¡La errata de imprenta, he ahí el enemigo!
Alfonso Reyes
César
Vallejo decía algo así como que si a un poema se le quitaba una coma o un
punto, el poema moría. Es cierto, el gran Vallejo acertó con esas palabras. En
ese aspecto hay una semejanza entre la poesía y las matemáticas: la precisión. Esa
búsqueda de la perfección (que según se dice no existe) llevó a otro poeta (unos
dicen que fue Vicente Huidobro; otros, Mallarme) a decir que: “No
hay poema terminado sino abandonado”. Pero antes del abandono, la lucha tenaz
por lograr la ansiada precisión; es decir, la palabra precisa.
Recurriendo a otro ejemplo de esa búsqueda
obsesiva por la precisión, por la palabra perfecta, menciono ya no a un poeta sino a un narrador, hablo de Gustave Flaubert, el autor de “La educación sentimental”. Guy de Maupassant, que algo
le conoció, escribió de Flaubert y su obsesión: “Recorría las líneas,
rebuscando las palabras, revolviendo las frases, consultando la fisonomía de
unas letras junto a otras… A continuación se ponía a escribir, lentamente,
deteniéndose cada poco, volviendo a empezar…, emborronando veinte páginas para
acabar una, gimiendo como un leñador por el penoso esfuerzo de su pensamiento”.
En definitiva, Flaubert (que desde los veintidós años era epiléptico) vivió con el tormento de la escritura que le llevó a varias crisis y desequilibrios
emocionales.
Pienso en él, en el minucioso Flaubert e imagino sus accesos de
ira al comprobar la presencia de alguna errata ("piojos de las palabras", las llamaba) en las páginas de sus obras. Pienso
en el tímido Julio Ramón Ribeyro que vio cómo casi todas las ediciones de sus libros iban
acompañadas (casi ya por ley) de erratas que afeaban sus publicaciones. Alguna vez escribió el poeta Abelardo Sánchez León sobre esta desdicha de Ribeyro: "La edición de Los geniecillos dominicales en Populibros fue un desastre. Era casi otra novela de la cantidad de erratas que contenía".
El agudo Ramón Gómez de la Serna decía que una errata era un "microbio de origen desconocido y de picadura irreparable", en tanto que el oceánico Pablo Neruda las lapidó al decir de ellas que "son las caries de los renglones". La errata es, según la fría definición del diccionario: “Equivocación material en el manuscrito o impreso”. También se le conoce como gazapo. Hablando en cristiano, una errata es el descuido que lleva a escribir una letra por otra, una palabra por otra, etc., muy común por cierto. Yo que también laboro como corrector lo aseguro: es más común de lo que se piensa e incluso al mejor corrector se le puede escapar la paloma, una errata, quiero decir.
El agudo Ramón Gómez de la Serna decía que una errata era un "microbio de origen desconocido y de picadura irreparable", en tanto que el oceánico Pablo Neruda las lapidó al decir de ellas que "son las caries de los renglones". La errata es, según la fría definición del diccionario: “Equivocación material en el manuscrito o impreso”. También se le conoce como gazapo. Hablando en cristiano, una errata es el descuido que lleva a escribir una letra por otra, una palabra por otra, etc., muy común por cierto. Yo que también laboro como corrector lo aseguro: es más común de lo que se piensa e incluso al mejor corrector se le puede escapar la paloma, una errata, quiero decir.
Enrique Anderson Imbert, escritor y
ensayista argentino ya fallecido, tiene entre sus libros un fantástico cuento corto
cuya historia está relacionada con el tema sobre el cual escribo, sino véase el
título. Transcribo el cuento que es realmente delicioso.
LA ERRATA
Ruix vaciló durante un año en si sería
cuentista o poeta. Poeta, decidió; y poco después se hizo imprimir los recién
nacidos poemas en dos mil doscientos ejemplares fuera de comercio, papel Japón,
folio mayor, compuesto a mano con caracteres Lutetia, cuerpo catorce. La
imprenta le entregó toda la edición, a domicilio.
Se arrellanó, feliz, abrió el libro con una
lenta caricia ¡y vio la errata! En la primera letra de la primera palabra del
primer verso, en vez de “Ondina”, decía “Rndina”. Corrigió con un garabato -aniquilante
como una maldición- y se puso a leer, recelando nuevas erratas. Pero no. Resultó
ser la única. Sacó otro ejemplar, ahora para corregirlo con menos dureza y
dedicárselo a su novia, y descubrió que ya no decía “Rndinas” sino “Undinas”.
¡Cómo podía ser! ¿A ver el tercer ejemplar? “Indinas”. Y en los siguientes: “Xndinas”,
“Vndinas”, “Andinas”, “Cndinas”… La maldita letra de tanto cambiar, por ahí
hasta salía bien: “Ondinas”.
Descartó la sospecha de una novatada del
maestro tipógrafo. Hubiera sido una broma pesada, sí, pero a costa de su propio
taller. Más bien creyó en que el yerro de imprenta era un insecto que,
contorsionando patas, cola, antenas, labros, palpos, anunciaba que una nueva
plaga había elegido, de todos los posibles sacrificios, justamente la inicial
de ese poema suyo para irrumpir en el mundo e infestarlo.
En su vida de lector, Ruix había observado
muchas erratas accidentales. Y aún benignas. Rubén Darío ¿no había ganado en
aquella edición que le regalaba este símbolo del brío disminuido: “Con el
caballo gris me acerco a los rosales del jardín”, en vez de acercarse,
prosaicamente, con el “cabello gris”? Y el “mar adentro de la frente” ¿no
ahondaba con una vasta y ondulante imagen del mero “más adentro de la frente”
con que se distrajo Alfonso Reyes?, pero esta errata de pesadilla que se
retorcía ominosamente en el primer nicho de su poemario no era casual: venía
para infamar, corromper, destruir. De su nido saltaría a la ciudad,
capitaneando repugnantes gazapos, como en un Juicio Final del Jerónimo Bosco.
Y de pronto Ruix soltó una carcajada.
Acababa de comprender que todo era una broma, aunque no del maestro tipógrafo.
Las letras que se sustituían no eran convulsiones de un insecto exterminador,
sino guiños de un demonio travieso. Esa cinta de alfabeto enloquecido que
corría por el mayúsculo ojo de la “O” de “Ondinas” era un acróstico, Ruix anotó
letra por letra: R, U, I, X, V, A, C, I, L, O, D, U, R, A, N, T, E, U, N, A, Ñ,
O… Y así hasta llegar a estas palabras que tú, lector, estás leyendo, y también
a las que sigan. Dos mil doscientas letras –una para cada ejemplar- con las
que, para terminar la broma que le hice a Ruix, mal poeta en acto, buen
cuentista en potencia, he contado este cuentecillo, yo, el Demonio de las
Vocaciones Equivocadas.
Tengo en mis manos un libro del polígrafo
Alfonso Reyes cuya prosa fue alabada por Borges, que así nomás no regalaba
halagos. El libro en mención es La
experiencia literaria, entre sus diecisiete ensayos se encuentra uno
titulado como Escritores e impresores.
En el ensayo, Reyes se explaya sobre las erratas y cuenta algunas sabrosas
anécdotas.
Voy a citar a tres de esas anécdotas. La
primera es esa donde interviene Miguel de Unamuno quien tenía como preferencia
escribir “oscuro” y no “obscuro”. Resulta que un día, el escritor español recibió
unas pruebas de imprenta con la indicación: “Ojo,
obscuro”, a lo que don Miguel, rápido cual guepardo, respondió: “Oreja,
oscuro”. Asunto zanjado, ni más se volvió sobre el punto.
Cuenta Reyes que bastante joven y como dice
él “cuando todavía no se me formaba el callo del oficio”, publicó un libro de
poemas que, para desgracia suya, estaba plagado de erratas. Ventura García
Calderón, cuentista peruano modernista, amigo del mexicano, comentó dicho libro con “un epigrama
impagable”: “Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un libro de erratas
acompañadas de algunos versos”. Cruel el comentario, pero definitivamente
insuperable.
La tercera anécdota que Reyes cuenta es
sobre un libro que fue preparado con el mayor cuidado del mundo para, justamente,
evitar las erratas. En la última página del libro se imprimió un mensaje
orgulloso: “Este libro no tiene erratas”, pero la fatalidad que se entromete
allí donde no la llaman, apareció con todo su poder y el mensaje salió impreso
así: “Este libro no tiene eratas”. Como se verá, de antología.
Las erratas, las entrometidas erratas que a nada
ni a nadie respetan, incluso se inmiscuyen en las vidas de los más comunes mortales. Por
ejemplo, me ocurrió a mí, que feliz esperaba el día de la presentación de un
libro mío en la Feria del Libro Ricardo Palma, allá por 2009. Hasta que la desazón me invadió
al ver que en el Catálogo de la feria aparecía mi nombre con una gruesa y escalofriante errata:
Orlanda Granda. Bueno, pues, cosas de la vida, nadie está a salvo de esos
demonios que tanto atormentan a los escritores.
Continuará…
Morada
de Barranco, 26 de julio de 2014.
Muy interesante y ameno tu escrito, nadie está exento de erratas, hay que convivir con ellas...
ResponderEliminarMe encanta Ribeyro, sus cuentos y los Diarios...
Saludos desde Caracas
Gracias, María, por tu visita y tu comentario. Que bueno que te guste la obra de Julio Ramón Ribeyro, gran escritor peruano. Justo hace unos días releí un libro suyo, breve, con aforismos: "Los dichos de Lúder". Ahora estoy releyendo "Prosas apátridas", un libro sabio y recomendable. Un abrazo va desde mi morada en Barranco.
ResponderEliminarSi no te parece mal voy a tuitear tu artículo sobre erratas.
ResponderEliminarLo tuiteo , si no te parece bien lo quito. Muchas gracias.
ResponderEliminarNo hay ningún problema, hazlo, Biblioaprenent. Saludos desde Barranco.
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