sábado, 22 de abril de 2023

EN RECUERDO DE AGNÈS LASSALLE

 


                                                            Eso es lo que más me queda de su vida…

                                                                                           Alberto Hidalgo



   Corría el año de 1999, los últimos días de febrero de 1999, para ser más preciso. Hacía dos días me había casado y desde el 27 de ese mes me encontraba de viaje por Arequipa (ese primer día en la Ciudad Blanca habíamos conocido el molino de Sabandía, la Casa del Fundador, Yanahuara, Cayma, Sachaca, un mirador hoy borroso en mi recuerdo). Al día siguiente, decidimos tomar un tour por el impresionante cañón del Colca, considerado como uno de los más profundos del mundo y desde donde se podía avistar el “vuelo” del cóndor y recorrer un rosario de encantadores pueblos andinos con sus antiguos y bellos templos virreinales. ¿Qué maravillas veríamos? ¿A quiénes conoceríamos? Un viaje junto a Rita a través de un paisaje asombroso nos esperaba, no se podía pedir más.





   Para quienes no conocen Arequipa, esta es una de las más bellas ciudades del Perú. El orden y limpieza de sus calles empedradas, su cielo siempre limpio y azul son un marco perfecto para deslumbrarse también con su arquitectura barroca y neoclásica de sus conventos, templos y casonas (pienso en el convento de Santa Catalina, por cierto, “una pequeña ciudad dentro de la ciudad”; en su majestuosa catedral cuyos campanarios se alzan como orgullosos dardos; en las iglesias de la Compañía y de San Agustín con sus portadas que son filigrana en piedra; en la casa Moral o en la casa Tristán, entre otras), todas ellas edificadas con una piedra volcánica, porosa, blanda, de tono blanquecino: la “ignimbrita” (que el común de los mortales llama equivocadamente “sillar”).





   Conocer el Colca iba demandar un recorrido largo, estaríamos de regreso a Arequipa al día siguiente por la noche. Dos días por un territorio desconocido del que habíamos oído muchas cosas. Pero todo lo que habíamos escuchado o leído del cañón de Colca no le hacía justicia. Estar ahí era una experiencia donde la palabra quedaba corta para expresar la intensidad de un paisaje realmente conmovedor como pocos. Aún recuerdo que estuvimos por zonas de gran altitud, de temperaturas bajo cero, todo cubierto por el hielo. Eran días de lluvia, de esa lluvia que para Rita y para mí era experiencia nueva: en Lima no llueve, apenas si cae un amago de lluvia, unas menudas gotas, chispas de agua, que llamamos con una bella palabra: “garúa”.





   Fue en este viaje donde por primera vez comimos un deliciosa y suave carne de alpaca y otras comidas que hacen de Arequipa uno de los lugares centrales de la gran cocina peruana. Fue en este viaje donde conocí a un joven argentino que había partido de su país por tierra y había atravesado todo Bolivia y recorría ahora, ávido de mundo, el viejo Perú. Nos hicimos amigos y en el camino conversábamos de muchas cosas: historia, política, culinaria, literatura, de la familia, de nosotros, de la vida misma. ¿Su nombre? Ricardo Dymiez (según he averiguado el apellido es de origen ucraniano, aunque puedo equivocarme). Lo recuerdo generoso, humilde, hablador, mejor digamos, comunicativo. Incluso los tres nos sacamos una foto junto a una alpaca, foto que me comprometí a enviársela a su casa en Argentina y nunca cumplí porque perdí su dirección. Eran tiempos donde no se contaba con las redes sociales, el despegue de los celulares ocurriría poco tiempo después.





   Recuerdo la mañana fría donde avistamos el profundo cañón cubierto con una neblina persistente, yo había olvidado mis guantes en el hotel y Ricardo tuvo la generosidad de prestarme los suyos de color verde con los que salgo en algunas fotos. Entre los que viajaban junto a nosotros, recuerdo a dos chicas, amigas inseparables y otra joven solitaria, delgada, rubia, profesora de lengua española, de nacionalidad francesa. A esta joven francesa la recuerdo siempre vestida de negro, premunida de cámara fotográfica profesional con trípode incluido. Ricardo me contó que a ella también le prestó algo, sus binoculares y me hizo recordar su nombre Agnès, Agnès Lassalle.





   La noche (lluviosa, por cierto) la pasamos en un hospedaje de un pueblecito del Colca llamado Chivay. Antes de acostarnos, fuimos a cenar todo el grupo viajero. Haré una confesión. Estábamos ubicados en una larga mesa, tenía a mi derecha a Rita, a mi izquierda se hallaba Agnès, creo que Ricardo estaba al frente. En tanto traían los platos (recuerdo que nos dieron pastel de papas y algo más), mis ojos se posaron en un plato con unas atractivas bolitas amarillas que entonces creí que eran algún dulce de la zona. Confiado agarre una de ellas, la mordí… era mantequilla. Con la huella de uno de mis caninos, avergonzado la volví a poner en el plato. Al ratito, la joven francesa lo cogió y la untó en un pan y se lo comió. No me dio tiempo para decirle o no tuve el valor, no lo recuerdo. Lo que sí es que algo de mí iba en esa mantequilla. Siempre conservé para mí y para gente muy cercana esta anécdota. Incluso, el paso de los años me hizo olvidarla, al entrar en contacto con Ricardo, nuevamente afloró y recordé lo sucedido.





   Líneas arriba comenté que le había perdido el rastro a mi amigo, debo comentar que hoy está casado con Claudia, una profesora chilena de Lengua y Literatura y tiene tres bellos hijos. A manera de broma le dije que "la marca del profesor" lo perseguía: Agnès profesora, igual que Rita, que su esposa, que yo. Pero el año 2021, ocurrió un hecho fortuito, revisando unas cajas antiguas hallé una billetera mía y dentro de ella un papelito con el nombre completo de mi amigo (no recordaba su apellido), su dirección, su teléfono, en fin. Lo busqué por Facebook, lo hallé, le envié un mensaje que él respondió, pero yo no continué con la comunicación, no sé por qué. Hace una semana, casi dos años después, Ricardo me envió un mensaje y empezamos a recordar esos días en que yo iniciaba mi vida de casado y él estaba empeñado en conocer el mundo con ese atrevimiento propio de los jóvenes que quieren experimentar la vida...





   Sin embargo, sin embargo… esta historia no tendrá lamentablemente un final feliz. Ricardo me contó una triste noticia que nos dejó estupefactos a Rita y a mí. Un escalofrío recorre nuestros cuerpos cada que recordamos la noticia de la muerte de Agnès Lassalle, la manera como ella murió. Muy sentido, devastado, Ricardo me comentó que luego del viaje al cañón del Colca, hizo una buena amistad con ella, se frecuentaron, Agnès estuvo por tierras argentinas y él por lares franceses. Se comunicaban permanentemente, incluso se enteró del matrimonio de Agnès. Era, según él, una mujer realizada, feliz con su matrimonio y con su trabajo. 




   Debo decir que fui testigo del nacimiento de esa amistad en el viaje al Colca. Vi la química que hubo desde un comienzo entre los dos: hablaban permanentemente, había en esa joven relación el anuncio de una larga amistad, como así sucedió. Debo reconocer que nunca fui amigo de Agnès, nunca hablé nada con ella en todo el trayecto, estaba pendiente de mi esposa y cuando no, conversaba con Ricardo (claro, siempre en cuando él no estuviera conversando con la joven francesa); pero sí observaba con curiosidad lo meticulosa que era para sacar sus fotos. Siempre me pareció muy reservada. Pero con Ricardo era diferente: hablaba, reía… Sus espacios se abrían ante el don de gentes que poseía (y posee) mi querido amigo. Viéndolo a la distancia, ambos eran muy jóvenes, no llegaban a la treintena, estaban en la flor de la vida. Pero la vida tiene designios oscuros que a veces nos resultan injustos, como es el caso de Agnès, la profesora Agnès Lassalle.





   Según me enteré, ella venía trabajando como profesora de lengua castellana desde 1997. El 22 de febrero de este año, ella realizaba una clase en Santo Tomás de Aquino, colegio ubicado en San Juan de la Luz, en Francia. Todos los días ella iba a su centro de trabajo con su automóvil desde Biarritz, lugar en el que residía con su esposo. Ese día, un alumno suyo de dieciséis años se le acercó y con un filudo cuchillo la apuñaló frente a sus demás compañeros. Cuando el alumno fue interrogado después, sostenía que estaba poseído, que escuchaba voces. Este malhadado suceso ocurrió en la mañana, como a las 10.30 a. m. Una hora después fallecía Agnès, tenía 52 años.





   Su muerte absurda dejó consternado a los franceses, y a nosotros nos ha conmovido enormemente y nos resistimos a aceptar la tragedia de su muerte. Después de la terrible noticia, si hubo algo que también nos conmovió fue ver cómo el día del entierro de Agnès, Stéphane Voirin, el viudo, inició una danza solitaria cuando empezaron a sonar los primeros compases de Love un tema de Nat King Cole, tema con el que parece ser se conocieron trece años antes. Su baile fue seguido por varias parejas que empezaron a bailar como despedida y homenaje a la profesora Agnès (el video se volvió viral y se puede visionar por You Tube).





   He querido escribir estos recuerdos el día de hoy sin darme cuenta que precisamente hoy, sábado 22 de abril, se cumplen exactamente dos meses de este infausto suceso. Vayan estas palabras como recuerdo para Agnès, la joven profesora francesa que conocí en un viaje al cañón del Colca, hace ya de esto veinticuatro años, cuando yo iniciaba una nueva vida junto a Rita, mientras mi amigo Ricardo y Agnès recorrían el mundo, jóvenes y con el corazón cargado de esperanzas y muchos sueños.





   Continuará…




                                                 Morada de Barranco, 22 de abril de 2023