martes, 27 de febrero de 2024

APUNTES DE UN MES QUE YA TERMINA

 


                                                              En tu sueño pastan elefantes con ojos de flor...

                                                                                  Carlos Oquendo de Amat



   ¿Quién me inculcó el amor a la lectura? Mi padre, él fue quien, en mi infancia, me condujo hacia la lectura. Hubo ciertas noches, después de la cena, que mi papá aprovechaba y empezaba a contar pasajes de la historia universal (era su curso favorito en el colegio, lo deduje luego de ver una libreta de notas). No era nada raro escucharle contar historias del hombre primitivo, de los egipcios, de los griegos y romanos, de los viajes de Colón o sobre los incas y la caída del Tahuantinsuyo... Nunca contó una sola historia después del desayuno o del almuerzo, era imposible, su horario de trabajo se lo impedía: sus historias fueron siempre nocturnas. Así, cansado y todo, se daba tiempo para contar.





   Sentados alrededor de la mesa, mi hermana Gloria y yo, escuchábamos embelesados aquellas historias muchas veces ingenuas, sazonadas con elementos de su propia cosecha, pero contadas con una libertad y pasión asombrosas, conmovedoras. El escuchar a mi padre creaba en mí (y también en mi hermana) un espacio íntimo que me llevaba a construir la escenografía, a crear los rostros de los personajes; o sea, nuestra imaginación alzaba vuelo. Era como un cine privado, emocionante.





   Esta disposición de mi padre por contar historias despertó dos cosas en mí: mi amor por el curso de Historia y mi incursión en la lectura. Contar historias, eso lo aprendí de mi padre. Años después, en las aulas, he utilizado lo que él de manera intuitiva hizo con nosotros dos. Este recurso me permite iniciar cada clase con una historia (un mito, una leyenda, un cuento…) y captar la atención de los jóvenes. ¿Qué busco con esto? Que el alumno vea a mi curso como un espacio amigable sin ogros, que las historias que cuento los motive de a pocos a buscar sus propias historias; es decir, empiecen a leer y destierren el prejuicio de pensar a la lectura como una actividad aburrida.





   Con la lectura como hábito, ¿qué leía cuando niño y adolescente? Viéndolo a la distancia, he de decir que leía mucho, sobre todo revistas de cine (los inolvidables Ecran), periódicos (sección deportes, sobre todo) y lo que aquí y por esos años se llamaban chistes (cómics, tebeos). De ahí a los libros había un pequeño salto y ese salto se dio sin dificultad alguna. Por coincidencia, por esos años, mi padre compró dos colecciones de enciclopedias que parecían contener todo, todo lo que uno debía saber. Esos libros afirmaron la labor iniciada por mi padre.




   Hay algo que siempre llamó mi atención de las entrevistas a escritores. Parece que a muchos le ocurrió eso de que cuando niños se enfermaron y estuvieron muchos meses en cama recuperándose. ¿Qué hacían para no aburrirse? Leían como poseídos todo lo que caía en sus manos. Eso no sucedió conmigo. Me enfermaba como cualquiera, pero eran enfermedades menores, si cabe la expresión. Si no tenía nada para leer y estaba aburrido, me iba a las chacras y cañaverales de Surco, hoy desaparecidos o encendía la vieja radio de baquelita (marca Zenith) y me abandonaba a la música, otra de mis pasiones.





   ¿Cuándo empecé a escribir? A los trece años empecé a escribir un amago de diario (¿qué será de él?). A los dieciséis años, poemas. Los tres primeros libros de poemas que llegaron a mis manos (ediciones que todavía conservo en mi biblioteca) fueron Rimas de Bécquer, Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda y en un solo volumen dos libros de César Vallejo: los Heraldos negros y Trilce. Para un adolescente a quien se le abrían nuevos horizontes e iba descubriendo los desasosiegos del amor, los dos primeros libros fueron fundamentales. Ambos libros me expresaban en el plano sentimental y emocional: durante una etapa de mi vida, Bécquer y el Neruda neorromántico fueron dioses, después serían desembarcados de sus altares, vendrían otros de mayor trascendencia. Uno de ellos fue César Vallejo. Sus dos primeros libros me hicieron entrar en la conciencia del trabajo con la palabra, de la lucha con el lenguaje (sobre todo el segundo libro) y no solo la pura “inspiración” o “iluminación” emotiva.





   Posteriormente, de a pocos, fueron llegando a casa las obras de otros poetas: José María Eguren, Alberto Hidalgo, César Moro, Carlos Oquendo Amat, Martín Adán, Xavier Abril, Vicente Azar, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, entre los peruanos. Desde otras tierras recalaron en casa las obras de Carlos Martínez Rivas, Luis Cernuda, Fernando Pessoa, Paul Celan, Emily Dickinson, Li—Po, Oliverio Girondo, Roberto Juarroz, Osip Maldestam, Ezra Pound, Dylan Thomas, Wallace Stevens, en fin, una larga lista.





   ¿Cuán importante fue la lectura en esos años para mí? Dejo la infancia y me ubicaré en mis años de universitario. Quienes vivimos y sobrevivimos al terrorismo y a la hiperinflación del gobierno del nefasto Alan García, sabemos bien cuán dura fue esa época: una de las más terribles por las que pasó el Perú (aunque después vendría, cual corona de lodo, la corrupción del fujimorismo). Muchos jóvenes de entonces nos aferrábamos a la vida a través de la lectura (y también de la música), resistíamos: los libros (y la música) como resistencia ante esos espacios y tiempos oscuros de angustia, de desesperanza, de mucha tristeza y de muerte (el amor vendría años después). La luz de la lectura y la música nos cobijaba, nos brindaba energía, optimismo y una certeza: a nosotros nos costaría todo siempre al doble, era nuestro signo, la marca que nos distinguiría de otras generaciones…





   Leer, escuchar y… también escribir. Durante años, mis alumnos y algunos compañeros y amigos me preguntaban si solo escribía poesía. En realidad hasta hace relativamente poco tiempo, sí. Pero decidí incursionar por nuevos territorios: la narrativa. Hace unos días he terminado de escribir mi primera novela (hay una segunda en proceso e incluso anterior a esta que acabo de terminar). Es curioso, en esta novela el aura poética no está ausente, no podría estarlo. Con satisfacción lo digo: ya es una realidad, la novela está terminada. A mediados de 2022 (en dos meses: junio y julio), escribí casi todo el libro, ahí nomás me vino la enfermedad que inutilizó mi brazo derecho, tenía la espalda destrozada y un dolor que era el infierno mismo… En 2023 no toqué la novela, es más, nunca abrí el archivo, más bien me dediqué a pulir mi libro de poemas titulado Todo cielo es un disparo, que también está terminado (¿o abandonado?). Paralelamente empecé a escribir cuentos y estoy a medio camino de este proyecto que me tiene muy entusiasmado (serán diez cuentos, de los que llevo escritos cinco).




   Recién hace dos semanas decidí retomar la novela y la pude terminar (hoy solo reviso pequeños detalles). ¿Cuál es el título de ella? Es una sorpresa, quiero reservarme esta información. ¿De qué trata? La historia se ubica en la Lima de los años 20; un jovencito de doce años conoce al joven poeta vanguardista Carlos Oquendo de Amat en un cine y, a través del cine mudo, se teje entre ellos una amistad que marcará la vida de Enrique, el protagonista, quien ya adulto, cuarenta años después, se pone a escribir sus recuerdos de entonces, esos recuerdos son el cuerpo de la novela. ¿Qué espero de este libro? Mucho. Para empezar, que lo lean. Me encantaría que circule a través de una editorial grande en el plan lector de muchos colegios del país. Por último, quiero que mi novela despierte el interés por conocer la breve obra de Oquendo, un poeta muerto muy joven y que nos dejó una bella herencia, su único libro: "5 metros de poemas".





   ¿Qué más puedo decir? Estoy feliz y esperanzado.






   Continuará…



                                            Morada de Barranco, 27 de febrero de 2024