viernes, 15 de octubre de 2010

RECUERDOS EN EL BARRANCO

                                                                    Juventud, divino tesoro,
                                                                                           ¡ya te vas para no volver!
                                                                                           Cuando quiero llorar, no lloro...
                                                                                           y a veces lloro sin querer...
                                                                                                                      Rubén Darío

   Últimamente he pensado mucho en los años de colegio. Me parece increíble el estado de nostalgia en el que me encuentro. Yo que viví tantos años de espaldas a esa etapa, que llegué incluso a renegar de mi colegio… Supongo que fueron situaciones pasajeras, "fiebres" momentáneas que como vinieron se fueron. Y aquí me tienen, sumergido en la más absoluta nostalgia por esos años. Intuyo que en el cambio de óptica jugó un papel importante la partida de algunos de mis excompañeros, la preocupación por otros que no están bien, quizás estas situaciones me llevaron a experimentar una sensación de fragilidad y fugacidad, a calibrar y valorar en su real dimensión la importancia de haber convivido con muchachos que ahora, como yo, son hombres enrumbados en la madurez, una madurez que muestra a mucha gente valiosa.
   He reconsiderado muchas cosas,  replanteado ciertas decisiones que uno consideró verdades rotundas y que no fueron más que pensamientos pasajeros.  Entonces, como un pequeño homenaje a esos tiempos cada vez más lejanos, hoy me atrevo a lanzar, casi con timidez, este puñado de recuerdos desordenados.




Ha de parecer insustancial, pero hace años yo fui el rey de la canga. Era malo, malísimo con el trompo, con las canicas y las cometas, pero con la canga no tenía rivales. Con este juego dejaba de ser el niño que siempre fui: introvertido, tímido, aunque muy observador. A la distancia, recuerdo que este juego algo tenía de béisbol, sólo que más humilde, no se usaban bate ni pelota, eran necesarios un par de palos (uno largo y otro corto, casi un tronquito) que se sacaban de un palo de escoba, suficiente, con ellos me volvía protagonista. Junto a la humilde y popular canga debo mencionar a la lectura (sobre todo de los chistes) y a la señora imaginación el haberme permitido abandonarme a sus historias que fueron mis historias.
   El trayecto al colegio y el regreso a casa, aquí en Barranco, eran propicios para perderme en los predios de la imaginación, para caminar sin pisar las rayas de las veredas, tratar de llegar primero a un árbol o poste antes que lo haga el carro que venía atrás, o descubrir rostros, siluetas de animales, monstruos en las manchas, huecos y rajaduras del suelo o las paredes. Inolvidables me resultan aquellas incansables expediciones al cañaveral de Surco o a los barrancos de Barranco, que hicieron de mí un anticipo de Indiana Jones, en fin.
   Pero no siempre las experiencias fueron agradables, éstas iban acompañadas de las otras o viceversa. Una de esas experiencias me ocurrió cuando tuve 9 años, fue la vez en que me cambiaron de un colegio particular a un colegio nacional.  Aún recuerdo la mañana aquélla en que mi papá conversó con el Director de Primaria, que era su amigo, para saber si había vacantes. Me lo presentó y él muy amable conmigo y, por supuesto con mi papá, nos dijo que no había ningún inconveniente para el traslado.
   E inicié mis estudios en mi nuevo colegio. Hasta que un día llegué tarde. Guiados por la secretaria, los tardones subimos al segundo piso donde estaba la Dirección de Primaria. Esperamos unos minutos en el pasadizo, correctamente formados. Al rato salió el Director con una palmeta. Me asusté al ver el adminículo de tortura, ancha como la palma de una mano adulta. Pensé: “Va a tirar palazos”. Efectivamente, eso es lo que iba a hacer, sin embargo tenía la esperanza que el Director me reconociera, total era amigo de mi papá y hasta se había reído conmigo en la ocasión que lo conocí, eso me dio un poco de tranquilidad. Pero como lo que no ha de suceder no sucede, así de sencillo, no me reconoció.
   Tengo que hacer una precisión: el Director no metía palazos sino uno, un solo palazo… que valía por mil. Luego del golpe yo veía cómo brincaban mis compañeros de infortunio, parecía que bailaban una danza mezcla de marinera con huaracha al son de las voces de Maritza Rodríguez y Celia Cruz. Pero hubo algo que también llamó mi atención, era que todos los “danzarines” conforme brincaban estiraban el cuello, alzaban su rostro al cielo con la boca en actitud de aquel que fuma y arroja aritos de humo. Luego sabría el porqué.
   Cuando llegó mi turno, sin mayor brusquedad, el Director cogió mi brazo izquierdo con su mano izquierda y con la derecha ejecutó el castigo. No dijo nada, prácticamente ni me miró y yo lo que quería era que me mirara y me dijera: “¡Ah!, eres tú, muchacho, ¿cómo está tu papá? Dale mis saludos, pero no te olvides de mi encargo, ¿ah?, pasa a tu salón”. Nada. Aún tengo en las retinas como un tatuaje la imagen del Director al realizar su faena. Para meter un palazo, él no hacía aspavientos ni exageraciones. Es decir, no era barroco. Lo suyo era elemental, sencillo, letal: hacía un giro con la muñeca derecha a la altura de las posaderas y casi imperceptiblemente regresaba la mano a su posición original: ¡PAC! El golpe caía seco, sin rebote, preciso, en un punto que él sabía ubicar con maestría y ahí te encajaba el palazo como una dulce caricia en el trasero. Suficiente. El “beneficiado” sentía el golpe e inmediatamente ejecutaba su “danza”, mientras que el dolor era como que un estilete avanzaba desde la nalga izquierda desgarrando todo lo que a su paso encontraba, es decir, sentías como que se descolgaba la vejiga como una naranja de su árbol, te desacomodaba las tripas haciendo con ellas no sé qué laberintos hasta convertirlas en quipus, subía por el estómago que inocentemente cumplía su labor con el reciente desayuno, pero el dolor no se quedaba allí, avanzaba hasta ubicarse en el corazón adonde llegaba con su máxima intensidad con una puntería artera que provocaba un ahogo que te hacía estirar el cuello, abrir la boca, gemir (mucho o poco eso ya era asunto del “cliente”) y si te abandonabas a la “sensación”… terminar en un mar de lágrimas. Bueno, no lloré, pero sufrí como peruano y nunca más llegué tarde, total… vivía a dos cuadras del colegio. Lo que sí es que jamás volví a encontrar a alguien que metiera palo con tanta delicadeza, supongo que esa “habilidad” la adquirió con los años, porque ese señor era ya entonces mayor, y los años le habían dado esa maestría para hacer daño con ternura, en fin, acaso no se dice: “¡La experiencia hace al maestro!” y él era, definitivamente, un maestro para meter palazos.
                                                                                                                                          Continuará...

                                                 Morada de Barranco, 15 de octubre de 2010.

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