de Unamuno quien tenía como preferencia escribir “oscuro”
y no “obscuro”. Resulta que un día, el escritor español recibió
unas pruebas de imprenta con la indicación: “Ojo,
obscuro”,
a lo que don Miguel, rápido cual guepardo, respondió: “Oreja,
oscuro”. Asunto
zanjado, ni más se volvió sobre el punto.
Cuenta
Reyes que bastante joven y como dice él “cuando todavía no se me
formaba el callo del oficio”, publicó un libro de poemas que, para
desgracia suya, estaba plagado de erratas. Ventura García Calderón,
cuentista peruano modernista, amigo del mexicano, comentó dicho
libro con “un epigrama impagable”: “Nuestro amigo Reyes acaba
de publicar un libro de erratas acompañadas de algunos versos”.
Cruel el comentario, pero definitivamente insuperable.
La
tercera anécdota que Reyes cuenta es sobre un libro que fue
preparado con el mayor cuidado del mundo para, justamente, evitar las
erratas. En la última página del libro se imprimió un mensaje
orgulloso: “Este libro no tiene erratas”, pero la fatalidad que
se entromete allí donde no la llaman, apareció con todo su poder y
el mensaje salió impreso así: “Este libro no tiene eratas”.
Como se verá, de antología.
Las
erratas, las entrometidas erratas que a nada ni a nadie respetan,
incluso se inmiscuyen en las vidas de los más comunes mortales. Por
ejemplo, me ocurrió a mí, que feliz esperaba el día de la
presentación de un libro mío en la Feria del Libro Ricardo Palma,
allá por 2009. Hasta que la desazón me invadió al ver que en el
catálogo
de la feria aparecía mi nombre con una gruesa y escalofriante
errata: Orlanda Granda. Bueno, pues, cosas de la vida, nadie está a
salvo de esos demonios que tanto atormentan a los escritores.
Continuará…
Morada
de Barranco, 29
de noviembre de 2024