sábado, 23 de octubre de 2010

PROFESORAS NUEVAS

                                                                    Maestra fiscal. Veintiocho años. Salud cabal.
                                                                                                             Martín Adán


   Estaba en segundo de secundaria. Ese año llegaron nuevos profesores, entre ellos algunas profesoras que cuando fueron presentadas en una formación, el colegio fue un mar de silbidos de aprobación. Eran profesoras jóvenes, lo recuerdo. Entre ellas se encontraban, si mi memoria no me es infiel: la profesora Ramírez que nos enseñó Lenguaje en lugar de "Condorito" Hidalgo, la profesora ¿Ramos? (de quien recuerdo sus minifaldas y sus zuecos, hace ya algunos años fallecida) que nos enseñó Geografía en lugar del "Chato" Alva, la profesora Ortiz (inolvidables sus pañolones en la cabeza, su suecos de madera o corcho, sus pantalones campanudos con correas delgadísimas), que nos enseñó Historia en lugar de Loyola.
   Con respecto a estas profes nuevas, recuerdo que en el recreo, cada que subían en grupito esa pequeña escalera de madera que unía los dos niveles del segundo piso (esa escalerita daba, por ejemplo, a lo que un tiempo fue el salón donde se guardaban los instrumentos de la banda), varios alumnos corrían enloquecidos para ubicarse debajo de esas escaleras y ganarse con las piernas o los calzones de las profes. Y vaya que se hizo costumbre. Las queridas profesoras ni cuenta se daban. Pero ocurrió que un día, Vásquez (Jefe de Normas) y Moncayo (el auxiliar, todavía no estaba el señor Menor, conocido como“Cebiche”) se dieron cuenta de la disputa por ver calzones o piernas (y es que se armaban tamañas trifulcas por ver quién ocupaba el mejor lugar y entonces se empujaban, gritaban, pisaban, todo un laberinto) y sin hacer aspavientos, pero eso sí rapidísimos como gamos, sorprendieron por la espalda a los galifardos que babeantes se “reventaban” los ojos ante el espectáculo, fue una cosa de risa ver como la emprendieron a palazos (¡pac, pac, pac…!) contra los que estaban apostados allí, que al recibir los golpes contundentes salían despavoridos en busca de resguardo. Tal fue la masacre que ahora que lo recuerdo se me viene a la mente la escena esa donde Gandalf, en el “Señor de los anillos”, arremete impetuosamente con su corcel blanco a los ogros, orcos y demás. Igualito. Claro, no hubo muertos, pero sí varios contusos que pagaron con creces (con palazos, mejor dicho) tamaña osadía.


Esquina donde se ubica la escalera de madera.

   Franklin Sosa, uno de mis mejores amigos escolares,  me comentó hace poco que en nuestro último año de estudios, cuando él estaba en 5to “A”, después de la huelga magisterial, ocurrió un hecho gracioso. Parece que la silla destinada para los profesores estaba en mal estado, entonces varios alumnos de ese salón la arreglaron para que la profesora Ramírez se sentara y cuando lo hizo… la pobre profe se fue aparatosamente al suelo patas arriba. Franklin me dice que “fue la muerte”, que algunos (muy pocos) se asustaron y que la mayoría se mataba de la risa. Me imagino el rostro de la profesora que siempre fue propensa a sonrojarse. No estuve allí, pero lo que sí puedo contar es la vez aquélla en que a la misma profesora le ocurrió otro hecho bochornoso. Recuerdo que una tarde en nuestro salón de 2do “B”, ella había ido al colegio con una blusa marrón que le ofrecía dificultades: sucedió que la blusa se le desabrochaba a cada rato (uno que otro botón) y así estaba en ese afán mientras desarrollaba su clase, cuando de pronto hizo un movimiento brusco con ambos brazos y ¡zuácate!, toda la blusa se le desabotonó dejando al aire sus senos, nuestros ojos ansiosos inmediatamente atraídos por inesperado espectáculo no perdieron ni un detalle, pero, hay que aclarar que la profe menos mal estaba con sostén.  Para nosotros, alumnos de 2do esa fue tal vez (quizás esté exagerando) una de las primeras experiencias eróticas, en vivo y en directo, después vendrían aquellas tardes o noches en el Balta, en el Raymondi o en el popular y minúsculo cine caleta llamado con ironía “Metropulga” de Surco (hoy desaparecidos) cuando fieles parroquianos acudíamos a nuestras impostergables citas con Laura Antonelli, Edwige Fenech, Ornella Mutti, Gloria Guida, Silvia Kristel y todo ese harem que pobló nuestros sueños adolescentes más ocultos. Pero volviendo al asunto, es de imaginar lo que en ese momento tal hecho provocó entre nosotros. Ávidos siempre de que sucesos de ese calibre ocurrieran sólo en nuestra imaginación, jamás creímos, ni siquiera la mente más enfebrecida con pensamientos lúbricos, que pudiera ocurrir algo así. Pero sucedió. Aún conservo en la memoria los comentarios entre risa y risa de Javier Alvarado que había sido testigo directo y muy cercano, estoy seguro que hasta el día de hoy esta anécdota él no lo ha olvidado. Como tampoco yo ni nadie que estuviera presente en esa ocasión. Y claro, menos que nadie, la querida profesora Ramírez.
   Otro recuerdo que se me viene a la mente fue aquel que sucedió con la profe Ortiz y con Miguel Sánchez Cueto, compañero de carpeta. Miguel siempre fue un alumno bromista, nunca o casi nunca se metía en problemas, amante de la música (recuerdo que ese año se propuso enseñarme a tocar piano y me dejaba ejercicios para los dedos), viene a mi mente cuando recién lo conocí, el año anterior, tenía una disfonía terrible y costaba comunicarse con él. Pero aún así paraba contando chistes, esa era su característica mayor: ser bromista y cuando reía lo hacía hasta provocarse lagrimeos que daban la sensación de que estaba llorando porque le habían hecho algo. Una de sus bromas ese año fue que de puro payaso, sin ninguna intención sexual, cuando la profesora Ortiz hacía su clase, apenas ella giraba su rostro él aprovechaba y se hacía el que la miraba con deseo y se mordía el labio inferior, y nos reíamos como condenados de su atrevimiento. Pero apenas la profesora regresaba el rostro a su posición original, Miguel cambiaba camaleónicamente el rostro y ponía una cara de quien está a punto de ascender a los cielos. Yo me vacilaba, sin embargo en mí había un temor de que lo pescaran a Miguel y me metieran en el problema como cómplice. Pero los días fueron pasando y Miguel continuaba arriesgando (encima nosotros nos sentábamos en esas carpetas para cuatro en la segunda fila), y sucedió lo que tenía que suceder: un día la profe está haciendo su clase, paradita frente a nosotros con uno de sus clásicos pañolones en la cabeza, de pronto voltea el rostro hacia la derecha, y Miguel confiado en su suerte adelanta un tanto su rostro, aparenta mirarla con deseo, muerde con fuerza su labio inferior y… hete aquí que la profesora voltea inopinadamente hacia donde está él quedando así: “face to face”. Caramba,  la gracia se le fue como suspiro de enamorada. Yo sólo atine a cerrar los ojos, ajustar el asterisco y apretar mis dientes y mis manos que parecían crujir como cáscara de huevo pisoteado. Inolvidable cómo le cambió la cara a mi compañero de carpeta, en un santiamén se transformó. Recuerdo que apenas la profesora lo pescó ella montó en cólera, nunca la había visto así: desconcertada, indignada, amenazante. Recuerdo que Miguel se deshacía en disculpas que la profesora no aceptó y mandó llamar a su papá. No recuerdo si inmediatamente lo bajaron. Pero lo debieron escarmentar.  ¿Cuántos años tendríamos?, 13 ó 14. Cosas de chiquillos.

   Continuará...


                                                      Morada de Barranco, 23 de octubre de 2010.

viernes, 22 de octubre de 2010

HISTORIAS PRIMARIOSAS

                                            Los niños en la primaria aprenden el problema de la ubicación.
                                                                                            Carlos Oquendo de Amat


Una de las experiencias mayores de mi infancia fue cuando me cambiaron de un colegio particular pequeño, hoy desaparecido, que se llamó Santísimo Sacramento a un colegio nacional, la Gran Unidad Escolar José María Eguren, a pedido mío. En el Santísimo Sacramento todos nos conocíamos y éramos llamados por apellido, nadie hablaba ni la lisura más leve y se rezaba todos los días en la formación y en los salones. El uniforme era extremadamente formal, un martirio: terno azul, camisa blanca con el cuello y puños almidonados (cuando hacía calor y después de los recreos esa camisa era una lija efectiva), corbata michi roja, zapatos marrones.
   Las cosas eran totalmente diferentes en mi nuevo colegio. Para empezar, el uniforme que se llevaba era el uniforme comando: pantalón, camisa, corbata y cristina de color beige, todo hacía recordar a un uniforme militar. Es más, como los militares teníamos que llevar incluso galones que indicaban de acuerdo al color si eras de primaria o secundaria. El color azul era para primaria y el rojo para secundaria. Incluso en la cristina debía llevarse un círculo azul o rojo que indicara, como los galones, el nivel. La insignia se llevaba, cosida o con broches, en el brazo derecho, creo. No te permitían el ingreso al colegio si no llevabas el uniforme completo, es decir, tenías que tener cristina, galones, correa, insignia, si uno de ellos faltaba no te permitían entrar al colegio o te castigaban.
   Recuerdo el primer día de clases en el Eguren. Llegué bien uniformadito, bien peinadito, estaba hecho un primor. Cuando tocó la hora de recreo, recuerdo que tenía algunas monedas y decidí comprarme algo en el kiosko que estaba en una esquina de la cancha oficial de fútbol. Me sorprendió la cantidad impresionante de alumnos que se disputaban para ser atendidos, el kiosko era un hervidero de gente de todos los grados y niveles. Pero decidí arriesgarme y me metí a ese temible mar humano. Craso error del cual luego-luego me arrepentiría. Cuando, después de mucho bregar y luchar denodadamente, ya me aproximaba triunfante al mostrador, se inició la tragedia: con la velocidad de un flash fotográfico apareció, entre la gente arremolinada, una mano que me despojó de mi insignia inmaculada (que estaba sólo con broches) y se esfumó literalmente con una rapidez de acto de magia, y ni bien palpé mi brazo para constatar lo que me había sido robado, emergieron de ese mar turbulento un par de manos de vaya uno a saber quién o quiénes que jalaron con desparpajo y fuerza mis dos galones que mi madre amorosamente había puesto en los hombros de mi camisa. Sorprendido y asustado por el poco respeto por el amor de mi madre, miraba para todos lados, cuando, otra mano (tuvo que ser mano y no un tiburón) salió disparada del torbellino y voraz me arrebató la cristina que, según la costumbre, colgaba doblada de mi correa. En un abrir y cerrar de ojos había perdido insignia, galones y cristina. Sin pensarlo dos veces salí despeinado y casi descuajeringado lo más rápido que pude de esa aglomeración, no fuera que también me arrancharan corbata, camisa, pantalón y zapatos y en un triz quedara calatito para la burla de todo aquel que me viera. Pero estaba metido en un problema mayúsculo. Mi uniforme ya no estaba completo y al siguiente día tendría problemas para ingresar. Sin embargo conseguí averiguar que en las afueras del colegio, había gente que vendía lapiceros, hojas… y también cristinas. Así fue que al  siguiente día, antes de ingresar al colegio, compré una cristina aunque de otro tono. La insignia y los galones mi mamá los consiguió en una librería y me los cosió (un poco más y lo hace con huaraca y no con hilo) de tal manera que primero se fracturaba la muñeca el ladrón antes de quedarse con el botín. Y asunto arreglado.
   Comenté que en mi pequeño colegio particular nos llamaban por nuestros apellidos. En el colegio nacional, por número de orden. El asunto es que para mí esa modalidad era totalmente desconocida, en otras palabras, no sabía qué era número de orden. No estaba acostumbrado a esa suerte de disciplina militar que pareciera trata de despersonalizar absurdamente a la gente. Yo no sé, pero en algún momento mi profesor tutor  (un tipo bastante cascarrabias) debió decir cuál era nuestro número de orden. Hasta ahora no lo recuerdo. Ya después me enteraría que mi número era el 22 (otro año fui 21 y hasta en alguna ocasión fui 13). Pero antes de enterarme sobre el susodicho número me aconteció lo siguiente: nuestro profesor tutor (que era profesor de Matemática), decidió evaluarnos en los primeros días de ese año (1971), lo que hoy se llama una prueba de entrada. Pero antes de dar la prueba, recuerdo que hizo la siguiente advertencia: “¡No quiero que pongan en la hoja ni apellidos ni nombres, pongan su número de orden, si no quieren que…!”.
   Cuando terminé de dar la prueba, pregunté a mi compañero de carpeta sobre el tan mentado número de orden, me respondió que todos teníamos un número, “yo tengo mi número que es el tres, tú también tienes tu número” me dijo en voz baja. Le pregunté cuál era mi número y él levantando los hombros me dijo que cómo podría saberlo, todo ello con el mayor cuidado para no ser pescados y que el profesor tome mis preguntas como un intento de copiar o soplar.
   Como no sabía nada sobre ese bendito número de orden, puse en la hoja, a pesar de la indicación del profesor, mis apellidos y nombres y entregué con temor mi examen. Al día siguiente llegué asustado al colegio, sabía que algo no muy bueno me sucedería, y efectivamente, el profesor con los exámenes corregidos en la mano nos echó un sermón: “¡Hay muy pocos aprobados y uno de ustedes, a pesar de mi orden, se ha atrevido a desobedecerme…!”. Y empezó a repartir los exámenes. Conforme avanzaba el nerviosismo se me acentuaba y temblaba como gato mojado. El profesor ya había terminado prácticamente con todos los exámenes, sólo faltaba el mío. “Aquí hay un examen que tiene la más alta nota del salón”, dijo con ira mostrando una hoja (mi hoja), “es del que no me ha hecho caso”, agregó con una cólera que encendía su rostro. Y como recién nos estaba conociendo preguntó con un tono de pocos amigos: “¿Quién es Orlando Granda?”. Con el temor de un pollito cuando está frente a un zorro, levanté la mano. Se acercó a mi carpeta increpándome por mi desobediencia. Yo callado y avergonzado escuchaba los gritos destemplados de tamaña fiera. Sabía lo que me esperaba, pero tenía una lejana esperanza. Esperanza vana. Cuando estuvo frente a mí y el examen flameando como una bandera, puso mi prueba a la altura de mi rostro y me dijo: “¡Tienes dieciocho!” (sus enormes ojos parecían latir y a punto de salir disparados como arpones) y con sus dos manos, como quien ejecuta una loable acción, rompió con una furia mal contenida el examen frente a mi cara asustada. Yo no comprendía nada. Esto era nuevo para mí, desagradablemente nuevo para mí. Mientras tanto los treinta pares de ojos de mis compañeros estaban allí agudos como jabalinas griegas. El suceso evidentemente dejó una marca en mi vida, tanto que todavía lo recuerdo como una anécdota que bien podría servir como ejemplo de injusticia, abuso y prepotencia con el más débil. No se trata, ahora, de echar la culpa a este profesor por su poco tacto (total uno no puede exigir a una persona algo para lo que no estaba preparada, ¿o sí?), ni el poco tino para manejar una situación que podía fácilmente solucionarse haciendo indagaciones, no fue así, optó por lo más sencillo: estallar, demostrar con aspavientos que él tenía poder y era tan omnipotente, que nadie podía equivocarse o desconocer una orden suya. Juro que nunca más me volví a sacar en un examen de Matemática una nota semejante… o cercana siquiera. Nunca más: desde entonces siempre vi a esta materia como una muralla, como un escollo imposible de superar (sería cuestión de indagar en mi inconsciente, supongo). Para la edad que tenía yo, aquella persona que debió actuar con la sapiencia de un conductor o guía había abierto para mí no una puerta sino una ventana equivocada: la del espectáculo bochornoso de portarse no como profesor sino como un orangután. Tenía entonces sólo 9 años.

   Continuará...


                                               Morada de Barranco, 22 de octubre de 2010.

jueves, 21 de octubre de 2010

UN CAMPEÓN DE ATLETISMO

                                                                  Me ha costado dolor recostarme en el viento.
                                                                                        Enrique Peña Barrenechea

   Un recuerdo que tengo siempre presente es cuando el colegio logró el Campeonato de Atletismo de Lima Metropolitana, se le ganó a un grandazo como el colegio Humboldt y el colegio se trajo la copa. Están en mi memoria todavía los aplausos de todo el colegio, cuando el profesor Huarachi llamaba uno por uno a los integrantes de la selección de atletismo del colegio para salir adelante y recibir las felicitaciones del Director. Me cupo el honor de integrar esa selección y campeonar (uniforme anaranjado con ribetes y letras amarillas), de vivir emocionado aquellos instantes en que los aplausos parecían interminables. Esa selección la integraron algunos compañeros de salón como Gustavo Salinas y Jaime Oshiro, ambos velocistas, Miguel Sánchez Cueto, Juan Carlos Coronado y yo, en el equipo de lanzamiento de disco (me parece que también Albán y “Foncho” Mezarina eran de la selección).
   ¡Qué épocas! El Arnaez era imbatible, realmente nadie nos paraba, ni el Eguren, ni el Pedro Ruiz Gallo, ni ningún colegio por muy pintado que fuera.
   Recuerdo que cuando escuché mi nombre para salir adelante, el corazón me latía a mil, pero sentí tanta satisfacción y tanto orgullo que fue la primera vez en mi vida que me sentí un Linterna Verde, un Brainiac 5, un Batman; es decir, todo un héroe. Me pongo a pensar y me digo cómo es que pudimos realizar tamaña hazaña cuando los otros colegios tenían tantas y tantas ventajas materiales. Debió ser el amor propio, la identificación con el querido colegio, el sacar fuerzas de las limitaciones para demostrarnos y demostrar que nosotros éramos capaces de lograr grandes cosas… y lo logramos, ¿dónde? En el Estadio Nacional. No fue poca cosa. Todo lo contrario, me escarapelo de emoción de sólo recordar cómo el nombre de Enrique Arnaez Naveda brilló en lo más alto en esa ocasión.
   Recuerdo que saliendo del colegio, iba a mi casa, me cambiaba y con mi bolso deportivo me dirigía a la casa de Miguel Sánchez Cueto y de ahí nos pasábamos a la casa de Juan Carlos Coronado y los tres nos íbamos al Chipoco, caminando, para entrenar, recuerdo que en algunas oportunidades nos acompañaba una hermana de Miguel. El trayecto era una larga conversación de múltiples cosas (recuerdo que Miguel y Juan Carlos, ambos buenos músicos, hablaban mucho sobre gente relacionada con la iglesia, sobre todo de San Francisco de Barranco).
   Precisamente en los entrenamientos ocurrió un hecho que pudo ser una desgracia, pero que quedó como una anécdota desagradable (para mí) que ni uno de los tres hemos olvidado. Resulta que nos turnábamos en el lanzamiento del disco. Uno lanzaba y los otros dos esperaban unos metros más allá el disco, luego uno de los dos lo recogía  para a continuación lanzarlo nuevamente, al final, cada uno lanzaba el disco, así, por turno. Esa era la mecánica. Incluso cuando me compré un disco oficial de madera y metal, para mayores, de 2 kilos (disco que cuando acabé el colegio lo doné al Arnaez). El disco con el que entrenábamos era del colegio, un disco oficial para escolares de 1 kilo y medio, era de cuerpo metálico forrado con un jebe negro.
   Una noche, cometí la imprudencia, varios metros más allá del punto de lanzamiento, de dar la espalda a Miguel que se aprestaba a lanzar el disco de 1 kilo y medio Recuerdo que me distraje con las luces que iluminaban el campo deportivo y… sólo escuché una voz que desde lejos llegó a mis oídos: “¡Cuidaaaaadooooo!”, sólo atine a tirarme al suelo, pero con todo sentí un golpe-raspón en la cabeza. El disco me había dado no de lleno, pero me había dado de refilón en el cráneo. Sentí inmediatamente como un desfile de imágenes que pasaban por mis ojos, muchísimas imágenes, todas ellas mezcladas como un collage. Recuerdo que Juan Carlos Coronado que estaba cerca de mí se acercó a verificar si estaba muerto o no, recuerdo que Miguel llegó hasta mí muy agitado y asustado para comprobar cómo estaba el cadáver. Sin embargo yo estaba consciente, pero un mareo, un dolor de cabeza me hacía ver como un borracho, sentía como que todo en mí se había desacomodado: que un ojo lo tenía más arriba que el otro, que las fosas nasales se habían vuelto una sola fosa, que el ombligo lo tenía como huequito en mi mentón como si fuera una suerte de Kirk Douglas criollo, que la raya del poto se me había movido hasta ubicarse a la altura de la espalda como si fuera la ranura de una de esas alcancías antiguas de yeso, que podía escribir como el gran Leonardo no de izquierda a derecha sino de derecha a izquierda, que una de las orejas la tenía en la axila y la otra… también; es decir, me sentía en ese momento como un robot mal armado o desarmado.
   Asustados como estaban mis compañeros, ya con sus espíritus apaciguados y en sus sitios, me recomendaron que mejor dejara el entrenamiento, por lo menos esa noche, que me fuera a mi casa a descansar. Les hice caso. Solito me retiré del Chipoco, pero como no era tan tarde y recién iban a ser las 7:00 p.m., en lugar de irme a mi casa directamente, opté por entrar al cine Raymondi con todo el dolor de cabeza que sentía, pues vi que iban a dar una película de Edwige Fenech. La película obviamente no me hizo pasar el dolor (pues evidentemente no tenía características analgésicas), pero por lo menos me distraje y olvidé momentáneamente el susto, el mal momento vivido.
   Sin embargo, pasar por todo lo que pasamos, el esfuerzo de entrenar luego de una jornada escolar, nada era tan importante en nuestras vidas de entonces como defender los colores de nuestro querido colegio Arnaez en las competencias deportivas. Y ahí quedaron los resultados para la historia y yo feliz de haber sido parte de esa gloria.

   Continuará...


                                                           Morada de Barranco, 21 de octubre de 2010.

miércoles, 20 de octubre de 2010

UNA JORNADA ÉPICA CON LA BANDA

                                                                    Y en tu vuelo, soñando buscas la orquesta.
                                                                                              José María Eguren

   Estudié en cuatro colegios de Barranco. Dos ya desaparecieron: el Bianchi (escuelita ubicada en la calle Mariátegui, por donde suelo pasar cada que recojo a mi hija, todavía está allí la puerta de ingreso, la misma puerta ploma por donde entraba asustado y lloroso), allí estudié kindergarten y transición, allí conocí a "Toku" y "Foncho" Mezarina, con quienes estudiaría secundaria. El otro colegio fue el Santísimo Sacramento, colegio ubicado en Av. Grau, cuadra 6, su local (una casona barranquina) ya desapareció y ahora forma parte del colegio Los reyes rojos. Los otros dos colegios todavía existen, el José María Eguren, donde terminé mi primaria y el inolvidable Enrique Arnaez Naveda.
   Recuerdo el día aquel en que quedé deslumbrado con un ensayo de la Banda de Guerra del Eguren. Los malabares que hacían con las baquetas, los guantes blancos, los tambores, las cornetas... quedé perplejo, mi tórax se volvió caja de resonancia de mi corazón que galopaba insolentemente, desde ese día soñaba con estudiar en el Eguren para tocar en la banda. Pedí, rogué a mi papá que me cambiara de colegio, le prometí que mis notas mejorarían, que si quería iría al colegio hasta los sábados, a tanta insistencia y supongo que cansado de tanto ruego ni padre aceptó. Y así sucedió, al año siguiente era egurino. Una vez allí,  intenté entrar en la banda, pero mis intentos fracasaron.
   Tuve que esperar varios años para tocar en una banda, ello sucedió cuando estuve en el Arnaez, colegio rival del Eguren. En Quinto de secundaria, recién allí tuve mi napoleón y pude cumplir con ese sueño. El estar en la banda se lo debo a Raúl Flores, "Lito", el jefe de la banda, a quien recuerdo delgadísimo, callado generalmente y calzando sus infaltables zapatos de gamuza marrón, fue él quien me recibió con su proverbial cortesía. 
   Recuerdo que para armar mi napoleón me fui hasta Jr. Paruro, en el centro de Lima, para comprar, en una de esas tiendas de instrumentos musicales, el cuero en el que luego dibujaría orgulloso la insignia de mi colegio. Mis baquetas por ahí andan, todavía, en algún rincón de la casa de mis papás, recuerdo de esos ya lejanos tiempos.  "Toku", que años antes había tocado en la banda, fue quien me ayudó a armar con mucha paciencia mi napoleón: cuerpo central de lata azul, aros de madera rojos, soguilla blanca, cueritos triangulares blancos, ¡ah! y unas cuerdas de guitarra en la parte de abajo para la vibración. Una cosa espectacular. Nuestro atuendo era uniforme único, escarpines  y guantes blancos, cordón trenzado bicolor (verde y rojo).
   Mi debut  oficial como integrante de la banda justo se dio en una escenificación de la Batalla de Arica en el Morro Solar. Entonces el Perú conmemoraba el Centenario de la Guerra con Chile, el gobierno militar de entonces había comprado armamento soviético, decía el común, para recuperar Arica y Tarapacá. El centenario de esa batalla se recordó a lo grande.


El Morro Solar y la bahía de Chorrillos.
   Para tal escenificación se invitó a muchos colegios de Miraflores, Barranco y Chorrillos. Incluso hubo canales de televisión que grabaron tal dramatización de la batalla de Arica. Algo que debió haber mortificado a los egurinos era que la única banda invitada para ese acto fue la de Arnaez, eso les debió doler en el alma, sus reacciones posteriores lo demostrarían.
   El día central, recuerdo, fue un día gris, nublado ("cielo panza de burro"), salimos del colegio y tocando nos fuimos hasta el Morro. A los que iban a escenificar se les pidió que se vistieran con atuendos azules, celestes y que fabricaran con madera un fusil. Nosotros estábamos apostados bastante lejos, pero a la distancia alcanzábamos a ver a los batallones avanzar y enfrentarse. Cuando la escenificación terminó, tuvimos que bajar por la pista serpenteante del Morro y es ahí donde empezaron los problemas. Estábamos bajando tranquilos cuando desde arriba nos llovió de todo: maderas, palos, piedras, botellas. Todo este material por sobre nuestras cabezas indefensas. Eran los egurinos que parecián querer pelear "hasta quemar el último cartucho". Recuerdo que tuvimos que recurrir a los napoleones para ponernos sobre la cabeza como una suerte de casco (en ese momento hubiera querido que mi napoleón fuera el barril del Chavo para que no me cayera nada). Yo (como mis compañeros) que integraba el segundo grupo de napoleones, no sabía qué pasaba adelante, con el primer batallón, a nuestros oídos llegaban noticias como que ya se había rotos varios cueros de napoleones producto de todo lo que los egurinos nos arrojaban desde arriba. Así que no había otra que esquivar. 

Alumnos de 5to para la escenificación de la Batalla de Arica en el Morro Solar de Chorrillos.
   Al llegar a la planicie nos ordenamos e iniciamos el regreso a Barranco, tocando, claro está, aquí es donde se reinician los ataques a la banda. Para sorpresa mía vi cómo los arnainos que no estaban en la banda hicieron alrededor de nosotros un círculo de protección y repelían valientemente los ataques. En ese momento parecía que me había trasladado en el tiempo y estábamos en el fragor de la defensa del morro de Arica. Nos atacaban en cada esquina, nos arrojaban todo lo que podían encontrar, y si no encontraban nada nos lanzaban escupitajos, mentadas de madre y un sinfín de improperios, pero la defensa fue heroica, veía cómo los arnainos respondían los ataques valientemente haciéndolos correr a los oponentes. Guardo en la memoria un ataque en el parque que todavía está ahí donde funciona la asistencia de Chorrillos. Fue descomunal, por sobre mi cabeza zumbaban piedras, palos, botellas, era impresionante y no sé cómo ninguno de estos objetos me dio de lleno, pero pasaban rasantes, pero si de algo estaba seguro era que si alguna de esas cosas me caía, mínimo, las dos bolitas de mis ojos se pasaban a un solo ojo.
   Cuando llegamos al colegio continuó la lucha. Recuerdo que los egurinos lanzaron piedras contra nuestro local, se volaron varios vidrios, pero los nuestros los hicieron correr. Los que éramos de la banda no podíamos salir del colegio, era imposible, recuerdo que cerraron todas las puertas por seguridad. En algún momento sentí temor porque la bulla afuera era infernal. En ese entonces no existían las Torres de Barranco, en su lugar había un enorme descampado donde abundaban las piedras que fueron aprovechadas por ambos grupos.
   Aún resuenan en mis oídos las sirenas y silbatos que a  lo lejos se escuchaban. En un acto de valentía, cosa que hoy no me atrevería a hacer, recuerdo que me asomé agazapado por la puerta principal del colegio, vi a mucha gente corriendo, despavorida porque un patrullero se paró en el cruce de la avenida Lima con Pasos y bajó teatralmente del carro policial un oficial con pistola en mano y tocando su silbato que me hizo recordar a un personaje de una serie policial. Luego el  tipo empezó a carajear como un condenado, no sé a quién, porque en ese momento nadie cercano a él estaba, todos habían salido disparados para esconderse y ponerse a buen resguardo. Cerré la puerta y la intranquilidad dentro seguía. Obviamente mi corazón sonaba más que cuatrocientos napoleones juntos. Pensé, salvando las distancias: "Así debió ser en Troya".
   Después de varios minutos, cuando las aguas se calmaron, recién pudimos salir. Toda la zona estaba asustada, las calles estaban llenas de piedras, la poca gente que asomaba sus cabezas comentaban pestes de los escolares, lo consabido: "Cómo han cambiado los tiempos...", "los jóvenes de ahora no respetan nada...", "en mi época que iba a pasar esto...", "eso es lo que aprenden ahora en el colegio..." y cosas de esa laya, es decir, lo acostumbrado, lo que los mayores suelen repetir en cualquier época. Recién allí me enteré que los nuestros habían hecho una “visita” al Eguren y habían causado desastres en sus ventanas. Y fue cierto, porque a la mañana siguiente me di una vuelta por el Eguren y pude comprobar que muchos de los vidrios de la calle Mariano de los Santos estaban destrozados.
   Medio asustado como estaba salí (salimos) del local y me fui rápidamente a mi casa, no fuera que en el camino me encontrara con algún grupo del Eguren y entonces sí estaba en real peligro. Pero después de lo ocurrido, creo que estaba preparado, como que estaba felino, y no era para menos, tantas cosas nos habían lanzado (parecía como que hubieran jugado un matagente mortal con nosotros) y a todas esquivamos que era explicable nuestra rapidez y reflejos, total habíamos estado sujetos en el trayecto de Chorrillos a Barranco, a un "entrenamiento endemoniado".
   Pero no me pasó nada, ni a mis compañeros de banda, y hoy, treinta años después, lo recuerdo como un hecho épico, reflejo de la eterna rivalidad que hay entre ambos colegios.

Banda del colegio Enrique Arnaez Naveda en el Morro Solar, de izquierda a derecha: Martín Sandoval, Gastón Campano, Raúl Jarama, "Lito" Flores.

   Continuará...

                                  
                                                                 Morada de Barranco, 20 de octubre de 2010.

martes, 19 de octubre de 2010

EL DIBUJANTE

                              Y, de pronto, la sombra del colegio se me mete en los ojos como la noche.
                                                                                                          Martín Adán

   Un tiempo fue nuestro tutor el  profesor Lancho, Percy Lancho. Profesor de Arte. Una exigencia suya fue que en nuestros cuadernos de dibujo se tenía que hacer unos marcos coloridos con motivos geométricos, todas las hojas tenían que estar así. Era la exigencia del curso. Yo recuerdo mucho los cuadernos de Juan Carlos Tokumori y de “Charlie” Cuba, eran cuadernos pulcros, detallistas… (recuerdo una de las “locuras” de Cuba al hacer sus cuadernos de los otros cursos, escribía con letra primorosa, con un orden y estética que causaba admiración e incluso se permitía el lujo de sólo escribir en una sola cara de cada hoja. Recuerdo mucho cómo ese estilo lo copiamos “Roly” y yo, aunque claro sin acercarnos un ápice siquiera a los maravillosos cuadernos de Carlos Antonio Cuba Aguilar, el popular CACA).
   También recuerdo que el profe Lancho apreciaba mucho a “Toku” (Juan Carlos Tokumori Arakakiko) y a Lau Choy. Los dos, en ese entonces, se sentaban juntos en la fila pegada a las ventanas que daban al pasadizo y al patio. Nuestro salón, cuando estuvimos en 3ro “B”, se ubicaba en el segundo piso, el primer salón junto a la escalera, sobre el Laboratorio. No recuerdo qué pudo pasar ese día, lo más probable es que hiciéramos mucha bulla y Lancho, saco marrón y corbata, maletín de colegio de cuero con chapa y hebillas, y siempre con una regla de madera grande en la mano, cual irascible cacique gordo, nos castigó. Justo nos tocaba a la última hora con él. El castigo fue que saldríamos a las 7:00 p.m. Pero previamente al castigo, supongo que lo tendríamos hasta el copete con nuestra joda, el profe estalló y nos empezó a llamar la atención fuertemente, pero he aquí que el buen gordo algo vio que hacían "Toku" y Lau, hasta ahora no sé qué, que enfurecido como estaba se les fue encima, ¡pac, pac, pac…!, a reglazo limpio. Aún tengo en las retinas el rostro de “Toku”, que con el brazo levantado se protegía de los temibles reglazos que el profe Lancho cual caballero medioeval le aplicaba como planchazos de espada toledana. El rostro de “Toku” era una mezcla de susto, desconcierto, angustia, sorpresa, incredulidad y muchas cosas más, parecía que había chupado un limón con cáscara y todo. No lo entendí. No entendí ni entiendo la reacción de Lancho, él siempre tuvo un trato, como ya lo dije, cordial, deferente con Cocha Tokumori, siempre hablaba bien de él, lo tenía como modelo de alumno, hasta que sucedió lo de los reglazos. Recuerdo que “Toku” (a quien conocí junto con “Foncho” Mezarina en un pequeño colegio de Jr. Mariátegui, el Bianchi, en Transición) no sólo era un magnífico alumno, inteligente, cumplido, ordenado, estudioso sino que era un persona correcta, respetuosa, formal y hasta diría bastante callada (supongo que su sangre oriental determinó esas características de su personalidad, muy semejantes a las de otro amigo nisei: Taqui). Sin embargo sucedió. Lancho se desconoció y en un abrir y cerrar de ojos olvidó todo: la cordialidad, la deferencia, el buen trato y se volvió un Sayayín.

   No todo quedó allí. Todo el colegio ya había salido. Sólo nosotros estábamos, silenciosos, escuchando las imprecaciones interminables de Lancho. Como el profe hablaba y hablaba, decidí coger mi cuaderno de block y empecé a hacer dibujos con mi lapicero, básicamente caricaturas. En ese corto tiempo de castigo hice muchísimas caricaturas. Por esos ya lejanos tiempos le daba duro al dibujo (hasta pensé ser pintor) y tenía, como lo dije alguna vez, una inmerecida fama de dibujante. Y bueno, como suele suceder, Lancho, apiadado de nosotros empezó a dejar salir de uno en uno, de dos en dos a los que él consideraba los más callados y tranquilos del momento. Yo seguía empeñado en mis dibujos. “Ya me va a ver”, me decía, “ya me va a ver”. Supongo que en ese momento tenía en mente dos cosas: como estaba dibujando estaba digamos “tranquilo” y Lancho me dejaría salir, no fue así. Primer chasco. El otro motivo, supongo, era que si él era profesor de arte, en algún momento al ver esos dibujos que hacía en mi block se sorprendería y los alabaría: la maestría de mi trazo (¡aaaaaasuuuuuu!), la inspiración de los motivos (otro ¡aaaaaasuuuuuu!), en fin, que apreciaría y le reventaría “cuetes” a mi habilidad… e inmediatamente me dejaría salir, no fue así. Segundo chasco. Fui, más bien, de los últimos en salir del salón. Contaré ahora el porqué: Había ya salido casi la mitad del salón, era ya de noche, cuando Lancho clava su mirada en mí (como yo lo esperaba desde hacía buen rato), y dice: “¿Quién es ése que cuando yo hablo esta escribiendo?…, ¡venga para acá y traiga su cuaderno!”. Me acerqué cuaderno en mano, esperanzado en que reconociera mi talento. Ni bien Lancho vio que había hecho un montón de caricaturas en el cuaderno me dijo: “Así que usted es de esos vagos que en lugar de estudiar pierde su tiempo haciendo garabatos…” Y hojeando el cuaderno, me apabulló: “Mire pues cómo desperdicia su cuaderno en tonteras…”, y mirándome a los ojos me remató: “¿Y sus padres? Seguro que confiados en usted y usted malgastando lo que sus padres buenamente le proporcionan”. Y ¡fua!, rompió el cuaderno, ante mi estupor, y lo botó como cualquier cosa al tacho y me mandó a sentar “si es que no quería que…”. ¡Cu-ra-do! Ya no dibujé ni nada, sentía así como dicen algunos cantantes peruanos, "que no había apoyo para el elemento nacional". Y como era de suponer, cuando sólo habían cuatro o cinco alumnos en el salón (uno de ellos era yo), Lancho, cansado y aburrido, dijo: “¡Ya, váyanse!”. Salimos disparados. Pero yo no me fui a mi casa, todavía. Crucé la Av. Lima y esperé en la esquina de lo que ahora son las Torres de Barranco y que en ese entonces era un pampón lleno de desmonte. Una vez que vi salir a Lancho, en medio de la noche, corriendo me metí al colegio y al subir las gradas de la escalera que estaba oscura tropecé y salí disparado como corcho de champán recontra movido, me di un tremendo porrazo. Todavía hoy que recuerdo esa caída me vuelve el dolor y viene a mi memoria esos versos de Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé”. Descuajeringado por el golpe y con un dolor insoportable terminé de subir la escalera, e hice todo lo posible para olvidar ese dolor y el hecho de que sentía a mi rótula no en mi rodilla sino en mi talón como un yo-yo roto, así llegué a mi salón, y es que tenía que recuperar mi pobre cuaderno afrentado, pues en él había algunos dibujos que consideraba buenos (justo un par de ellos los usaría dos años después en mi camisa de promoción) y el “arte” de repente podía no ser apreciado por algunos, cosa bastante común en nuestro país, pero jamás tenía que estar en un tacho de basura. Y recién con el cuaderno roto, mientras una finísima garúa caía, regresé a casa, cojeando. Tenía entonces catorce años.

  Continuará...

                                                       Morada de Barranco, 19 de octubre de 2010.

lunes, 18 de octubre de 2010

TARDANZAS Y CHICLES

                                                                              El colegio es un texto de geometría.
                                                                                                            Xavier Abril

I.

   Tenía doce años y estaba en 1ro de secundaria. Ese mismo año se habían designado monitores. Éstos eran alumnos de 5to y cada monitor tenía a su cargo un salón (de manera borrosa recuerdo a dos: uno que llamábamos “Rata” y otro conocido como “Pide lonche”). Los monitores tenían funciones como apoyo de los tutores y se hacían cargo, muchas veces abusando, de la disciplina. Ese año, si mal no recuerdo, el brigadier general era un alumno apellidado Marengo, un tipo alto, fornido, con cara de pocos amigos.
   Un día llegué tarde, nos hicieron pasar, como de costumbre, cuando ya el alumnado estaba en sus salones. Pero en esta oportunidad, a diferencia de otros días, ya que el instructor estaba ocupado, un puñado de monitores comandados por Marengo se encargó del grupo de los tardones y preguntaban quiénes eran de 1ro “A”, del “B”… etc. Luego nos hicieron formar frente a la puerta de nuestros respectivos salones. En ese día caluroso eran pocos de 1ro “B” (mi salón) los que habían llegado tarde, apenas si 5 ó 6. Entonces Marengo, que ya se había puesto de acuerdo con sus compañeros, preguntó: “¿Quieren entrar a su salón?”. Obviamente la respuesta en coro fue: “¡Sí!”. “Si quieren entrar… una de dos, dijo lanzando miraditas de complicidad a los monitores, o recibes cinco palazos o haces cien canguros”. Conforme preguntaban a cada alumno, estos respondían: “Palazos”. Como veía la saña y el abuso con el que metían los palazos, la manera sádica como disfrutaban, sus risas, sus comentarios vulgares disimulados con aires de justicia, sus murmullos y cómo mis compañeros entraban al salón bailando extrañas e intrincadas cumbias debido al dolor por los golpes en las posaderas, decidí ser el último y cuando me preguntaron: “¿Palazos o canguros?”, dije: “¡Canguros!”. Aún recuerdo las caras de los monitores y de Marengo, sus miradas felinas observándome como una suculenta presa, sus gestos cachacientos. Se miraron y con sonrisas de complicidad dijeron (¡qué buenos que eran!): “Mira que son cien canguros, ¿ah?”. Me reafirmé: “Quiero canguros”. Y empecé con la dura prueba. Ellos, grandotes, gigantes, casi cíclopes contaban, pero conforme avanzaba con los canguros, el conteo era más lento, es decir, por cada dos canguros que efectuaba ellos contabilizaban como uno, al final debí haber hecho ciento cincuenta o más canguros. Recuerdo que cuando llegué a ochenta (que en realidad debían ser ya más de cien) el Sol era una bola de fuego espantosa y sentía que se me iba la vida: sudaba como si hubiera trepado el San Cristóbal y el Morro Solar juntos y tenía sed, mucha sed y una debilidad que poco a poco invadía mi cuerpo y lo hacía ingobernable. Sólo deseaba entonces que terminara todo y terminé (en realidad casi me terminan ellos a mí), pero cien o ciento cincuentas canguros igual daba (bueno… ahora, entonces no pensaba lo mismo), porque ellos, los encargados de hacer cumplir las normas, los que supuestamente debían dar el ejemplo (aunque tal vez era mucho pedirles a quienes no tenían ni la mínima noción de sus pequeños cargos) estaban abusando del poco poder que se les había dado. Lo cierto era que cuando terminé, dos de estos gigantescos filisteos me tuvieron que sostener, pasándome sus brazos por debajo de los míos, porque no podía tenerme en pie por mis propios medios y, lo recuerdo todavía, entre risas nerviosas me llevaron a mi carpeta así, casi-casi arrastrándome mientras que mis zapatos araban con sus puntas el suelo del patio y el piso de madera de mi salón adonde todavía no había llegado el profesor de turno. Claro que algunos de mis compañeros vieron el espectáculo de cómo me llevaban arrastrado a mi carpeta, algunos sonreían, otros sólo miraban (¿qué más podían hacer?). Pero, ahora a la distancia, tengo para mí que no les di a esos campeones de la justicia el gusto de que me golpearan, y eso era algo que yo, supongo, quería: que no me golpearan y lo había logrado. Aunque prácticamente quedé inmóvil en mi carpeta ese día (con mis piernas que parecían epilépticas), ni salí al recreo, inutilizado como estaba, sólo podía en mi sitio pelar las mandarinas que mi mamá me enviaba al colegio y mientras comía los gajos, entre las carpetas vacías de mi salón, mirar desde mi sitio y a la distancia cómo los otros alumnos correteaban alegres por el patio como me hubiera gustado hacerlo a mí. ¿Cómo llegué a mi casa? No sé, pero llegué, lo que sí recuerdo es que al día siguiente me dolían como nunca las piernas… y no el poto, y esa fue una pequeña, diminuta victoria, pero victoria al fin, contra el abuso de esos gamberros.


Salón de 1ro "B" en el primer piso.


II.
   Recuerdo que entre los profesores de 1ro, uno de los más verdes era Loyola, un zambo burlón y cunda que se complacía en meter miedo a los alumnos. Como parte de su política estaba, y él lo decía siempre al inicio del año escolar, que jamás daba permiso para el baño y ni quería ver a nadie comiendo en el salón, menos chicles, y esto último lo decía con un énfasis especial “¡y menos chicles si es que no quieren que…!”. Estábamos avisados.
   Aún recuerdo las veces en que tuve que aguantarme la orina, era una tortura soportar dos horas de su clase con la vejiga a punto de estallar (hubo por allí, incluso, alguno que mojó los pantalones). Una vez, por ejemplo, salí disparado al baño (claro que al término de sus dos horas) con la vejiga tan hinchada que parecía globo aerostático y al orinar salía tanto humo que bien podía enviar mensajes a la manera de los pieles rojas. Pero la anécdota que quería contar es la que me ocurrió una tarde, después de un recreo. Sucedió que me había comprado un chicle globo y  engolosinado hacía globos cada vez más grandes y, arriesgando mi seguridad, no lo boté al tacho sino que entré al salón masticándolo complacido. Al poco rato entró Loyola. Todos de pie. Luego tomamos asiento. Yo me sentaba en la segunda carpeta con “Roly”, en la primera carpeta se sentaban Ricardo Nervi y Gustavo Salinas. Frente a ellos estaba el pupitre del profesor. Allí estaba Loyola, sentado, tomando lista. Yo mientras tanto masticaba mi chicle y hacía globos disimuladamente. Es aquí donde empezó mi drama. Fue cuestión de segundos: Loyola apuntaba algo en unas hojas, mis compañeros estaba sumidos en un silencio absoluto cuando de pronto retumbó en el salón un ¡PLOP! inesperado. Loyola levantó la cabeza a la velocidad de la luz y con ojos inquisidores y un tono de voz amenazador dijo: “¿Quién fue?”. Yo, asustado, trate de disimular, pero era imposible, el globo que había estallado, que por lo demás era el más grande que había inflado, lo había hecho en mi cara y se me había pegado en la nariz, la boca y la mandíbula. No fue difícil descubrir casi inmediatamente al suicida. Cuando vio mi rostro con chicle, Loyola esbozó una sonrisa de triunfo con pinceladas de sadismo. Ahora era ya no el profesor de Historia sino una bestia feroz y vengativa. Se paró inmediatamente y con un tonito cachaciento me dijo: “Ven para acá, papito”. Todos rieron. A esas alturas ya me veía como el personaje de “Al rincón quita calzón” (y ojalá hubiera sido así) y con el corazón pateándome el pecho salí al frente. “Despégate el chicle de la cara y sigue masticándolo”, me dijo con ese tonito socarrón de aquel que se sabe dueño de la situación, “que esté bien ensalivadito”, agregó ante la complacencia de mis compañeros que en instancias como éstas se olvidan de todo y lo único que quieren es circo. Yo temblaba, literalmente parecía un perro con distemper. “Ahora dame el chicle”, me ordenó luego, y tomándolo entre el pulgar e índice de su mano derecha lo estiró lo más que pudo con la ayuda de su otra mano y todo sin abandonar ese gesto exagerado de asco que lo único que buscaba era la risa de “los asistentes”. Y cuando pensé que mis oraciones pidiendo la intercesión del Padre Urraca o las promesas a la Cruz de Chalpón o mis ruegos a mis antepasados iban a brindarme la protección… así sin más ni más, el impertérrito Loyola me chantó el chicle en la cabeza y revolviéndolo en mi cabello con fuerza decía con esa su sonrisita jodida: “Para que esté bien pegadito y para que en la próxima no te atrevas a desobedecerme”. Y así me tuvo un rato exhibiéndome ante la burla de los demás. Juro que en esos momentos sólo deseaba estar lo más lejos posible, aparecer gracias a un hada benefactora y compadecida en cualquier fin de mundo, pero lejos, lejos… Nada ocurrió. Después de un rato, entre las risas interminables de mis compañeros, me ordenó sentarme. Y lo hice, pálido, humillado, avergonzado y jurándome nunca más comer chicle, por lo menos no durante las clases del profesor Loyola. Debo decir que al término de sus dos horas, pedí prestado unas tijeras y me moché el mechón de cabello de adelante y llegué a mi casa con un enorme forado en la frente. No recuerdo qué me dijeron en casa. Por lo menos no hubo escándalo ni quejas de mis padres. Eran otros tiempos y el profesor se podía permitir esas crueldades hoy impensables. 

Continuará...

                                                         Morada de Barranco, 18 de octubre de 2010.

domingo, 17 de octubre de 2010

LOA AL FÚTBOL

                                                                       En el fútbol todo es clara poesía.
                                                                                      Juan Parra del Riego

   Por aquellos tiempos de mi infancia y temprana adolescencia,  hubo ciertas tardes que nos dejaban salir temprano del colegio para ver los partidos de la selección que participaba en la Copa América donde Perú saldría campeón, recuerdo la tarde en que salimos para ver el partido de Perú – Chile en el estadio Matute, ese partido donde Oblitas haría un gol de chalaca, así como recuerdo que no nos dejaron salir para ver (no recuerdo si lo transmitieron por televisión, porque había lugares desde donde era casi imposible transmitir partidos: Bolivia y Paraguay, por ejemplo) el partido Perú – Bolivia jugado en Oruro y donde Perú ganó uno a cero con gol de “Cachito” Ramírez.
   En la atmósfera se respiraba fútbol, teníamos grandes jugadores (Cubillas, Sotil, Cueto, Muñante, Chumpitaz, Meléndez…) y había lugar para la esperanza, aunque nunca ganamos un mundial, pero por lo menos la selección iba a los mundiales.
   Recuerdo que cuando estuve en 1ro de secundaria (tenía entonces doce años) nos tocaba Educación Física a las dos últimas horas de no sé qué día. Salíamos del colegio y en la línea 2 (de la desaparecida Enatru) que entraba por la Av. Lima nos íbamos al Chipoco y algunos lo hacían caminando. El curso lo llevábamos con un profesor que sólo nos enseñó ese año y que era conocido como “Ruso”, un gordito achinado, colorado, que usaba un corte de cabello medio militar y que lo asemejaba a un joven down. Al año siguiente regresaría el profesor Huarachi. (*)    
   Luego de hacer Física, algunos nos quedábamos a jugar partiditos en lo que es el Parque 14 de Enero o conocido también como Las Mimosas. Esos partidos, en su desorden y por lo interminables eran jornadas épicas. Uno de esas contiendas que más recuerdo fue aquél en que, a pesar de las jugadas maravillosas que ambos equipos ejecutaron, estábamos empatados y el partido parecía nunca terminar y ya era de noche, así que decidimos que el primero que metía un gol ganaba. Por azares del destino, para ese partido, yo jugaba en el arco. Cuando todo hacía suponer que el empate no se rompería, de pronto vi que venía hacia mi arco, a toda carrera, un jugador del equipo contrario, y como perro que se sacude el agua luego de ser bañado así se sacudía de todos los que se atrevían a marcarlo, era un zambo grandazo que apenas si estudió medio año con nosotros, creo que se apellidaba Cruz. Salvo uno que otro, todos le llegábamos, creo, a la cintura. En el transcurso de los años, alguna vez me he cruzado con él y sólo se me queda mirando, seguro que no olvida lo que a continuación contaré. Cuando vi que el zambo se venía a la carrera con la pelota pegada a la zapatilla y mis compañeros de equipo nada podían hacer y sólo gritaban para ver si por lo menos con los gritos el negro se atarantaba, decidí, como kamikase japonés el acto desesperado y suicida de arrojarme a los pies de Cruz y adueñarne de la pelota. Nada me importó que él fuera Goliat y yo David, lo hice, de tal forma que una vez que tuve a la pelota en mis manos, la abrace como si fuera mi hijo y me acurruqué en el suelo de polvo anaranjado (imagínense como estaría mi ropa de física) para protegerme de lo que se me podría venir encima. Efectivamente, al tomar la pelota también barrí al negro de tal suerte que salió volando como Supermán sin capa y cayó como un pesado costal de papas sobre una hilera de piedras pintadas de blanco y que estaban apostadas al borde del jardín. Cuando levanté la cabeza, vi a mi costado al negro, en realidad solo pude ver sus dientes, polo y zapatillas blancos porque ya era de noche y no había mucha iluminación, que entre risa y llanto, tirado y mirando al cielo decía: “¡Ay, conchesumadre, foul, foul, ay, mi espalda, mi espalda…!”. No voy a mentir si digo que todos se mataban de la risa, porque la caída debió ser espectacular (alguien me dijo después que Cruz salió por los aires como un aspa de molino y cayó pesadamente como un gallinazo que de sorpresa le viene un soponcio), pero como comprenderán yo no tenía otra, o lo cortaba o era gol, y a mí sinceramente nunca me gustó perder. Recuerdo que mis compañeros de equipo me abrazaban, pero el partido no había terminado, así que rapidito no más saqué la pelota que fue astutamente aprovechada por uno de mi equipo para hacer el gol del triunfo. El equipo contrario, como estaba distraído con los quejidos del negro Cruz, no prestó mucha atención y ganamos de esa manera accidentada ese partido que parecía no tener fin. Cosas del fútbol. Con respecto al maltrecho Cruz, supongo que su espalda debió terminar como la de un estegosaurio, mínimo. Y de allí, calabaza-calabaza cada uno se fue a su casa. Y claro, el más feliz de todos, en esa noche futbolera, probablemente fui yo, tan así es que después de tantos años… todavía lo recuerdo emocionado, emocionado.

___________________________________
(*)Yo recuerdo su maratón que consistía en dar una vuelta por la pista atlética del Chipoco, salir del estadio y bajar por la quebrada de Armendáriz, correr por toda la playa, subir por la Bajada de los Baños y una vez arriba, correr por el malecón, llegar al Chipoco, y dar nuevamente la vuelta a la pista atlética. Un martirio. Pero el profe amenazaba: “Aquel que no corre sale jalado en el curso”. No sé cómo nadie no se murió de un ataque cardiaco por el sobreesfuerzo. Incluso nos engañaba diciendo que no permitiría que cortáramos camino bajando por los barrancos, que él tenía espías apostados en lugares estratégicos que descubrirían a los tramposos. Caballero no más, a correr. Creo que llegué último y como a las 8:00 de la noche.

   Continuará...

                                                            Morada de Barranco, 17 de octubre de 2010.

sábado, 16 de octubre de 2010

DOS HISTORIAS CON EL "CHINO"

                                                                            No quiero ser feliz con permiso de la policía.
                                                                                                                Martín Adán

   I.
   Estaba en 1ro de secundaria en el turno de la tarde.  Ese año, por mis notas, fui designado como delegado de aseo y limpieza, me correspondía en consecuencia llevar un cordón amarillo. Entre mis funciones estaba ver que el salón estuviera limpio y me habían advertido “¡que tenía que estar limpio si es que no quería que…!”. Por sugerencia de los monitores (alumnos de 5to de secundaria), elaboré una lista para que mis compañeros se turnaran en la limpieza del aula. Con un poco de “viveza” de nuestra parte aprovechábamos (para no formar) los días lunes, antes del inicio de clases, para limpiar el salón (ya que en las mañanas funcionaba primaria y dejaba los salones un desastre con basura por todos lados). Las primeras semanas nos fue de maravillas. Hasta que una tarde, cuando ya habíamos movido las pesadas carpetas bipersonales para barrer el piso del salón, y todo el colegio estaba formado y dispuesto para cantar el himno, sentí de pronto que alguien nos miraba, volteé intuitivamente hacia la puerta del salón, que estaba convenientemente cerrada, y vi espantado en uno de los vidrios rectangulares de la puerta el aterrador rostro del instructor militar, un chino maldito que se sentía en su garbanzal tratándonos como bestias o morocos del ejército. A punto de un infarto, con mis doce años a cuestas grité a mis compañeros que me ayudaban a limpiar el salón, que el instructor nos había ampayado. No recuerdo quiénes eran mis compañeros de limpieza de ese malhadado día, lo he olvidado, lo que no olvido es cómo el instructor robó la atención de todo el colegio, todos los ojos estaban dirigidos al 1ro “B” (incluidos los de los profesores) en medio de un silencio absoluto y sepulcral. Pero el silencio no duró mucho tiempo pues éste se vio quebrado con el ruido que provocó el instructor al empujar policialmente ambas hojas de la puerta del salón. El ruido fue espantoso. Nosotros, asustados, aterrorizados, veíamos que se nos venía encima a una fiera descomunal que lanzando gritos nos decía, nos increpaba disparando espumarajos por su boca que parecía una caverna: “¡Carajo, qué hacen acá!”. El eco de sus palabras en el salón vacío escarbaba mis oídos y rebotaba como pelota de frontón en las paredes internas de mi cráneo: me olvidé de todo y sólo veía rojo. Juraba que había llegado mi día y sudaba como maratonista. Yo ya me estaba despidiendo del mundo, cuando el chino (que aparentemente estaba a punto de cometer un crimen: su rostro congestionado, su boca que se abría descomunalmente para mostrar unos dientes amarillos y una lengua que parecía tener vida propia, y esos sus diminutos ojos cuyas venitas se habían transformado en várices lo comprobaban), se me acercó con un palo en la mano y yo más perdido que pirata en Bolivia atiné a decir con una voz que parecía de Candy: “Es que estamos haciendo limpieza”. “¡Quéééééé!, tronó la voz del chino que enardecido por la respuesta ingenua movía su palo por sobre su cabeza como si fuera un helicóptero. “¡Afuera, carajo, a formar si es que no quieren que…!”. Y el maldito milico, que no sólo era un volcán en erupción sino más rápido que Flash, se paró en la puerta y conforme salíamos asustados y a punto de echar espuma por la boca, uno por uno, “¡pac, pac, pac…!” nos encajaba a su regalado gusto, en medio de la algarabía generalizada del colegio, palazos en el poto mientras que nos íbamos veloces a nuestra ubicación brincando de dolor como si hubiéramos pisado descalzos unas brasas espantosas que nos calcinaban los pies. Suficiente, ni más limpiamos el salón… antes de clases, quiero decir… sino en los recreos: Y es que a buen entendedor (como se suele decir) bastan unos pocos palazos. 


II.
   Cursaba, creo, el segundo de secundaria, recuerdo que estábamos formados en el patio. Recién habíamos terminado de cantar el Himno Nacional, incluso el profesor Vásquez, como Jefe de Normas, ya había dado las recomendaciones acostumbradas. De pronto hubo un silencio y al rato, ahí donde estaba formado mi salón, sin mayor explicación o tal vez ya no lo recuerde qué lo motivó, un grupo de alumnos empezamos a gritar: ¡Chi – chi - chi / le – le – le / vi – va - Chi - le! A uno de los que recuerdo gritando de ese grupo es a “Kike” Torres, no sé si él se acuerde, pero yo lo tengo muy claro, de los otros me he olvidado. Rompiendo la fila gritamos como dos o tres veces ese cántico cuando de pronto, desde el grupo de profesores salió como una tromba, como un escualo rabioso el instructor, palo en mano (nomás faltaba la musiquita de la película “Tiburón”). Con los ojos inyectados de ira avanzaba el chino, y era de temer, parecía que de la enorme cólera se mordía con furia los galones, que con sus amarillas y filudas fauces se arrancaba a pedazos las mangas de su camisa caqui, y avanzaba febril hacia nosotros (y de verlo así, con las venas del cuello hinchadas como manguera de bombero, pensaba que si el chino hubiera sido Atila, definitivamente ahí donde pisaba no volvía a crecer la hierba). Cuando el milico llegó frente a nosotros que aún seguíamos “valientemente” con el cántico, lleno de cólera y gramputeando a todo el mundo empezó a regalar generosamente palos como quien regala geranios, claveles o mastuerzos, allí donde cayera, llámense potos, piernas, manos…: “¡Pac, pac, pac…!”. Recuerdo cómo la formación se abrió bíblicamente, mismo mar Rojo para el paso de los hebreos, igualito, sólo que nosotros salíamos disparados para que no nos cayeran los palazos o para, y esto era lo peor, no nos volviera a caer. A mí me había caído ya un palazo en el dedo meñique de no sé que mano y juro que mi dedo latía como si el corazón se hubiera trasladado del pecho a mi mano y yo saltaba como si tuviera un agudísimo dolor de muelas en mi inocente dedo meñique. Mientras tanto el chino carajeándonos e inventando nuevas lisuras en vaya uno a saber qué idiomas nos acusaba de traidores a la patria, que por ese atrevimiento nos iba mandar a fusilar, que íbamos a hacer planchas no con los brazos sino con las pestañas o las lenguas y amenazaba y seguía amenazando mientras a troche y moche se oía la dulce musiquita: “¡Pac, pac, pac…!”.
   Restablecido el orden seguimos recibiendo sus amenazas. Amante de la disciplina prusiana, con él no había posibilidad de diálogo, lo que era negro era negro, lo que era blanco era blanco, no había matices, y nosotros éramos, para él, un grupo de vagabundos y desadaptados a quienes si él hubiera podido nos hubiera deportado por tamaña afrenta al sacrificio de Francisco Bolognesi y Alfonso Ugarte. En otras palabras, nos la tenía jurada, a la primera de bastos éramos hombres muertos, así que desde entonces íbamos con cuidado “si es que no queríamos que…”. Pero igualito, siguieron cayéndonos palazos.
   El instructor era el típico milico: verde, intransigente, vertical, que parecía no conocer ni la ternura ni la compasión. Y en sus fueros internos, supongo, pensaba que la única manera de bregar con adolescentes como nosotros (y eso que no éramos demonios ni mucho menos) era con la dureza y rigidez de un ejército espartano. Tratar de hablar con él sobre conceptos como libertad o quizás libre expresión era como faltarle el respeto, o sea, había cosas que estaban fuera de sus esquemas y se te iba encima como un furioso mongol (aunque claro, hay que reconocer que lo del cántico no era asunto de libre expresión sino que debió ser una simple y llana joda) (*).
   No quiero terminar sin recordar que cuando alguien ponía en aviso sobre su presencia gritaba: “¡El chino, el chino…!, y todo el mundo, como acto mágico dejaba de hacer lo que estaba haciendo y nos sentábamos tiesos y así convertidos en tiernas palomitas rezábamos devotamente a todos los santos, vírgenes, cristos… habidos y por haber. Y es que ante la sola presencia del instructor, cualquier salón se transformaba milagrosamente en salón modelo: realmente el chino era de temer, a cualquiera se le deshilachaba el sistema nervioso o la raya del poto se le ponía horizontal del puro nerviosismo de tenerlo cerca, tal el miedo que infundía. 
______________________________

(*)Que quede claro que no hay animadversión contra los militares, pero entiendo que nada o poco en común tienen la educación que busca desarrollar en los individuos sus capacidades, es decir, hacer de cada uno un ente que descubra en sí a un ser diferente, único (sin olvidar al espíritu solidario, comunitario, etc.) del mundo militar que intenta hacer de cada individuo un ente indiferenciado del semejante (basta ver nomás cuando marchan, todos tienen que hacerlo igualito). Pero no me voy a meter en esas honduras, la intención de este texto es otra.

   Continuará...

                                                              Morada de Barranco, 16 de octubre de 2010.

   

viernes, 15 de octubre de 2010

RECUERDOS EN EL BARRANCO

                                                                    Juventud, divino tesoro,
                                                                                           ¡ya te vas para no volver!
                                                                                           Cuando quiero llorar, no lloro...
                                                                                           y a veces lloro sin querer...
                                                                                                                      Rubén Darío

   Últimamente he pensado mucho en los años de colegio. Me parece increíble el estado de nostalgia en el que me encuentro. Yo que viví tantos años de espaldas a esa etapa, que llegué incluso a renegar de mi colegio… Supongo que fueron situaciones pasajeras, "fiebres" momentáneas que como vinieron se fueron. Y aquí me tienen, sumergido en la más absoluta nostalgia por esos años. Intuyo que en el cambio de óptica jugó un papel importante la partida de algunos de mis excompañeros, la preocupación por otros que no están bien, quizás estas situaciones me llevaron a experimentar una sensación de fragilidad y fugacidad, a calibrar y valorar en su real dimensión la importancia de haber convivido con muchachos que ahora, como yo, son hombres enrumbados en la madurez, una madurez que muestra a mucha gente valiosa.
   He reconsiderado muchas cosas,  replanteado ciertas decisiones que uno consideró verdades rotundas y que no fueron más que pensamientos pasajeros.  Entonces, como un pequeño homenaje a esos tiempos cada vez más lejanos, hoy me atrevo a lanzar, casi con timidez, este puñado de recuerdos desordenados.




Ha de parecer insustancial, pero hace años yo fui el rey de la canga. Era malo, malísimo con el trompo, con las canicas y las cometas, pero con la canga no tenía rivales. Con este juego dejaba de ser el niño que siempre fui: introvertido, tímido, aunque muy observador. A la distancia, recuerdo que este juego algo tenía de béisbol, sólo que más humilde, no se usaban bate ni pelota, eran necesarios un par de palos (uno largo y otro corto, casi un tronquito) que se sacaban de un palo de escoba, suficiente, con ellos me volvía protagonista. Junto a la humilde y popular canga debo mencionar a la lectura (sobre todo de los chistes) y a la señora imaginación el haberme permitido abandonarme a sus historias que fueron mis historias.
   El trayecto al colegio y el regreso a casa, aquí en Barranco, eran propicios para perderme en los predios de la imaginación, para caminar sin pisar las rayas de las veredas, tratar de llegar primero a un árbol o poste antes que lo haga el carro que venía atrás, o descubrir rostros, siluetas de animales, monstruos en las manchas, huecos y rajaduras del suelo o las paredes. Inolvidables me resultan aquellas incansables expediciones al cañaveral de Surco o a los barrancos de Barranco, que hicieron de mí un anticipo de Indiana Jones, en fin.
   Pero no siempre las experiencias fueron agradables, éstas iban acompañadas de las otras o viceversa. Una de esas experiencias me ocurrió cuando tuve 9 años, fue la vez en que me cambiaron de un colegio particular a un colegio nacional.  Aún recuerdo la mañana aquélla en que mi papá conversó con el Director de Primaria, que era su amigo, para saber si había vacantes. Me lo presentó y él muy amable conmigo y, por supuesto con mi papá, nos dijo que no había ningún inconveniente para el traslado.
   E inicié mis estudios en mi nuevo colegio. Hasta que un día llegué tarde. Guiados por la secretaria, los tardones subimos al segundo piso donde estaba la Dirección de Primaria. Esperamos unos minutos en el pasadizo, correctamente formados. Al rato salió el Director con una palmeta. Me asusté al ver el adminículo de tortura, ancha como la palma de una mano adulta. Pensé: “Va a tirar palazos”. Efectivamente, eso es lo que iba a hacer, sin embargo tenía la esperanza que el Director me reconociera, total era amigo de mi papá y hasta se había reído conmigo en la ocasión que lo conocí, eso me dio un poco de tranquilidad. Pero como lo que no ha de suceder no sucede, así de sencillo, no me reconoció.
   Tengo que hacer una precisión: el Director no metía palazos sino uno, un solo palazo… que valía por mil. Luego del golpe yo veía cómo brincaban mis compañeros de infortunio, parecía que bailaban una danza mezcla de marinera con huaracha al son de las voces de Maritza Rodríguez y Celia Cruz. Pero hubo algo que también llamó mi atención, era que todos los “danzarines” conforme brincaban estiraban el cuello, alzaban su rostro al cielo con la boca en actitud de aquel que fuma y arroja aritos de humo. Luego sabría el porqué.
   Cuando llegó mi turno, sin mayor brusquedad, el Director cogió mi brazo izquierdo con su mano izquierda y con la derecha ejecutó el castigo. No dijo nada, prácticamente ni me miró y yo lo que quería era que me mirara y me dijera: “¡Ah!, eres tú, muchacho, ¿cómo está tu papá? Dale mis saludos, pero no te olvides de mi encargo, ¿ah?, pasa a tu salón”. Nada. Aún tengo en las retinas como un tatuaje la imagen del Director al realizar su faena. Para meter un palazo, él no hacía aspavientos ni exageraciones. Es decir, no era barroco. Lo suyo era elemental, sencillo, letal: hacía un giro con la muñeca derecha a la altura de las posaderas y casi imperceptiblemente regresaba la mano a su posición original: ¡PAC! El golpe caía seco, sin rebote, preciso, en un punto que él sabía ubicar con maestría y ahí te encajaba el palazo como una dulce caricia en el trasero. Suficiente. El “beneficiado” sentía el golpe e inmediatamente ejecutaba su “danza”, mientras que el dolor era como que un estilete avanzaba desde la nalga izquierda desgarrando todo lo que a su paso encontraba, es decir, sentías como que se descolgaba la vejiga como una naranja de su árbol, te desacomodaba las tripas haciendo con ellas no sé qué laberintos hasta convertirlas en quipus, subía por el estómago que inocentemente cumplía su labor con el reciente desayuno, pero el dolor no se quedaba allí, avanzaba hasta ubicarse en el corazón adonde llegaba con su máxima intensidad con una puntería artera que provocaba un ahogo que te hacía estirar el cuello, abrir la boca, gemir (mucho o poco eso ya era asunto del “cliente”) y si te abandonabas a la “sensación”… terminar en un mar de lágrimas. Bueno, no lloré, pero sufrí como peruano y nunca más llegué tarde, total… vivía a dos cuadras del colegio. Lo que sí es que jamás volví a encontrar a alguien que metiera palo con tanta delicadeza, supongo que esa “habilidad” la adquirió con los años, porque ese señor era ya entonces mayor, y los años le habían dado esa maestría para hacer daño con ternura, en fin, acaso no se dice: “¡La experiencia hace al maestro!” y él era, definitivamente, un maestro para meter palazos.
                                                                                                                                          Continuará...

                                                 Morada de Barranco, 15 de octubre de 2010.