domingo, 27 de noviembre de 2011

LA ETERNIDAD DE UN MOMENTO

  

                                                                                                                 Te dibujo el mar en cada uña.
                                                                                                                              Enrique Peña Barrenechea



   Repito la experiencia. Hablo de leer haikus y escuchar música. A diferencia de la entrada anterior, no es domingo por la mañana. Es sábado y el cielo se columbra, desde mi ventana del cuarto piso, como un lienzo donde los brochazos de rojos, celestes, amarillos y anaranjados se confunden. Sorprendente. Son casi las 6:30 p. m.  Estoy solo en el departamento. Rita y Kathia han salido. Leo.





   Entre los libros que voy hojeando encuentro una antología de literatura japonesa: El rumor del origen, selección preparada por el poeta peruano (y en algún momento de su vida un haijin, o sea autor de haikus) Javier Sologuren, fallecido hace algunos años. En el libro hallo no solo haikus, también teatro, narrativa, ensayo y un tipo de poesía más antigua, me refiero al tanka (conocido también como waka), poema de cinco versos, treinta y un sílabas (5 / 7 / 5 // 7 / 7) y sin rima, de donde proviene el haiku o haikai. He aquí algunas muestras de su brevedad e intensidad:


Al contemplar la luna,
mi corazón se va colmando
de tristeza;
aun cuando el otoño
no solo a mí me pertenece.



Desde aquella despedida
tan indiferente
como la luna del alba,
nada me es más doloroso
que el amanecer.



Como el río Minamo
que desciende de la cima
del monte Sukuba,
así, acrecentándose,
mi amor se ha hecho
agua profunda.



“Estoy esperando
que detrás de los montes salga la luna”,
dije a un caminante.
En realidad
esperaba a mi amor.




Las luciérnagas
resplandecen
con graciosa insistencia.
Parecen insectos gritando
silenciosamente.




Una vez,
vi en sueños
a mi amado.
Desde entonces,
he confiado siempre en los sueños.




Mañana
tal vez
me olvidarás.
Sería bueno, entonces, que muriera hoy,
mientras todavía me amas.




Sueño, sueño,
y mi amado
no aparece.
Me despierto, después de haber soñado,
y me siento aún más sola.




Vuestro corazón, quién sabe,
tal vez haya cambiado,
mas en esta vieja aldea,
las flores, ellas sí,
su aroma de antaño conservan.




Pronto dejaré de existir…
¡Oh, si pudiese
verte una vez más,
como recuerdo
del más allá de esta vida!


   La lectura de estos poemas orientales (me refiero a los tankas y los haikus) me depara un sinfín de sensaciones, descubrimientos o redescubrimientos, me remite a una experiencia de bucear en las profundidades donde a veces quedan ocultas ciertas cosas o, de pronto, percibir en el poema cuyo referente es una situación cotidiana y pasajera lo que llamo la eternidad de un momento: alcanzar el satori, o sea la iluminación repentina, el deslumbramiento intenso en su sencillez estructural (sobre todo si hablamos de los haikus). La lectura de tankas o haikus es una alegría, una celebración de la vida. Y hoy  como nunca deseo celebrarla.


Sin aceite mi lámpara,
me acosté, la luna
entra por la ventana.



A caballo en el campo,
y de pronto, detente,
¡el ruiseñor!



Caído en el viaje:
mis sueños en el llano
dan vueltas y vueltas.

                Matsuo Basho



Voy a salir;
disfruten del amor
moscas de la casa…



Subes al Fuji
lentamente, pero subes
caracolito.



Enredadera:
 floreciendo has techado
 mi choza vieja.

                   Kobayashi Issa



¡Que no tenga yo un pincel
que pinte las flores del ciruelo
y su fragancia!

                  Satomura Shoja



La hoja muerta
al posarse acaricia
la tumba de piedra…

                    Hattori Ransetsu



Vuelvo irritado
mas luego, en el jardín:
 el joven sauce.



Perseguidas,
 las luciérnagas se ocultan
en los rayos de la luna.

                Oshima Ryata



Niebla en la tarde:
acuden los recuerdos
de días distantes.

    Kito



Vieja es la mariposa,
mas su alma sobre los crisantemos
juguetea.

                 Enomoto Seifu



Lirios, pensad
que se halla de viaje
el que os mira.

         Soguii



Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.

             Issekiro



Noche: otra vez,
esperando que llegues,
vuelve a llover.

                      Masoaka Shiki
  

   Confieso que alguna vez intenté pergeñar haikus. Tarea nada fácil si pensamos en su economía de recursos. Obviamente mis intentos no produjeron nada excepcional. Pero alguna vez ocurrió un suceso que pudo transformase en uno de estos diminutos poemas. Digamos que todo hacía suponer un final feliz. Corría el año 2000 o 2001. Muy temprano había llegado al colegio Mary’s Children. Este colegio funcionaba en una vieja y hermosa casona barranquina rodeada de jardines, árboles frutales, era un vergel, casi-casi un paraíso… Me dirigía a Sala de Profesores, distraído miraba a los conejos saltar entre las plantas cuando en el trayecto, al pie de unos arbustos y árboles, en un pasadizo de cemento percibí algo que capturó mi atención: así como cuando la huella de una pisada queda en la arena húmeda, había en el concreto la huella perfecta de una pequeña hoja de un árbol. La hoja estaba allí y no estaba. Supongo que cuando el cemento estuvo fresco, de eso haría muchos años, una pequeña hoja cayó y perennizó el momento dejando su rastro en sus más mínimos detalles, nada le faltaba: el pecíolo, la lámina de su cuerpo, la nervadura principal y las nervaduras secundarias… Me pareció curioso el hecho de cómo una hojita liviana podía haber dejado su huella y como persistía en el frío y duro cemento hasta que lo descubrí. Pensé, esto es para un haiku. Intenté una y otra vez: nunca pude hacerlo. Pero quedó la anécdota.







   Animado por la lectura de estos breves poemas y como siempre he sido muy dado a crear atmósferas, decidí poner música. No de flauta japonesa como la vez anterior. El abanico de posibilidades es ahora amplio y menos seguro: piezas para piano de Robert Schumann, Frederic Chopin, Johannes Brahms; lieder de Franz Schubert (por ejemplo Winterreise); una selección de temas de Stacey Kent (tan apreciada por uno de mis directores de cine más queridos como lo es Clint Eastwood); All things must pass de George Harrison (un rotundo must have) u Odessa, ese brillante disco conceptual de un grupo muy criticado hoy en día, me refiero a The Bee Gees…








   De la puesta de sol, luego de una hora, no queda rastro alguno, ya la noche ejerce su dominio, y en tanto llegan Rita y Kathia a nuestra morada de Barranco, escucharé, entre otros temas, Landslide en la conmovedora voz de Stacey Kent.





Al que la corta
le otorga su perfume:
flor de ciruelo.



   Continuará…



                                  Morada de Barranco, 27 de noviembre de 2011.

domingo, 20 de noviembre de 2011

POR LAS SENDAS DEL JAPÓN



                                                                                         UN SUSPIRO DETRÁS DE LA MAÑANA
                                                                                                               Carlos Oquendo de Amat



   Cinco de la mañana. Domingo 20 de noviembre. Rita y Kathia duermen. Hay un silencio, diría casi absoluto, no solo en casa. Sentado a la mesa (la vieja y sólida mesa de madera oscura que antes fue de mis padres y que nos acompaña desde hace trece años) con algunos libros que hojeo lentamente. Libros de haikus. La ocasión es propicia para sumergirme en el misterio de la palabra de los japoneses.


Casa del poeta Eguren en Barranco.

   Desfilan ante mí: Basho, Buson, Issa, Shiki, Sora, Onitsura… Como si nunca hubiera experimentado la lectura de haikus me sorprendo de su brevedad, solo tres versos, diecisiete sílabas en total y tras su lectura… el deslumbramiento. Lo decía Octavio Paz: “El pequeño haiku es un mundo de resonancias, ecos y correspondencias”. En medio de este oportuno silencio percibo en estos diminutos poemas el afán de volver imperecedero lo fugaz, de tornar perdurable lo efímero, de capturar la eternidad de un momento. En suma, haiku igual poesía de contrastes. Veamos algunos, que en esta mañana particular, nuevamente me han vuelto a sorprender:


Grillo despierto:
sé el guardián de mi tumba
cuando haya muerto…


De no estar tú,
demasiado enorme
sería el bosque.


Para el mosquito
también la noche es larga,
larga y sola.

                    Kobayashi Issa


Ante los crisantemos
dudaron un instante
las tijeras…


Tarde de otoño
 sentado en la penumbra
pienso en mis padres.

                Yosa Buson


Ando y ando.
Si he de caer, que sea
entre los tréboles.

      Sora


Ah, si volteo
ese caminante ya
no es sino bruma.


En todo el monte
yerbas nuevas reflejan
el sol naciente.

                  Masoaka Shiki

Este camino
ya nadie lo recorre,
salvo el crepúsculo.


Nadie puede ser
bajo las flores del cerezo
completamente desconocido.


En ruiseñor
sueña que se convierte
el grácil sauce.

                           Matsuo Basho


   Palabra, pero también sonido, mejor dicho música: me he animado a escuchar música budista del Japón, el título del disco compacto es grandilocuente: The best of flauta japonesa. En realidad son dos discos que nunca dejaré de agradecer a mi querida amiga editora Carmen Noblecilla.





   Escucho conmovido la flauta y no puedo reprimir la idea de cuan semejante es su sonido e intensidad al de una quena de un haravicu andino. Y pienso en mi abuelo Julio de 94 años que está nuevamente en Lima: lúcido, hablador, sabio. Siempre me conmovió la pequeñez de su cuerpo y la eterna alegría de sus pasos. Incansable, incluso en su soledad. Sé que ya hace mucho no toca una guitarra, que ahora vive inmerso en otros sonidos, que la música que hoy escucha ya no es sensorial sino la de sus recuerdos: hace casi dos años que se fue mi abuela Belén y resuenan en mis oídos lo que me contaron que dijo en el velorio, allá en el mítico Cusco: “Como te has atrevido a dejarme”. Más de setenta años de convivencia  y siete hijos no son poca cosa para la vida de un hombre. En ese reproche había todo un universo acumulado en el corazón: pena, dolor, amistad, complicidad, amor… en definitiva, todo lo que cualquier mortal desearía vivir una vez que ha sido hallado por el amor (“Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío...”, no escribió acaso Luis Cernuda).




   Japón. Los extraños sinos de la vida: hace poco visioné algunas películas de directores japoneses: El intendente Sansho de Kenji Mizoguchi; El sabor del sake de Yasujiro Ozu; Vivir de Akira Kurosawa… y sin buscarlo ahora leo haikus y escucho melodías japonesas.









   Siempre me ha llamado la atención la manera sabia como este país ha sabido conjugar la modernidad con la tradición: es extraña, pero sabia: una cosmópolis como Tokio transitada por una viandante en kimono. Para un país tan racista y quebrado como el nuestro, quizá sería bueno imitar ese ejemplo de tolerancia, de aceptación del diferente: "La cultura es las culturas", escribió alguien. En fin, ya habrá oportunidad para tratar esos asuntos.








   Dejo de ver los libros y me abandono a la placidez desollante de la música. El sonido agudo de la flauta excava no sé qué profundidades insondables. Me es imposible explicar (como una suerte de Aleph se agolpan imágenes de mis abuelos, de mis padres, de mis hermanos, de mi hija, de la mujer que amo y lo es todo). No hay palabras, solo siento una emoción que se expresa en lágrimas… lo demás es silencio.




   Continuará…


                                    Morada de Barranco, 20 de noviembre de 2011.