sábado, 11 de febrero de 2012

¡DE PELÍCULA!

                                                                                                                   


                                                                                                 La suerte es nacida en el Polo.
                                                                                                                            Xavier Abril




   Quinto Horacio Flaco, poeta latino, escribió los siguientes versos que aluden a la disposición del alma ante las veleidades de la fortuna:

 

Un espíritu bien preparado espera
un cambio de suerte,
Júpiter es quien en momentos
de fortuna o de infortunio
aleja o atrae los ingratos inviernos.
No porque hoy vaya mal, en el futuro
también habrá de pasar lo mismo...


   En tiempos de los romanos el azar, la fortuna o la suerte era una divinidad. Esta era representada de diversas formas, pero la más común tenía los ojos vendados (de allí el epíteto al referirse a ella como la ciega Fortuna), al mismo tiempo empuñaba una cornucopia y un timón (pues ella era quien guiaba la vida de los hombres). Se dice que una estatuilla de oro de esta divinidad alegórica era quien presidía el dormitorio de los emperadores, tal la importancia de esta diosa, la “diosa Fortuna”, como solemos decir todavía.




   El azar distribuía los bienes o los males de acuerdo a su ciega voluntad. Tuviera un mortal buena o mala suerte, se decía que cada uno tenía una Fortuna. Por esta razón es que se explica que esta divinidad asumiera diversas denominaciones de acuerdo a quién la veneraba: se le llamaba Fortuna Viriles cuando era invocada por los varones y Fortuna Muliebris cuando las mujeres acudían a ella.




   Viene a mi memoria, ahora que escribo de este tema, un poema creado en 1581 por Luis de Góngora y Argote, poema que suelo leer con mis alumnos y comentarlo. En el texto (véase, por ejemplo, el dicho popular que hace de estribillo) se pone de manifiesto la inconstancia de la suerte o fortuna, las veleidades del ciego azar que cuando todo hace suponer que van a sonar pitos suenan flautas y viceversa.


LETRILLA

Da bienes fortuna
que no están escritos

cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.

¡Cuán diversas sendas
se suelen seguir
en el repartir
honras y haciendas!
A unos da encomiendas,
a otros sambenitos.

Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.

A veces despoja
de choza y apero
al mayor cabrero,
y a quien se le antoja;
la cabra más coja
parió dos cabritos.

Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.

Porque en una aldea
un pobre mancebo
hurtó sólo un huevo,
al sol bambolea,
y otro se pasea
con cien mil delitos.

Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.


   Suele suceder. En el transcurso de nuestras vidas, cuando confiados esperamos que algo suceda, ocurre lo contrario: ¡Oh, fútbol peruano, gitano fútbol peruano!, cuanto más confiados estamos con un triunfo ante un débil rival (luego de haber derrotado a un grandazo) nos envuelve la derrota. O acaece, también, como se expresa en la última estrofa lo que muy a diario en nuestros países sucede, entre gente de rango o con algún cargo o poder: roban y andan libres con total impunidad, mientras que aquel que cometió un delito por necesidad está preso (no recuerda este sino al de Jean Valjean en la novela Los miserables).




   ¿A que viene esta introducción? Pues sucede que hace unos días, conversando en casa de mis padres, alrededor de la mesa familiar (valdelomariana la expresión), me acordé de un pasaje de mi vida, cuando dejaba de ser niño y entraba a la adolescencia, que mis padres y hermanos no sabían (Rita ya conocía la historia). Al terminar de contar la anécdota, percibí en sus rostros sorpresa, incredulidad y por allí alguna boca abierta.




   La historia, digamos, empieza así: corrían los días del año 74, épocas de gobierno militar. Eran días soleados propios del verano, quizás enero o febrero. Por entonces conversaba mucho y trazaba planes imposibles, propios de las mentes de niños de once años, con mi amigo Roberto Romo. Recuerdo que hablábamos mucho de fútbol, de chistes (o comics como les llaman ahora). La información que Roberto manejaba sobre los superhéroes me abrumaba y no he olvidado tampoco la ironía que siempre utilizaba para hacer sus comentarios.




   Para entonces, al Perú, en los asuntos de fútbol le iban bien, por lo menos mejor que ahora: la selección de Perú había sido sensación en el Mundial de México 70, un equipo peruano había salido subcampeón de la Copa Libertadores de 1972, en 1975 el Perú ganaría la Copa América, un jugador peruano fue capitán de la selección de América, Pelé era el Rey del Fútbol y Cubillas el príncipe… Qué lejano y extraño suena todo esto ahora.




   Tal fue la fiebre de fútbol que se despertó en el país, que las autoridades de entonces, instauraron la llamada Polla del Fútbol. Los premios eran suculentos: millones de soles para los ganadores. Una tentación para cualquier mortal (más si tomamos en cuenta que el valor de la apuesta era de apenas un sol). El juego consistía en acertar con los resultados de trece partidos (del campeonato local y de partidos internacionales), si no se acertaba con trece, se podía ganar con doce y hasta con once aciertos.




   Una tarde fui con Roberto a la agencia de la Polla del Fútbol que funcionaba, no recuerdo exactamente si en la cuadra cinco o seis de la avenida Grau, cogimos una hoja borrador donde estaba impresa la relación de partidos. Nos alejamos unas cuadras hacia el malecón y en un parque (creo que era el Parque Castilla), sentados en una banca, empezamos a llenar con nuestros pronósticos la hojita. No recuerdo en qué momento cambiamos de actividad, supongo que nos pusimos a jugar, a corretear, no sé. Solo recuerdo que uno de los dos guardó el borrador con nuestros vaticinios y quedamos que al día siguiente, a través del radio, íbamos a escuchar los resultados.




   Así fue al día siguiente. 5 o 6 de la tarde. Roberto prendió el radio portátil y empezamos a escuchar los resultados. Conforme el locutor informaba, nuestros corazones latían cada vez más fuerte: habíamos acertado hasta el momento de seis o siete partidos en todos. Cuando llegamos al decimosegundo partido, fallamos. Pero teníamos once aciertos. Al dar el resultado del último encuentro, comprobamos que nuevamente habíamos acertado. Habíamos hecho doce puntos de trece. Nuestra sorpresa fue mayor cuando el locutor informó que nadie había hecho trece puntos, que el ganador o ganadores eran los que habían logrado doce. Nosotros teníamos doce puntos. Éramos millonarios, todos aquellos sueños (casa propia, estudios pagados, viajes, viajes…) ahora podrían cumplirse con la fortuna ganada. Pero había un problema. No habíamos comprado, mejor dicho, no habíamos pagado el valor de la apuesta y no teníamos el boleto, solo teníamos el borrador. No recuerdo qué pasó en esos instantes, supongo que nos miraríamos estupefactos, impotentes porque no podíamos hacer ya nada. Habíamos, probablemente, cometido el mayor error de nuestras vidas.




   A partir de entonces compramos entre los dos o solos la polla, pero nunca más pudimos acercarnos, ni de lejos, a lo que logramos ese día. Tres o cuatro puntos por allí, nada más. Se comprenderá, ahora, el porqué de la reacción de mis padres y hermanos cuando en la mesa familiar conté esta historia del día en que pude ser millonario.




   Tengo en mis manos un breve libro que recoge algunas fábulas, precisamente el libro se titula Fábulas chinas, la selección y traducción estuvo a cargo de A. Laurent. Entre los textos sencillos y moralizantes (como toda fábula que se precie de serlo) llamó mi atención el siguiente:

DOS CAZADORES DE GANSOS SALVAJES

   Dos hermanos, al ver aproximarse una bandada de gansos salvajes, prepararon sus arcos.

   -Si cazamos uno de estos gansos –dijo uno de ellos- lo comeremos bien adobado.

   -No-dijo el otro-, eso es bueno para preparar los gansos cazados en tierra, pero los muertos en pleno vuelo, deben asarse.

   Para solucionar esta discusión, se dirigieron al jefe de la aldea.

   -Corten el ganso por la mitad –aconsejó el jefe- y así cada cual puede prepararlo a su gusto.

   Pero cuando los dos cazadores estuvieron listos para disparar, ya los gansos se habían perdido en el horizonte.

                                                                       Por Liu Yuan-ching (siglo XV)


   Lenguaje sencillo el del texto que facilita su comprensión: la pérdida de una oportunidad que probablemente no se repita. Sí, pues, la suerte llama una vez a tu puerta, si no la aprovechas, tal vez ya nunca más suceda. Como creo que me ocurrió en aquel ya lejano verano de 1974, cuando tuve once años y cometí el error (¿infantil?) de no hacer lo que se tenía que hacer. Como se suele decir cuando sucede algo increíble: “¡De película!”.




   Continuará...


                                           Morada de Barranco, 11 de febrero de 2012.


sábado, 4 de febrero de 2012

UN PRÓFUGO DEL MUNDO

                                                 


                                                          A todos aquellos arrebatados tempranamente,
                                                          poseídos por algún espíritu de fuego,
                                                          extinguidos por una muerte prematura.
                                                                                               Walt Whitman




   Cuando recordamos los nombres de Mariano Melgar, Leonidas Yerovi, Abraham Valdelomar, Adalberto Varallanos, Javier Heraud, Juan Ojeda, María Emilia Cornejo, Josemari Recalde, recordamos a un grupo de poetas peruanos, poetas tocados por un extraño y cruel designio: todos ellos se alejaron de este mundo a muy corta edad dejando la sensación de algo que se prueba y pronto-pronto se pierde.


Abrahan Valdelomar


Carlos Oquendo de Amat (en el auto) y Adalberto Varallanos


Juan Parra del Riego


Adalberto Varallanos


   Pero en esta ocasión, no deseo hablar de ellos sino de otro, también poeta, muerto prematuramente en tierras lejanas (como sucedió con Juan Parra del Riego, con Nicolás Corpancho, con Carlos Oquendo de Amat, con Luis Fabio Xamar), ¿su nombre?: José Eufemio Lora y Lora, un prófugo del mundo.


¡Oh el más humano artífice del himno más humano
No hay corazón sangriento, no hay destrozada mano
Que no se haya sentido tu hermano en el dolor!


   Qué extraño sino el suyo, siempre de un lado para otro, jamás establecido en un mismo punto, siempre como perseguido, como temiendo ser descubierto. Vida errante, como pocas, la suya: parte de Chiclayo (su tierra) para transitar incansablemente por Lima, Panamá, nuevamente Lima, Callao, Antofagasta, Valparaíso, Santiago, Mendoza, Buenos Aires, Montevideo, Bahía Blanca, Río de Janeiro, Lisboa, Biarritz, París: ciudades, ciudades, ciudades, hasta el aciago 14 de diciembre de 1907, cuando la alevosa Parca le arrojó con sus cortos veintidós años a las ruedas del Ferrocarril Metropolitano de París.


José Eufemio Lora y Lora


   ¿Accidente, suicidio? Nadie sabe, o los que algo sabían supieron callarlo bien. Pero ni con la muerte el reposo llegó a este pertinaz viajero. Sus restos, lo que quedó de José Eufemio, fueron sepultados en el Cementerio de Bagneux, en los alrededores de París. Todo anunciaba el olvido. Y así fue. Se olvidaron de él, dejó de pagarse por el espacio que ocupaba su tumba y en 1941, en pleno fragor de la Segunda Guerra Mundial, sus restos, lo que quedaba de él, fueron arrojados, así dicen unos, a la fosa común o fueron incinerados, así dicen otros. Lo que quedaba de él se perdió para siempre en un eterno viaje cuyo rumbo y destino nos son desconocidos. Extraño sino el de este poeta peruano trashumante, ni aun muerto pudo conocer el descanso.


Mas yo amaba el Ensueño
Y el ensueño fue abeja
Que me dio a saborear toda su miel.


JELYL

José Santos Chocano

   JELYL, que era el seudónimo con el que firmaba sus artículos y crónicas periodísticos, huérfano desde muy niño, estudiante trunco de la Universidad Mayor de San Marcos, que participó en la lucha de Panamá por independizarse de Colombia, que laboró en varios periódicos y fundó otros tantos, que fue secretario privado de Rubén Darío, amigo y compañero de ruta de José Santos Chocano (quien escribió a la muerte de este raro poeta: “Yo abro su libro como si abriere su tumba para rescatarle de la muerte”) solo publicó un libro, el único, el primero y el último que, crueldades del destino, se titulaba Anunciación y jamás pudo verlo, pues cuando la muerte le visita, sus poemas, los que había escrito en su corta vida, estaban en la imprenta y solo saldrían como libro un mes después de su muerte, en París, en 1908, editado por Garnier Hermanos.


Con el incendio que te encendía
Quemó tu labio mi labio un día,
Pero la nieve pronto llegó.





   En esta tarde nublada de verano he querido recordarle a él (“a quien jamás conocí”) luego de haber releído, después de algunos años, su breve e intenso libro de poemas y se me hace inevitable repetir estos versos de Enrique Peña Barrenechea: “…sé que estoy a cada momento avizorando, fatigándome, venciendo al pez y al tifón, deambulando aún por el sueño, cuando todos creen que reposo. (…) Toda mi vida no ha sido hasta ahora sino tránsito”. Bien pudiera ser su epitafio. Pero es imposible porque, para variar, de José Eufemio Lora y Lora, prófugo del mundo, no sabemos en dónde está.


Rompió sus amarras mi loca galera,
Y rumbo a lo incierto su quilla marcó.






   Continuará…


                                        Morada de Barranco, 04 de febrero de 2012.