lunes, 18 de octubre de 2010

TARDANZAS Y CHICLES

                                                                              El colegio es un texto de geometría.
                                                                                                            Xavier Abril

I.

   Tenía doce años y estaba en 1ro de secundaria. Ese mismo año se habían designado monitores. Éstos eran alumnos de 5to y cada monitor tenía a su cargo un salón (de manera borrosa recuerdo a dos: uno que llamábamos “Rata” y otro conocido como “Pide lonche”). Los monitores tenían funciones como apoyo de los tutores y se hacían cargo, muchas veces abusando, de la disciplina. Ese año, si mal no recuerdo, el brigadier general era un alumno apellidado Marengo, un tipo alto, fornido, con cara de pocos amigos.
   Un día llegué tarde, nos hicieron pasar, como de costumbre, cuando ya el alumnado estaba en sus salones. Pero en esta oportunidad, a diferencia de otros días, ya que el instructor estaba ocupado, un puñado de monitores comandados por Marengo se encargó del grupo de los tardones y preguntaban quiénes eran de 1ro “A”, del “B”… etc. Luego nos hicieron formar frente a la puerta de nuestros respectivos salones. En ese día caluroso eran pocos de 1ro “B” (mi salón) los que habían llegado tarde, apenas si 5 ó 6. Entonces Marengo, que ya se había puesto de acuerdo con sus compañeros, preguntó: “¿Quieren entrar a su salón?”. Obviamente la respuesta en coro fue: “¡Sí!”. “Si quieren entrar… una de dos, dijo lanzando miraditas de complicidad a los monitores, o recibes cinco palazos o haces cien canguros”. Conforme preguntaban a cada alumno, estos respondían: “Palazos”. Como veía la saña y el abuso con el que metían los palazos, la manera sádica como disfrutaban, sus risas, sus comentarios vulgares disimulados con aires de justicia, sus murmullos y cómo mis compañeros entraban al salón bailando extrañas e intrincadas cumbias debido al dolor por los golpes en las posaderas, decidí ser el último y cuando me preguntaron: “¿Palazos o canguros?”, dije: “¡Canguros!”. Aún recuerdo las caras de los monitores y de Marengo, sus miradas felinas observándome como una suculenta presa, sus gestos cachacientos. Se miraron y con sonrisas de complicidad dijeron (¡qué buenos que eran!): “Mira que son cien canguros, ¿ah?”. Me reafirmé: “Quiero canguros”. Y empecé con la dura prueba. Ellos, grandotes, gigantes, casi cíclopes contaban, pero conforme avanzaba con los canguros, el conteo era más lento, es decir, por cada dos canguros que efectuaba ellos contabilizaban como uno, al final debí haber hecho ciento cincuenta o más canguros. Recuerdo que cuando llegué a ochenta (que en realidad debían ser ya más de cien) el Sol era una bola de fuego espantosa y sentía que se me iba la vida: sudaba como si hubiera trepado el San Cristóbal y el Morro Solar juntos y tenía sed, mucha sed y una debilidad que poco a poco invadía mi cuerpo y lo hacía ingobernable. Sólo deseaba entonces que terminara todo y terminé (en realidad casi me terminan ellos a mí), pero cien o ciento cincuentas canguros igual daba (bueno… ahora, entonces no pensaba lo mismo), porque ellos, los encargados de hacer cumplir las normas, los que supuestamente debían dar el ejemplo (aunque tal vez era mucho pedirles a quienes no tenían ni la mínima noción de sus pequeños cargos) estaban abusando del poco poder que se les había dado. Lo cierto era que cuando terminé, dos de estos gigantescos filisteos me tuvieron que sostener, pasándome sus brazos por debajo de los míos, porque no podía tenerme en pie por mis propios medios y, lo recuerdo todavía, entre risas nerviosas me llevaron a mi carpeta así, casi-casi arrastrándome mientras que mis zapatos araban con sus puntas el suelo del patio y el piso de madera de mi salón adonde todavía no había llegado el profesor de turno. Claro que algunos de mis compañeros vieron el espectáculo de cómo me llevaban arrastrado a mi carpeta, algunos sonreían, otros sólo miraban (¿qué más podían hacer?). Pero, ahora a la distancia, tengo para mí que no les di a esos campeones de la justicia el gusto de que me golpearan, y eso era algo que yo, supongo, quería: que no me golpearan y lo había logrado. Aunque prácticamente quedé inmóvil en mi carpeta ese día (con mis piernas que parecían epilépticas), ni salí al recreo, inutilizado como estaba, sólo podía en mi sitio pelar las mandarinas que mi mamá me enviaba al colegio y mientras comía los gajos, entre las carpetas vacías de mi salón, mirar desde mi sitio y a la distancia cómo los otros alumnos correteaban alegres por el patio como me hubiera gustado hacerlo a mí. ¿Cómo llegué a mi casa? No sé, pero llegué, lo que sí recuerdo es que al día siguiente me dolían como nunca las piernas… y no el poto, y esa fue una pequeña, diminuta victoria, pero victoria al fin, contra el abuso de esos gamberros.


Salón de 1ro "B" en el primer piso.


II.
   Recuerdo que entre los profesores de 1ro, uno de los más verdes era Loyola, un zambo burlón y cunda que se complacía en meter miedo a los alumnos. Como parte de su política estaba, y él lo decía siempre al inicio del año escolar, que jamás daba permiso para el baño y ni quería ver a nadie comiendo en el salón, menos chicles, y esto último lo decía con un énfasis especial “¡y menos chicles si es que no quieren que…!”. Estábamos avisados.
   Aún recuerdo las veces en que tuve que aguantarme la orina, era una tortura soportar dos horas de su clase con la vejiga a punto de estallar (hubo por allí, incluso, alguno que mojó los pantalones). Una vez, por ejemplo, salí disparado al baño (claro que al término de sus dos horas) con la vejiga tan hinchada que parecía globo aerostático y al orinar salía tanto humo que bien podía enviar mensajes a la manera de los pieles rojas. Pero la anécdota que quería contar es la que me ocurrió una tarde, después de un recreo. Sucedió que me había comprado un chicle globo y  engolosinado hacía globos cada vez más grandes y, arriesgando mi seguridad, no lo boté al tacho sino que entré al salón masticándolo complacido. Al poco rato entró Loyola. Todos de pie. Luego tomamos asiento. Yo me sentaba en la segunda carpeta con “Roly”, en la primera carpeta se sentaban Ricardo Nervi y Gustavo Salinas. Frente a ellos estaba el pupitre del profesor. Allí estaba Loyola, sentado, tomando lista. Yo mientras tanto masticaba mi chicle y hacía globos disimuladamente. Es aquí donde empezó mi drama. Fue cuestión de segundos: Loyola apuntaba algo en unas hojas, mis compañeros estaba sumidos en un silencio absoluto cuando de pronto retumbó en el salón un ¡PLOP! inesperado. Loyola levantó la cabeza a la velocidad de la luz y con ojos inquisidores y un tono de voz amenazador dijo: “¿Quién fue?”. Yo, asustado, trate de disimular, pero era imposible, el globo que había estallado, que por lo demás era el más grande que había inflado, lo había hecho en mi cara y se me había pegado en la nariz, la boca y la mandíbula. No fue difícil descubrir casi inmediatamente al suicida. Cuando vio mi rostro con chicle, Loyola esbozó una sonrisa de triunfo con pinceladas de sadismo. Ahora era ya no el profesor de Historia sino una bestia feroz y vengativa. Se paró inmediatamente y con un tonito cachaciento me dijo: “Ven para acá, papito”. Todos rieron. A esas alturas ya me veía como el personaje de “Al rincón quita calzón” (y ojalá hubiera sido así) y con el corazón pateándome el pecho salí al frente. “Despégate el chicle de la cara y sigue masticándolo”, me dijo con ese tonito socarrón de aquel que se sabe dueño de la situación, “que esté bien ensalivadito”, agregó ante la complacencia de mis compañeros que en instancias como éstas se olvidan de todo y lo único que quieren es circo. Yo temblaba, literalmente parecía un perro con distemper. “Ahora dame el chicle”, me ordenó luego, y tomándolo entre el pulgar e índice de su mano derecha lo estiró lo más que pudo con la ayuda de su otra mano y todo sin abandonar ese gesto exagerado de asco que lo único que buscaba era la risa de “los asistentes”. Y cuando pensé que mis oraciones pidiendo la intercesión del Padre Urraca o las promesas a la Cruz de Chalpón o mis ruegos a mis antepasados iban a brindarme la protección… así sin más ni más, el impertérrito Loyola me chantó el chicle en la cabeza y revolviéndolo en mi cabello con fuerza decía con esa su sonrisita jodida: “Para que esté bien pegadito y para que en la próxima no te atrevas a desobedecerme”. Y así me tuvo un rato exhibiéndome ante la burla de los demás. Juro que en esos momentos sólo deseaba estar lo más lejos posible, aparecer gracias a un hada benefactora y compadecida en cualquier fin de mundo, pero lejos, lejos… Nada ocurrió. Después de un rato, entre las risas interminables de mis compañeros, me ordenó sentarme. Y lo hice, pálido, humillado, avergonzado y jurándome nunca más comer chicle, por lo menos no durante las clases del profesor Loyola. Debo decir que al término de sus dos horas, pedí prestado unas tijeras y me moché el mechón de cabello de adelante y llegué a mi casa con un enorme forado en la frente. No recuerdo qué me dijeron en casa. Por lo menos no hubo escándalo ni quejas de mis padres. Eran otros tiempos y el profesor se podía permitir esas crueldades hoy impensables. 

Continuará...

                                                         Morada de Barranco, 18 de octubre de 2010.

6 comentarios:

  1. Que excelente relato, debo admitir que me encanto la historia del chicle. Talvés sea mejor explicar que canguros equivalen a las ranas de hoy en dia.
    Siga escribiendo porfavor, ya que historias como esta alivian mi semana de parciales T.T

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  2. Querida steph, entonces te seguiré aliviando la semana. Gracias por tu comentario. Espero pronto seguir leyendo tu blog que está muy interesante. Un abrazo.

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  3. Me has hecho reir a carcajadas sobremanera al recordar la cara de el Profe Loyola a quien dicho sea de paso recuerdo con gratitud por su conocimiento que nos trasmitio; pese al miedo o respeto que infundia en nosotros sus alumnos. Sigue adelante con las historias que en verdad;me hacen llorar y reir de alegria.

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  4. Gracias, Franklin, amigo. Sí, espero seguir recordando más anécdotas. Un abrazo.

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  5. Loyola. Nunca fue un gran maestro. Con sus cuadros sipnóticos, sus charlas paporréticas, su autoridad basada en el terror infundado por la fama de ser un ogro, por la retorica cuadrada y finita de sus argumentos cumpliendo un rol consignado por el Ministerio de Educación. Nunca hizo proyección a la investigación.y lo digo cuando mas de una vez le reclamé en el aula que nos hablara de los Cátaros y la verdadera identidad de los Templarios en América. las veces que lo hice solo abrio sus ojos con mirada de asestarme un puñete. Lamento hacer comparaciones pero si de autoridad se refiere El Profesor Vásquez era un hombre de autoridad innegable, amigo y siempre alli para hablarte de las cosas y vicisitudes de la vida. Otro que no pareció nada bueno fué el Profesor Lancho un Maestro de arte que bien le gustaba tirar con la regla. El profesor Huarachi un siempre amigo y constante maestro no sólo de Educación Fisica sino que todo en la vida , decia él , embarga esfuerzo y sacrificio, todos podemos ser campeones, asi que insistan no se amilanen. El Profesor Campos otro capo con estirpe de amigo y orientador, compañero y matemático en todo. El profesor Alva, pícaro y siempre tan divertido, tan crucial en sus mordaces disertaciones, un maestro de geografia y geopolitica. La profesora Gloria Ramos sensual y muy técnica. El profesor Gallegos otro mitico super famoso con su curso de ciencias naturales conocido por sus notas bajas y sus famosas asignaciones de 100 hojas para arriba. Su autoridad la conocí realmente cuando me hice militar, el apenas era un mayor en el Hospital Militar Central que muy poco conocía la actividad de Armas sino del Bisturí. Anecdotico...

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  6. Gracias, Andrés Antonio por tu comentario. La profesora Gloria Ramos ¿no era profesora de Geografía? Sí, hay mucho que recordar del colegio... Gracias nuevamente. Un abrazo.

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