domingo, 23 de enero de 2011

EL FARO DEL FISGÓN

                                                                     
                                                                   
                                                                    Un niño y una niña contemplan en su mirador junto al mar.
                                                                                                                              Vicente Azar

   Ya ha principiado el invierno en Barranco; raro invierno, lelo y frágil, que parece que va a hendirse en el cielo y dejar asomar una punta de verano. Nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, soplos del mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro, aleteo sonoro de beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrado... Ahora hay que ir al colegio con frío en las manos. El desayuno es una bola caliente en el estómago, y una dureza de silla de comedor en las posaderas, y una ganas solemnes de no ir al colegio en todo el cuerpo...

   Primeras líneas del pequeño librito de prosa poética de Martín Adán: La Casa de Cartón, escrito cuando el autor era un adolescente y, según confesión, como ejercicio de redacción. Luego de un tiempo releo algunas de sus páginas y pienso en ese halo misterioso y mágico que Barranco posee, en esa atracción que ha ejercido y ejerce sobre las personas que la visitan (y con mayor razón en las que aquí viven). Aunque últimamente el perfil arquitectónico de la Ciudad de los Molinos está cambiando (pensemos en el Metropolitano, en ciertos edificios que se adueñan y hacen exclusivo de ciertas personas o grupos sociales ver el mar, por ejemplo) su atmósfera no se pierde.

                                           Av. Pedro de Osma, su doble hilera de árboles y la niebla.

   En el último texto que colgué en el blog el año 2010 comentaba sobre la posibilidad que estuvo por ocurrir: verme obligado a abandonar el balneario donde crecí y he vivido casi toda mi vida. Confieso que me aterraba (y me aterra) la idea de vivir en otro lugar, sin embargo, por azares del destino sigo en él. Hace ya diez días estoy en mi nueva morada, mucho más tranquilo aunque desempacando todavía las cosas, limpiando y acomodando mis libros, mis discos, mis películas...   
      No ha principiado el invierno, como dice en la cita de Martín Adán, más bien estamos en pleno verano: hoy, por ejemplo, es un día soleado, despejado y como siempre que es así, el bochorno me aplasta; pero consuelo, me asomo a la ventana de mi dormitorio, aquí en el cuarto piso, y un panorama espectacular se me ofrece: la doble hilera de árboles (en realidad sólo se  ven sus copas) de la avenida Pedro de Osma y el laberinto de ramas y hojas de los árboles de la Plaza Municipal de Barranco, la solitaria torre de madera de la biblioteca que asoma entre la vegetación, las torres altísimas de las iglesias Santísima Cruz y San Francisco  alzándose como brazos celebrando el día que se despliega en todo su apogeo, dos gigantescas palmeras que como plumeros  se recortan en el cielo que se ve salpicado de nubes y la alegría de los pájaros a través de sus cantos y de sus vuelos que trazan extrañas caligrafías.


   Paisaje maravilloso y poblado de techos planos, paredes de adobe, quincha y ladrillos: castillos de naipes para mí eternos. Cuarto piso. Me figuro en un faro costero. A mi memoria se vienen algunos recuerdos: el "mirador de la fantasía" del etéreo José María Eguren, la torre de los panoramas del fantasmal e indefenso Julio Herrera y Reissig, poeta uruguayo; la torre de las paradojas del arequipeño César Atahualpa Rodríguez, algunos personajes de ciertos cuadros del pintor alemán Caspar D. Friedrich, a Rastignac desafiando a París desde lo alto del cementerio, el verso de Arte poética del poeta Vicente Azar, mi recordado amigo ya fallecido...








   Uno se acostumbra a "ventanear" y más si la vista es amplia, abarcadora, propicia para el escudriñamiento (los vecinos pueden estar tranquilos, no soy un Tomek, personaje entrañable de uno de los capítulos del monumental "Decálogo Jeden" de Kieslowski). Observo el paisaje aéreo (o casi aéreo) cual si fuera un país desconocido que se muestra a mis ojos como un "espacio de confianza" donde la imaginación, mi imaginación echa a transitar sola. Debo reconocer que cualquier hora es propicia para abandonarse al panaroma que a la vista se ofrece: amanecer, mediodía, tarde o noche, cada hora tiene sus propias particularidades, sus tonos e intensidades de luz, sus colores, sus sonidos y ruidos, su propia música.
   El faro del fisgón o el fisgón del faro, así me siento algunas veces cuando desde mi ventana oteo lo que para otros podría ser ocio, pérdida de tiempo: una cúpula lejana, algún edificio medio perdido en la vastedad del horizonte (el colegio Arnaez, mi colegio, es un ejemplo), algún mirador (de los pocos que quedan) donde alguien (tal vez) como yo lo hago me está mirando, quizá detenidamente, o simplemente con la mirada perdida en extraños pensamientos como la inmortalidad del mosquito.
  Así pasan los días y entre ellos, la segunda noche en el departamento del cuarto piso es especial, noche con una Luna menguada: en mi ventana (nuestra en realidad) Rita y yo solazados por la visión nocturna hablamos de muchas cosas, en tanto un aire marino nos refresca: los enormes ventanales del departamento anterior, el nuevo departamento que es algo más pequeño, el temor de Rita a las alturas, las luces nocturnales de la ciudad,  la noche limpia de estrellas pero sí con Luna que desde el faro del fisgón se ve así:


   Como empecé, quiero terminar citando ya no un verso de Vicente Azar sino dos:

Con la suavidad de los atardeceres
que un niño y una niña contemplan en su mirador junto al mar.

Hermosos versos de alguien que jamás perdió su condición de niño, de niño-poeta. Quiero pensar, me atrevería a pensar que esos dos niños del poema de Vicente Azar, por esos juegos propios de la señora imaginación, somos Rita y yo, que complacidos a más no poder, miramos no el mar sino la noche (que bien podría ser otro mar) y la Luna que como el agujero de una cerradura podría servir para que alguien lejano y misterioso nos mire con curiosidad a través de él, como yo, cuando emocionado y asombrado veo el horizonte desde mi ventana, ¿por qué no?

   Continuará...

                                        Morada de Barranco, 23 de enero de 2011.
  

jueves, 20 de enero de 2011

EL CAFÉ, EL EMBAJADOR Y UN LIBRO

     
                                                                                 Es la marcha inasible del tiempo.
                                                                                                                             Vicente Azar

I.



   La verdad que soy un asiduo consumidor de café, muy afecto a su color que me recuerda al misterio de la noche, al amargor que acaricia mi paladar y me hace pensar la semejanza que hay entre el café y la vida. Confieso que me gusta el café pasado porque es la única manera que sé para prepararlo, detesto el café en lata, el instantáneo, me parece que es ofensivo su sabor artificial, su acidez que me hace pensar en un limón de plástico. Sé que me hace daño, pero si no lo tomo aquí, dónde lo voy a tomar después, así que bebo las tazas que mi organismo resista; es decir, un poco antes de que empiece a caminar por los techos, misma mosca. Justo ahora que escribo estoy bebiendo una tacita azul de café, un café negro, negrísimo del Cuzco, de La Convención que está no en la Sierra sino en la ceja de selva, un territorio semejante al lugar donde emerge esa rosa de piedra que es Machu Picchu.
   En la foto se ve un libro de Alfonso Reyes. Ese libro tiene su historia. Corría el año 1989. Hacía poco había descubierto la magnífica prosa del maestro en su librito "Visión de Anáhuac". Y empezó la cacería de sus libros por todas las librerías limeñas. Apenas si conseguí dos o tres en libreros de viejo, nada más.
   Una mañana de domingo que paseaba con mi hermano menor por el malecón de Barranco llegamos hasta la casa de Vargas Llosa, en ese momento descubrí que al frente estaba la que fue la residencia del embajador mexicano. Recuerdo que a la semana siguiente llegué hasta ese mismo lugar con una carta dirigida al embajador, en la carta expresaba mi admiración por el maestro Alfonso Reyes, mi amargura por no hallar más libros de él, mi ofrecimiento de cambiar algunos libros míos (libros de Derecho, básicamente) por otros títulos del maestro mexicano, claro está, apelando a los contactos del embajador.
   Deslicé la carta en la residencia y me fui caminando con mi hermano "Paco" que en ese entonces tenía siete años. Por momentos pensaba que había perdido mi tiempo, pero también sentía que algo podía ocurrir, sólo me quedaba esperar... y no sabía por cuánto tiempo.
   En la tarde de ese mismo día, a eso de las 2:00 p.m. sonó el timbre de la casa de mis padres. Yo estaba mal trajeado, un desastre total (bividí, truza playera y sayonaras) y encima ayudaba a mi madre a cocinar un plato típico del Perú, donde entraba limón, pescado, cebolla, es de imaginar mi apariencia aterradora más los olores fuertes de los ingredientes que se habían impregnado en mis manos. Observé silenciosamente por un huequito de una ventanita que daba al jardín de la casa y... para mi sorpresa identifiqué al personaje, era el mismísimo embajador mexicano, don Jesús Puente Leyva. No sabía qué hacer, aterrado sólo decidí no abrir la puerta, lo atendí azorado y totalmente tembloroso, para mi vergüenza, por esa ventanita (que hoy ya no existe).

                               Puerta nueva y nueva ventanita por donde en el pasado atendí al embajador.

   Me presenté y el embajador muy gentilmente me dijo que había leído mi carta, que lamentaba no haberme conseguido más libros que ese que tenía en la mano: el IV tomo de las obras completas de Reyes (creo que son diecisiete tomos). Tembloroso, tartamudeando atiné a decirle que me espere, que iba a sacar los libros que había ofrecido cambiarlos, me dijo que no me preocupara, que si conseguía más libros de Alfonso Reyes me los traía o me los enviaba.
   Antes de marcharse, me entregó un sobre manila con dos libros suyos con dedicatoria, que recopilaban algunos de sus artículos sobre diversos aspectos de la cultura (sobre todo de literatura), ambos habían sido editados en Venezuela donde había sido embajador antes de venir al Perú. Se despidió. Con los deseos de enterrarme en cualquier fin de mundo en esos instantes, recuerdo que a lo lejos escuché cómo arrancó el motor de su carro. Yo tenía en ese momento una confusión absoluta, estaba nervioso pero alegre, estaba avergonzado pero orgulloso, era una maraña de sentimientos y emociones.
   Al poco tiempo, me enteré por un periódico, que al embajador lo destacaron a la Argentina.
   Desde el día que este señor fue a mi casa no lo volví a ver ni a saber de él. Qué generosidad la suya, qué señor de señores, uno de los más hermosos recuerdos que tengo ocurrió hace más de veinte años. El libro de la foto es el que me regaló Don Jesús Puente Leyva, el generoso embajador mexicano.


II.

   Alfonso Reyes es el maestro a quien siempre releo, al que vuelvo para disfrutar de su prosa que se desliza casi sin ser sentida. Hace más de veinte años quedé prendado con su "Visión de Anáhuac" y como un obseso empecé a buscar sus libros: desatado, enfebrecido, sonámbulo (permítanme ser hiperbólico) y no conseguía libros del maestro (cuya prosa había sido alabada por el mismísimo Borges). Tenía entonces veintitantos años y como ahora estaba cargado de sueños, muchos sueños y un férreo amor por la lectura. Cometí entonces (como ya lo conté) el atrevimiento juvenil de escribir una carta al embajador y él tuvo la amplitud de espíritu de ir a mi casa, tocarme la puerta y en un acto humilde y sincero obsequiarme ese maravilloso libro de prosas cortas.
   La delicadeza del gesto del embajador conmueve en tiempos donde la violencia y la vulgaridad campean. Esta historia la atesoré en mi memoria y sabía que algún día tenía que escribir sobre este hecho... así fue como llegó el momento, aunque claro yo ya lo había contado a mis amigos más cercanos y algunos se emocionaban, otros escuchaban medio incrédulos.
   Han pasado algo más de veinte años. El joven de entonces... sigue siendo joven (un adolescente del segundo tiempo como suelo decir, medio en serio, medio en broma) y quiero realizar muchos sueños que en el camino han venido surgiendo, como hace veinte años.
   Hay aquí, al Sur de América un corazón peruano que vive y vivirá eternamente agradecido a un Señor llamado Jesús Puente Leyva. Supongo que algún día ocurrirá que tendré la oportunidad de volverlo a ver y nuevamente estrechar su generosa mano, pero esta vez (espero) ya sin olor a cebollas y a pescado.

   Continuará...

                                                Morada de Barranco, 20 de enero de 2011.