sábado, 26 de julio de 2014

LAS ERRATAS, ESAS VISITAS INESPERADAS

                                               




                                                                             ¡La errata de imprenta, he ahí el enemigo!
                                                                                                                       Alfonso Reyes





   César Vallejo decía algo así como que si a un poema se le quitaba una coma o un punto, el poema moría. Es cierto, el gran Vallejo acertó con esas palabras. En ese aspecto hay una semejanza entre la poesía y las matemáticas: la precisión. Esa búsqueda de la perfección (que según se dice no existe) llevó a otro poeta (unos dicen que fue Vicente Huidobro; otros, Mallarme) a decir que: “No hay poema terminado sino abandonado”. Pero antes del abandono, la lucha tenaz por lograr la ansiada precisión; es decir, la palabra precisa.




   Recurriendo a otro ejemplo de esa búsqueda obsesiva por la precisión, por la palabra perfecta, menciono  ya no a un poeta sino a un narrador, hablo de Gustave Flaubert, el autor de “La educación sentimental”. Guy de Maupassant, que algo le conoció, escribió de Flaubert y su obsesión: “Recorría las líneas, rebuscando las palabras, revolviendo las frases, consultando la fisonomía de unas letras junto a otras… A continuación se ponía a escribir, lentamente, deteniéndose cada poco, volviendo a empezar…, emborronando veinte páginas para acabar una, gimiendo como un leñador por el penoso esfuerzo de su pensamiento”. En definitiva, Flaubert (que desde los veintidós años era epiléptico) vivió con el tormento de la escritura que le llevó a varias crisis y desequilibrios emocionales.




   Pienso en él, en el minucioso Flaubert e imagino sus accesos de ira al comprobar la presencia de alguna errata ("piojos de las palabras", las llamaba) en las páginas de sus obras. Pienso en el tímido Julio Ramón Ribeyro que vio cómo casi todas las ediciones de sus libros iban acompañadas (casi ya por ley) de erratas que afeaban sus publicaciones. Alguna vez escribió el poeta Abelardo Sánchez León sobre esta desdicha de Ribeyro: "La edición de Los geniecillos dominicales en Populibros fue un desastre. Era casi otra novela de la cantidad de erratas que contenía".




   El agudo Ramón Gómez de la Serna decía que una errata era un "microbio de origen desconocido y de picadura irreparable", en tanto que el oceánico Pablo Neruda las lapidó al decir de ellas que "son las caries de los renglones". La errata es, según la fría definición del diccionario: “Equivocación material en el manuscrito o impreso”. También se le conoce como gazapo. Hablando en cristiano, una errata es el descuido que lleva a escribir una letra por otra, una palabra por otra, etc., muy común por cierto. Yo que también laboro como corrector lo aseguro: es más común de lo que se piensa e incluso al mejor corrector se le puede escapar la paloma, una errata, quiero decir.




   Enrique Anderson Imbert, escritor y ensayista argentino ya fallecido, tiene entre sus libros un fantástico cuento corto cuya historia está relacionada con el tema sobre el cual escribo, sino véase el título. Transcribo el cuento que es realmente delicioso.




LA ERRATA


   Ruix vaciló durante un año en si sería cuentista o poeta. Poeta, decidió; y poco después se hizo imprimir los recién nacidos poemas en dos mil doscientos ejemplares fuera de comercio, papel Japón, folio mayor, compuesto a mano con caracteres Lutetia, cuerpo catorce. La imprenta le entregó toda la edición, a domicilio.
   Se arrellanó, feliz, abrió el libro con una lenta caricia ¡y vio la errata! En la primera letra de la primera palabra del primer verso, en vez de “Ondina”, decía “Rndina”. Corrigió con un garabato -aniquilante como una maldición- y se puso a leer, recelando nuevas erratas. Pero no. Resultó ser la única. Sacó otro ejemplar, ahora para corregirlo con menos dureza y dedicárselo a su novia, y descubrió que ya no decía “Rndinas” sino “Undinas”. ¡Cómo podía ser! ¿A ver el tercer ejemplar? “Indinas”. Y en los siguientes: “Xndinas”, “Vndinas”, “Andinas”, “Cndinas”… La maldita letra de tanto cambiar, por ahí hasta salía bien: “Ondinas”.
   Descartó la sospecha de una novatada del maestro tipógrafo. Hubiera sido una broma pesada, sí, pero a costa de su propio taller. Más bien creyó en que el yerro de imprenta era un insecto que, contorsionando patas, cola, antenas, labros, palpos, anunciaba que una nueva plaga había elegido, de todos los posibles sacrificios, justamente la inicial de ese poema suyo para irrumpir en el mundo e infestarlo.
   En su vida de lector, Ruix había observado muchas erratas accidentales. Y aún benignas. Rubén Darío ¿no había ganado en aquella edición que le regalaba este símbolo del brío disminuido: “Con el caballo gris me acerco a los rosales del jardín”, en vez de acercarse, prosaicamente, con el “cabello gris”? Y el “mar adentro de la frente” ¿no ahondaba con una vasta y ondulante imagen del mero “más adentro de la frente” con que se distrajo Alfonso Reyes?, pero esta errata de pesadilla que se retorcía ominosamente en el primer nicho de su poemario no era casual: venía para infamar, corromper, destruir. De su nido saltaría a la ciudad, capitaneando repugnantes gazapos, como en un Juicio Final del Jerónimo Bosco.
   Y de pronto Ruix soltó una carcajada. Acababa de comprender que todo era una broma, aunque no del maestro tipógrafo. Las letras que se sustituían no eran convulsiones de un insecto exterminador, sino guiños de un demonio travieso. Esa cinta de alfabeto enloquecido que corría por el mayúsculo ojo de la “O” de “Ondinas” era un acróstico, Ruix anotó letra por letra: R, U, I, X, V, A, C, I, L, O, D, U, R, A, N, T, E, U, N, A, Ñ, O… Y así hasta llegar a estas palabras que tú, lector, estás leyendo, y también a las que sigan. Dos mil doscientas letras –una para cada ejemplar- con las que, para terminar la broma que le hice a Ruix, mal poeta en acto, buen cuentista en potencia, he contado este cuentecillo, yo, el Demonio de las Vocaciones Equivocadas.




   Tengo en mis manos un libro del polígrafo Alfonso Reyes cuya prosa fue alabada por Borges, que así nomás no regalaba halagos. El libro en mención es La experiencia literaria, entre sus diecisiete ensayos se encuentra uno titulado como Escritores e impresores. En el ensayo, Reyes se explaya sobre las erratas y cuenta algunas sabrosas anécdotas.




   Voy a citar a tres de esas anécdotas. La primera es esa donde interviene Miguel de Unamuno quien tenía como preferencia escribir “oscuro” y no “obscuro”. Resulta que un día, el escritor español recibió unas pruebas de imprenta con la indicación: “Ojo, obscuro”, a lo que don Miguel, rápido cual guepardo,  respondió: “Oreja, oscuro”. Asunto zanjado, ni más se volvió sobre el punto.




   Cuenta Reyes que bastante joven y como dice él “cuando todavía no se me formaba el callo del oficio”, publicó un libro de poemas que, para desgracia suya, estaba plagado de erratas. Ventura García Calderón, cuentista peruano modernista, amigo del mexicano, comentó dicho libro con “un epigrama impagable”: “Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un libro de erratas acompañadas de algunos versos”. Cruel el comentario, pero definitivamente insuperable.




   La tercera anécdota que Reyes cuenta es sobre un libro que fue preparado con el mayor cuidado del mundo para, justamente, evitar las erratas. En la última página del libro se imprimió un mensaje orgulloso: “Este libro no tiene erratas”, pero la fatalidad que se entromete allí donde no la llaman, apareció con todo su poder y el mensaje salió impreso así: “Este libro no tiene eratas”. Como se verá, de antología.




   Las erratas, las entrometidas erratas que a nada ni a nadie respetan, incluso se inmiscuyen en las vidas de los más comunes mortales. Por ejemplo, me ocurrió a mí, que feliz esperaba el día de la presentación de un libro mío en la Feria del Libro Ricardo Palma, allá por 2009. Hasta que la desazón me invadió al ver que en el Catálogo de la feria aparecía mi nombre con una gruesa y escalofriante errata: Orlanda Granda. Bueno, pues, cosas de la vida, nadie está a salvo de esos demonios que tanto atormentan a los escritores.









   Continuará…



                                             Morada de Barranco, 26 de julio de 2014.







domingo, 13 de julio de 2014

LA TÍA MISERIA, UNA VIEJA HISTORIA EN LAS AULAS





                       La primera afición que tuve por los libros vínome del placer de leer las fábulas…
                                                                                                        Michel de Montaigne





   Cuando escolar, nunca tuve la suerte de hallar en los colegios en que estudié (y fueron cuatro) a profesores que contaran historias. No tengo en la memoria la imagen de alguien contándome algún cuento, alguna leyenda, algún mito en un salón de clases. Cuando pienso en estas experiencias orales, inmediatamente viene a mi recuerdo mi casa. En casa sí se contaban historias, como lo he dicho en varias oportunidades. Mi padre aprovechaba algunas noches en que estábamos sentados en la mesa familiar y nos contaba apasionantes historias que nos hacían olvidar nuestro entorno y todo, milagrosamente, se convertía en escenario de las aventuras que nos contaba el querido papá Isaac.




   Cuando empecé a trabajar en las aulas, me di cuenta que los jóvenes siempre estaban dispuestos a escuchar historias. Así, ante esa certeza, empecé a contar historias como motivación y no me arrepiento. Los alumnos se han acostumbrado a ellas y no hay clase que empiece sin antes haber contado algún cuento, leyenda, mito, tradición. Ya es de ley, ellos lo exigen. Digamos que creé esa necesidad y tengo que estar siempre preparado con alguna nueva historia.




   Hace poco me ocurrió algo curioso. Iba contando una historia española en el salón de primero de secundaria, cuando de pronto algún alumno (todo me hace suponer que fue un alumno de cuarto de secundaria) deslizó, en el salón en el que estaba, un papel con un mensaje. Recuerdo que una alumna levantó la hoja y empezó a reír, interrumpiéndome. Le llamé la atención, pero la alumna me extendió la hoja sin que se le borrara la sonrisa. Tomé la hoja y esto era lo que en ella había:




   Sonreí, no tenía otra, sonreí y guardé la hojita. Di las gracias (mentalmente) porque ese pedido de la hoja demostraba que estaba logrando, por lo menos en lo que a mis cursos se refiere, desterrar de las cabezas de los alumnos ese temor que algunos profesores despertamos en los alumnos, ese temor que luego se convierte en rechazo: rechazo al profesor, al curso, a todo aquello que se relacione con el colegio (la lectura, por ejemplo).




   He mencionado a la lectura. No es gratuita esa mención. Entre otras cosas, cuando cuento historias busco que los alumnos de manera indirecta se acerquen a los libros, a la lectura, sin temor, con la confianza y la convicción de saber que están pisando territorio amigo. Alguna vez, hace ya varios años, lo logré (y lo digo sin jactancia) con mi hermano menor: de tanto contarle historias, se convirtió en un lector, en un buen lector, así como mi padre lo logró con mi hermana y conmigo. Debo decirlo: Yo soy lector no por el colegio sino por mi padre.




   Que un joven lea no como obligación es un grandísimo triunfo. Ha sido y es uno de mis constantes empeños. Jorge Eslava escribió en uno de sus últimos libros esta idea: “Tratemos de que el estudiante asuma, desde el principio, la lectura como un acto de felicidad y comunicación”.  Pero, la lectura, ¿para qué? No como fin, obviamente, sino como medio, como puente, como “herramienta de sociabilización” que permita el desarrollo de otras capacidades, la expresiva por ejemplo.




   El mismo Jorge Eslava dice, unas líneas más adelante, de la cita anterior: “Lo que importa ahora es insistir en la necesidad de que los docentes, a pesar del maltrato social y económico, comprendan que leer no es solo un ejercicio para incrementar el vocabulario y exhibir una mayor cultura general, sino un arma de resistencia contra la animalidad y una auténtica conquista humana”. Tamaña labor la que debemos enfrentar a diario con los jóvenes.



   Mientras tanto, sigo contando. Líneas arriba decía que estaba relatando a los alumnos de primero una antigua historia española. “El peral de la tía Miseria”, ese es el título del cuento, que por cierto tuvo muy buena acogida. Es una historia de carácter oral y como tal presenta inestabilidad textual, característica propia de este tipo de textos; es decir, existen varias versiones de la misma historia (ocurre también con los romances medioevales). La versión que conocía es la de un bello libro: “Cuentos populares españoles”, edición de José María Guelbenzu. La he buscado en internet y no la he encontrado, hallé, más bien, diversas versiones. La más cercana a la del libro mencionado es la que consigno a continuación.






EL PERAL DE LA TÍA MISERIA


La tía Miseria era una pobre anciana que vivía de la limosna. Tenía un hijo, llamado Ambrosio, que andaba por el mundo, tam­bién pidiendo. Y poseía un perro mil razas, que la acompañaba en la pequeña choza en que habitaba. Junto a la misma tenía un peral, del que obtenía poco fruto, pues los chavales del pueblo le robaban las peras nada más madurar.
Un día llegó a la puerta de su casa un hombre pobre y, como helaba fuera, la tía Miseria lo acogió en la choza. Compartió con él lo poco que tenía para cenar y le fabricó un rudimentario jergón para que pudiera dormir. Al despertar, por la mañana, también le ofreció un humilde desayuno.
El pobre, agradecido, se dirigió entonces a Miseria diciéndole:
-En vista de tu noble corazón, voy a concederte un deseo pues, aun­que me veas vestido como un pobre, en realidad soy un ángel del cielo.
Aunque Miseria no quería nada, el santo insistió y, entonces, se acordó la anciana del peral:
-Éste es mi deseo -dijo-: que cuando alguien suba al peral, no pueda bajar sin mi permiso.
Al instante le fue concedido el deseo, y fue la idea tan definitiva que, al cabo de poco tiempo, tras algunos palos de bastón y no pocos jirones en sus ropas, no volvió a acercarse al peral un solo zagal.
Así pasaron largos años, hasta que un hombre alto y seco, con una guadaña, se acercó a la puerta de la choza y comenzó a llamar a la tía Miseria:
-Vamos, Miseria, que es hora.
Miseria, que reconoció rápidamente a la Muerte, no pareció estar muy de acuerdo: —¡Hombre, ahora que empezaba a disfrutar algo de la vida! —le dijo. ¿Por qué no me haces el favor de cogerme esas cuatro peras del árbol, mientras yo me preparo para el viaje. La Muerte, ingenua, se dispuso a coger las peras y, como estaban en todo lo alto, no tuvo más remedio que subir al árbol. En ese momento escuchó la carcajada de Miseria que, asomada a la venta­na, le decía: -¡Muerte fiera, ahí te quedarás hasta que yo quiera!
Y quiso Miseria que allí se quedara, hiciera calor o helara, durante muchos años. Tantos que en el mundo empezó a sen­tirse la falta de la Muerte. Nadie moría, ni en las guerras, ni por enfermedad, ni por vejez. Había ancianos de más de trescientos años, en estado tan penoso que ellos mis­mos buscaban poner fin a su vida.
Algunos se tiraban por los precipicios, otros al mar, otros se arrojaban a las vías del tren, pero ninguno lograba su propósito y los hospitales se llenaban, sin poder atenderlos a todos.
Así hasta que la Muerte vio pasar por allí cerca a un médico, antiguo conocido y amigo de ella: —¡Eh, viejo amigo, acércate y observa mi estado! ¡Duélete de mi situación! ¡Avisa a las gentes del pueblo y venid a cortar este maldito árbol!
Al poco llegaron los vecinos, armados con sus mejores hachas. Todo lo intentaron, pero nada logró hacer la mínima mella en el tronco. Y todos los que quisieron bajar de allí a la Muerte, sólo con­siguieron quedarse con ella colgados. Entonces empezaron a rogar a la vieja Miseria que se apiadase de ellos, de los que tanto sufrían y que permitiera bajar del peral a la Muerte y a sus acompañantes. Tanto insistieron que al fin cedió la tía Miseria, aunque con una condición: -Que no te acuerdes de mí ni de mi hijo Ambrosio hasta que te llame por tres veces.
Accedió la Muerte, y bajó, y comenzó a cumplir con todo el tra­bajo que tenía pendiente, lo que la tuvo ocupada durante muchas semanas. Todos los que debieran haber muerto, veían llegar su hora. Todos menos la anciana y su hijo, que por eso viven todavía la miseria y el hambre.

       (Adaptado sobre versiones de A. Rodríguez Almodóvar y J. M.a Guelbenzu).






   Continuará…





                                                        Morada de Barranco, 13 de julio de 2014.