miércoles, 30 de septiembre de 2015

ROSA CERNA GUARDIA, UNA AMIGA QUE EXTRAÑO






                                                                  Cada vez que miro el mar.
                                                                       Rosa Cerna Guardia






   Corría el año 1993, acababa de salir el primer número (de cuatro) de la revista Tocapus. Los tiempos no eran buenos. Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo éramos los coeditores, de los tres, el único que tenía trabajo seguro era Pablo que era fotógrafo. Sin embargo tuvimos el atrevimiento de sacar una revista sin financiación de terceros, sin auspicios, una revista limpia de avisos publicitarios. ¿Cómo lo hicimos? Es algo que todavía me pregunto.


Orlando Granda, Willy Gómez Migliaro y Pablo Landeo


   Tocapus se imprimía en el taller de Willy Wong, en jirón Puno. Aún recuerdo que retirábamos la revista de la imprenta a dos tiempos; es decir, cancelábamos una parte del tiraje que rápidamente tratábamos de colocar entre los amigos, conocidos y demás y con ese dinero cancelar la otra mitad del tiraje, así funcionó con los tres primeros números. Para el cuarto ya fue otra historia. Solo pudimos cancelar la primera mitad, la segunda se perdió irremediablemente pues no pudimos cancelar la segunda parte. Sin embargo, a pesar de estos problemas, el número 5 de Tocapus estuvo a punto de salir.






   Jamás olvidaré la vez aquella cuando fui a la casa de Víctor Delfín, para venderle un ejemplar de la revista, me atendió él, cuando escuchó mi explicación de porqué estaba allí, lo primero que me dijo fue algo así como: “Yo no cargo dinero”, palpándose los bolsillos, continuó: “Mi secretario es el que ve los asuntos de dinero”. Lo llamó, le pidió el dinero para cancelar el ejemplar de Tocapus y dijo: “País de mierda donde su jóvenes tienen que realizar malabares para que sus proyectos no mueran”. Víctor Delfín no fue al único que “visité” para venderle un ejemplar de la revista, una de las que me recibió en su casa y después entablamos una linda amistad fue la escritora Rosa Cerna Guardia, Rosita, como la llamaba yo.






   En esta tarde en que la noche va llegando se me ha dado por recordarla, pero sé también que este no es el momento para escribir todo lo que quiero y sé sobre ella, sé que lo haré posteriormente, mientras tanto van estas líneas en su hermoso recuerdo.






   Rosita era una mujer que se dedicó a la enseñanza, profesora, durante muchos años. Había nacido en Huaraz, en 1926. En la primera mitad de la década del cincuenta llegó a Barranco y se quedó a vivir en la Ciudad de los molinos. Su acogedora casa estaba muy cerca al mar, fue allí donde precisamente la conocí y donde se inició nuestra amistad.






   Cuatro años después de conocerla, allá por 1997, la invité para que fuera jurado de los Juegos Florales que organizamos en el desaparecido colegio Mary’s Children, ella accedió gentilmente y asistió a la premiación, recuerdo que antes de marcharse a su casa, que estaba a unas dos o tres cuadras del colegio, me entregó una gran cantidad de fotocopias de un cuento suyo: “La niña de las trenzas azules”. “Es para que lo repartas entre los alumnos”, me dijo, “los chicos tienen que leer”, concluyó. Gesto que pinta de cuerpo entero a Rosita.






   Ella era una mujer profundamente religiosa, yo, debo reconocer, no tanto, quizá por eso congeniamos y cada que nos veíamos era una pequeña aventura que a veces incluía algunos comentarios que lindaban con los rajes (sin que nosotros fuéramos rajones) y en medio de risas a veces mencionábamos los nombres curiosísimos de ciertos escritores y poetas nacionales y eso hacía que nuestras risas fueran interminables: “¿Cómo puede llamarse así?”, decía sonrisa de por medio, mientras yo me desternillaba de la risa, pues al decir el nombre curioso ella solía poner un rostro pícaro y muy gracioso.






   Tarde que la visitaba era tarde de lonche. A veces salíamos a comprar el pan, ponía su mano debajo de uno de mis brazos y salíamos a enfrentar las calles barranquinas entre conversaciones donde ella sacaba a relucir sus enormes conocimientos sobre Barranco, curiosidades que saciaban mis afanes por empaparme más sobre el lugar en el que vivo. Un día me la encontré por la avenida Grau, ella regresaba de hacer fotocopiar no sé qué libros. Me invitó a tomar lonche no en su casa sino en una panadería ubicada en la esquina de Grau y la calle Unión, casi al inicio de la Bajada de los Baños. Empecinada como era, ella no aceptó que pagara la cuenta. Luego nos fuimos hasta su casa para conversar un poco más, allí me leyó algunos de sus poemas de los que ella estaba más orgullosa. Yo solo la escuchaba complacido porque asistía a un recital exclusivo.






   No era que nos viéramos muy seguido, tampoco. A pesar de que vivíamos relativamente cerca, la visitaba de manera espaciada, eso quizá hacía que cuando nos veíamos tratáramos de recuperar el tiempo hablando de todo. Recuerdo que cuando la llamaba por teléfono, le decía: “Hola, Rosita, soy yo, Orlando”, con su voz pícara me contestaba: “Y, ¿quién es Orlando? Yo no conozco a nadie llamado Orlando”, sabía que era su juego, pero yo le respondía como si realmente fuera cierto y trataba de hacerle recordar: “Rosita, yo, Orlando Granda, un viejo amigo”. Luego de un silencio, su voz llegaba a mí diciendo: “¡Ah, Orlando”, ya lo recuerdo…” y hablábamos largo y al final concertábamos la fecha de mi visita, pues nunca le llegué de sorpresa (la única vez que lo hice fue la primera vez que fui a su casa y me compró un ejemplar del primer número de Tocapus).






   Es curioso, de toda su obra (y es una obra más o menos extensa), solo tengo tres de sus libros: “Los días de Carbón” (su bella novela premiada), sobre la que me decía: “Dicen que se parece a “Platero y yo”, pero cuando la escribí yo no había leído el libro de Juan Ramón Jiménez”, “El Hombre de paja” que fue obsequio suyo y “Una flor de cuentos para llevar en el corazón” que lo tengo gracias a un cambio que hice con Rosita.













   Ocurre que en un librero de viejo conseguí un libro suyo que había obtenido un premio Horacio Zeballos hacía varios años atrás, una edición rústica, popular, de pasta guinda. Cuando se enteró que tenía ese libro, me dijo si podíamos hacer un cambio, ella me ofrecía una edición más colorida y en mejor soporte: “Vas a salir  ganando”, me dijo. Acepté. Ella quedó contentísima: “En mi biblioteca no tenía un solo ejemplar de esta edición premiada”, me decía en tanto acariciaba el humilde libro. Creo que la dedicatoria del libro que me dio lo dice todo.









   Lamentablemente ella partió hace casi tres años, en diciembre de 2012. Su muerte para mí fue un golpe duro. Recuerdo que sentado en la mesa de mi casa eché a llorar por la partida de tan querida amiga y lamentaba no haberla visitado más seguido. No quise ir a su velorio ni a su entierro, son cosas que generalmente no hago. Esta vez tampoco lo hice. Al poco tiempo de su fallecimiento, una administración municipal de Barranco ordenó la creación de un pequeño parque que lleva su nombre, cada que paso por allí (al costado de la cancha Unión), me cuesta aceptar que Rosita ya no esté, me resisto todavía.






   En fin, son muchas cosas las que podría contar sobre mi amiga Rosita, la magnífica poeta y narradora que fue etiquetada como “escritora para niños” (aunque ella protestaba por el rótulo: “Yo no escribo para niños, me decía, yo solo escribo”), pero como lo dije al iniciar este texto, habrá un mejor momento en el que escriba al detalle sobre mi amistad con ella, hoy solo he querido recordarla con gratitud y con nostalgia por los gratos momentos que compartimos, por esa su sonrisa pícara que casi siempre acompañaba a sus comentarios irónicos y que hoy tanto extraño.







Yo podía morir,
pensando en morirme sin conocer el mar;
y ya lo conocía de tanto mirarlo crecer
en todas las orillas de mis sueños;
siempre su rumor me despertaba;
pero tras las cordilleras de mi pueblo
no lo veía nunca.
Un día no recuerdo si fue despierta o dormida
que miré profundamente el mar.
No sé si trasoñaba o realmente existía.
Era... es... tenía... , ¡cómo poder decirlo!
la belleza del cielo de mi pueblo
que yo ya no veía,
disuelta en agua viva
lamiéndome los pies.
– Desde entonces, yo muero
cada vez que miro el mar.







   Continuará…






                                                Morada de Barranco, 30 de setiembre de 2015.





viernes, 25 de septiembre de 2015

UN POETA DE SANTA INÉS





                                                                           Puertas que van a dar al mar o al amar…

                                                                                                              Arturo Corcuera





   Luego de muchos años llegué a la casa del poeta Arturo Corcuera. Santa Inés, tierra hermosa, arbolada, calurosa, ubicada en las estribaciones de los Andes, en Chaclacayo, para ser más precisos, allí se encuentra la acogedora casa de este generoso poeta.




 

   Hace una semana caminé por esa calle, calle por donde tantas veces transita el poeta sumido en sus pensamientos, quizá pergeñando versos y otorgándole magia y encanto a una fauna particular que solo él conoce. Entre árboles y un sol esplendoroso, avanzaba algo ansioso y me parecía increíble el tiempo transcurrido desde la última vez que estuve por estos lares: veintidós años, como se suele decir: "Toda una vida".






   Fue en enero de 1993 que llegué por vez primera a Santa Inés, recuerdo que llegué con un par de amigos y que en esa lejana mañana de enero, recogí del suelo una ramita con diminuta flores lilas y que la coloqué dentro del mágico libro del poeta Corcuera: Noé delirante, que lo llevaba para que me lo autografiara, desde entonces está la dedicatoria y ese recuerdo (ahora seco) en el libro magníficamente ilustrado por la pintora Tilsa Tsuchiya..






   Esa larga visita de entonces, pues duró muchas horas, fue una delicia. Escuchar a este poeta hablar de sus preferencias en la poesía (recuerdo mucho sus comentarios sobre Juan Ramón Jiménez) y en el fútbol (semanas después de esta visita, me regalaría una edición fallida de su libro dedicado al club de sus amores: Alianza Lima), de personajes a quienes conoció y con quienes se codeó, algunos ya desaparecidos (pienso en Alberto Hidalgo, César Calvo, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Xavier Abril, Nicolás Guillén, Javier Heraud, entre otros), muchas anécdotas sabrosas que desfilaron bajo la pérgola donde estuvimos sentados plácidamente.






   Por cierto, mi visita de hace una semana, fue a la aventura, ubicar la casa del poeta no me hubiera sido fácil, pues su imagen ya casi se me había borrado (veintidós años no pasan en vano). Pero curiosamente fue más sencillo encontrarla en ese vergel, sus paredes blancas, su puerta y ventanas azules (poéticamente azules) y un azulejo (nuevamente el azul) al lado derecho de la puerta, azulejo donde se encuentra una frase que hace imposible confundir la casa del entrañable Arturo Corcuera: “Aquí vive un poeta”. Fantástico.






   Apenas toqué la puerta, una señora muy gentil me atendió e inmediatamente le pasó la voz al poeta. Al rato apareció el querido Arturo, frente a mí con su mirada escrutadora y su ya legendaria melena (ahora canosa). Luego de más de veinte años, es normal que olvidemos muchas cosas, incluso a las personas. Noté que trataba de ubicarme en los espacios de sus recuerdos, pero no lo lograba. Le hice recordar quién era, inmediatamente me abrió la puerta de su hermosa morada, ese museo donde el poeta vive alejado del mundanal ruido. Tomamos asiento rodeado de libros (llamó mi atención un libro grande y abierto sobre un atril con una dedicatoria del poeta brasileño Ledo Ivo), esculturas, cuadros e iniciamos una breve conversación.






   Lo primero que le dije fue que el motivo de mi visita era porque quería obsequiarle un ejemplar de mi reciente libro: Donde mi calle acaba. Tuve la oportunidad de expresarle que siempre le estaría agradecido porque cuando era (tomo prestada la frase de García Márquez) "un joven feliz e indocumentado", él no solo me abrió las puertas de su casa y de su trabajo (el Centro Cultural Peruano Ruso) donde conversamos algunas veces, sino que me abrió las puertas de una revista que entonces él dirigía: Transparencia, y fue allí, en esa hermosa revista donde por primera vez yo publicaría algunos de mis poemas (¿es que eso se puede olvidar?).






   Mi visita fue corta, cortísima, apenas quince o veinte minutos. Alabó la edición de mi libro y también el texto (¿poética?) que escribí y está en la contraportada. Me contó que se estaba recuperando pues, debido al exceso de trabajo, se había desmayado, hablamos rápidamente sobre amigos comunes, sobre su empeño en querer sacar una revista cuyo nombre sería El tordo de Santa Inés, y cuando le pregunté el porqué del nombre, me contó, como lo hiciera en el ya lejano domingo de 1993  con tantas otras historias, que hubo un tiempo que un atrevido tordo se hizo su amigo, que todas las mañanas buscaba al poeta, que con su pico golpeaba el vidrio de la ventana de su dormitorio para despertarlo, que lo acompañaba al baño cuando él se afeitaba, que se metía a su despacho y se paraba sobre su computadora… En fin, se había tejido una amistad entre el poeta y el pequeño pájaro, ninguna diferencia, como se podrá ver: ambos cantan. Hasta que... un gato mató al tordo y en homenaje a ese amigo perdido, el poeta quiere sacar esa revista.







   La historia del tordo amigo no queda ahí, algo que me dijo y que me sorprendió fue que Arturo había podido recuperar parte del plumaje del animalito muerto y le había hecho un nicho en una pared de su jardín interior. Entonces me llevó a ver la “tumba” del tordo. Entrando a su jardín interior (un trozo de paraíso, debo decir), en la pared izquierda, ahí está el nicho conmovedor sin lápida pero con un vidrio que deja ver sus negras plumas, es el homenaje de un poeta sensible al viejo amigo, esa avecilla cuyo canto tanto me entusiasma. 






   No he de negar que ver nuevamente ese jardín, después de tanto tiempo, despertó en mí cierta nostalgia: allí estaba la vieja pérgola con columnas de ladrillo donde conversé con el poeta hacía más de veinte años, los añosos árboles, los murales que aluden a Noé..., mis ojos parecían devorar todo y atraer los recuerdos de entonces.








   Pero no me podía quedar mucho tiempo. Me esperaba mi familia para desayunar en la casa de Los Álamos (una calle antigua de Chaclacayo) donde estábamos hospedados por ese fin de semana, me despedí del poeta con un abrazo fraternal y con la firme esperanza de verlo nuevamente. 


  



   Ya para terminar esta entrada, quiero tomarme la libertad de transcribir un poema suyo (“Es mi mejor poema”, me dijo Arturo en la primera visita que le hice), me refiero a ese hermoso y conmovedor poema dedicado a un personaje del cine que él tanto admira: Tarzán. 





  


   
TARZÁN Y EL PARAÍSO PERDIDO



¡Aaauaúaaa... ¡Aaauaúaaa...!

Tarzán (Johnny Weismuller) es internado en un manicomio por creerse Tarzán.
Su grito, que asusta a médicos y enfermeras, no es el clarín con el que hacía su
victoriosa aparición en la pantalla. El grito a Tarzán no le pertenece. Fue un collage
de sonidos confeccionando y patentado por la Warner Brothers: decantaron en el
laboratorio los gruñidos de un cerdo y las notas de un tenor.

Tarzán en el sanatorio para artistas (retirados) de Hollywood,
abatido y vencido por la camisa de fuerza
(él que encarnó la fuerza sin necesidad de camisa).
Hoy casi a oscuras y ayer mimado por los reflectores.
Tarzán víctima de una dolencia cardíaca
se toca el corazón y piensa en Jane.
Desamparado llama en su desesperación a Chita
(entre sombras ve y besa a Chita como si fuera su madre.
Chita se limpia la boca, hace morisquetas

Y dando volatines desaparece)
Llama a Chita
para que lleve un recado pidiéndole ayuda a Jane.
Pero Chita no podrá acudir. Chita no existió en la vida real.
(Era 8 monas chimpancé. 8 monas que parieron su estampa cinematográfica).
Y Jane,
la bella silvestre de los níveos brazos,
ya no lucirá más su silueta junto a Tarzán,
porque Jane ya no filma. Hace mucho tiempo
que se le venció el contrato con la Warner: las piernas
de Jane ya no están todo lo tersas que uno quisiera
para hacerlas figurar en el reparto.

(Ah, Jane, paraíso perdido, divino tesoro,
ya te vas (para no volver)
cuando quiero llorar
pienso en ti, mi dulce Jane.
Cuánto hubiera dado por tenerte en mis brazos,
por confesarte mi amor: Yo querer mucho a Jane.
Silencio insensato que guardé por culpa de mi testaruda timidez.
Por culpa de los barritos de mi precoz adolescencia.
Ah, Jane, yo no adoro tus senos besados por las lianas.
Tus senos asediados al centímetro por flechas y lanzas.
Ya no adoro tu rostro
que el tiempo implacable ha ido modelando a su capricho.
Tu rostro que acaricié con ternura (a escondidas del público) en todas las carteleras.
Que no me digan nunca que te quitaste el maquillaje.
Que no me enseñen nunca tus cabellos de desfalleciente plata.
Para mí tú serás siempre la linda muchacha que yo amé matalascallando,
que yo ayudé a inventar con mis ensueños en los destartalados cines de mi barrio,
                       mi inolvidable Jane)

En su cuarto Tarzán da vueltas como un condenado
y en su rayado papel de loco repara en el espejo del lavabo y quisiera lanzarse.
Tarzán varias veces campeón olímpico de natación.
Amor, juventud y dinero, la veleidosa gloria:
todo ese trampolín se le fue al agua.
Todo se lo devoraron con voracidad las fieras.

Entre paredes pálidas que su insomnio decora de enredaderas
por sentirse libre (al final de la película) se aferra a sus sueños:
se sueña sobre el lomo de sus elefantes y sonríe.
Se sueña venciendo a sus repujados cocodrilos de cartón.
Ve acercarse a sus leones de felpa (pura melena) y Tarzán siente miedo
y tiembla y grita como un desventurado niño de pecho:
¡Aaauaúaaa...! ¡Aaauaúaaa...!

Pobre Tarzán indefenso y desnudo,
decolgado del ecran por inservible,
loco, completamente solo entre los locos,
aullando perdido en su paraíso perdido,
sin Jane, sin chita, sin fuerzas, sin grito,
solo con su soledad y su taparrabos.








   
Que la lectura de este bello poema se convierta en una oportuna y agradable invitación para frecuentar la hermosa poesía de este 
poeta peruano, de este mago de la palabra siempre generoso y siempre entrañable.









   Continuará…







                                       Morada de Barranco, 25 de setiembre de 2015.