viernes, 30 de mayo de 2014

¡QUÉ TALES NOMBRECITOS!




                                                                             Hay nombres que no me sé de memoria.
                                                                                                                   Xavier Abril




   Otra vez estuve en aprietos, se acercaba ya el fin de mes y me faltaba colgar la segunda entrada en el blog, retos que uno se propone y que en algunos casos a uno lo pone en apuros, sobre todo cuando aparte de estar saturado de trabajo, no hay tema a la vista o sencillamente la imaginación está ausente. Llevo ya unos días en esos afanes. Pero de pronto el tema apareció de manera inesperada y uno complacido lo recibe con los brazos abiertos, así que solo queda escribir lo que por azares del destino llegó como una breve luz, pero luz al fin.







   Como lo dije en el párrafo anterior, no lo tenía pensado, simplemente me puse a buscar información para complementar una clase: los gentilicios. Quería encontrar no solo listas sino también información adicional que hiciera atractivo el tema y capturar de esa manera la atención de mis alumnos: alguna anécdota, por ejemplo. En la búsqueda me topé con páginas de gentilicios o etnónimos (que es la otra manera como se conoce a este tipo de palabras), previsibles muchas de ellas, hasta que de pronto hallé páginas, blogs de gentilicios curiosos, bastante curiosos he de decir.




   Uno de los que más llamó mi atención es el gentilicio del estado mexicano de Aguascalientes. Su gentilicio formal es aguascalentenses, pero ellos, los aguascalentenses prefieren llamarse (¡oh, sorpresa!): “hidrocálidos”, tengo entendido que ellos se molestan si no los llaman empleando ese regionalismo. Hay en Wikipedia, incluso, una lista de “hidrocálidos” famosos, de los cuales voy a  mencionar, para no hacer de esta entrada un frío inventario, solo a dos: al grabador de las calaveras cotidianas, el legendario don José Guadalupe Posada y un destacado actor y productor, me refiero a Ernesto Alonso, protagonista de esa película de culto de Luis Buñuel llamada Ensayo de un crimen (¿alguien podría olvidar, acaso, a ese memorable personaje llamado Archibaldo de la Cruz?), exigiendo un poco más a la memoria, viene al recuerdo que el mismo actor “hidocálido” (no puedo negar que me resulta extraño el gentilicio) prestó su colaboración al mismo director español: su voz se escucha al inicio de esa joya del cine titulada Los olvidados, del año 1950.


José Guadalupe Posada y su hijo.

La Catrina, grabado de Posada.


Ernesto Alonso y Miroslava Stern.


Los olvidados, película de Luis Buñuel.

   Pero lo que más llamó mi atención fue una relación de nombres (que no de gentilicios) de regiones, de pueblos, de ciudades. Nombres que uno jamás tendría pensado como posibilidad remota siquiera que pudieran ser nombres de prestigiosas localidades. Pero allí están esos nombres, cargados de realidad y de historia. Que no se sorprenda el amigo lector si por allí se topa con alguna palabrita que le sonroje.




   He seleccionado algunas de las más llamativas y graciosas. Aquí va el primero. En Venezuela existe el Municipio de Independencia, uno de los que conforman el Estado Anzoátegui. Este municipio está formado por dos parroquias: Soledad y (este es el que nos interesa) Mamo. Esta última parece está dividida por una carretera formando dos sectores: Mamo Arriba y Mamo Abajo. Como para no creerlo.







   Condom (sin tilde y sin “n”), también llamado Condom-en-Armagnac es una subprefectura del departamento de Gers, perteneciente a la región de Mediodía-Pirineos. Condom (que nombrecito este) es tierra productora de vinos y sus habitantes han sabido conservar, "proteger" (pongámonos en situación) a magníficos ejemplos de arquitectura romana y medioeval, principales atractivos para los turistas.





Catedral de Condom.

   En Rusia, hay un pueblo ubicado en la provincia de Kurganskaya Oblasten, esta localidad tiene el nombre (¡agárrense!) de Vagina y en ruso se escribe así Вагина. La palabrita, por cierto, tiene el mismo significado que en castellano. La pregunta que se impone es: ¿Por qué lleva ese nombre? La verdad que no sabría decirlo, he buscado información y casi no hay nada. Pero el nombrecito está allí, para orgullo de sus pobladores.





Paisaje rural muy cerca a Vagina, en Rusia.

   En Estados Unidos existe una ciudad cuyo nombre es definitivamente fálico, hablo de Vergas, ubicada en el condado de Otter Tail, en el estado de Minnesota. Según el censo de 2010, esta pequeña ciudad tenía una población que no llegaba ni a los 350 habitantes. Sin embargo, la baja densidad demográfica no es impedimento para que ellos tengan su propio equipo de béisbol (si es que en algo puede interesar este dato) y para que elijan, todos los años, a su reina de belleza (como puede verse en la foto): Miss Vergas.   




Miss Vergas.


   En el condado de Powys, hablamos de Gales, se ubica un pueblecito de nombre bastante alegre y poco común que parece ser no ocasiona a sus habitantes ninguna preocupación: Golfa, ese es el nombre del pueblo galés. Como bien sabemos, la palabrita designa, entre los que hablamos el castellano, a aquellas mujeres que se dedican al oficio más antiguo, pero los golfeños (¿así se dirá en nuestro idioma?) viven contentos con el nombre de su pueblo, total, dirán ellos, antigüedad es clase y hace tradición. Bien por la bella Golfa y por los que viven en ella.




La bella Golfa.

   Un nombre curioso pase, pero ¡tres!, es lo que sucede en Portugal. En el país de Fernando Pessoa hay tres lugares cuyo nombre es Coito: Coito Coimbra, Coito Faro y Coito Viseu. Los tres lugares parece ser ejercen, por la belleza de sus paisajes, un gran atractivo para los turistas, pues en el afán de encontrar información sobre estos tres lugares me topé con un sinfín de hoteles, pero señores hoteles que ofrecen sus servicios para asegurar el pleno disfrute en Coito (en cualquiera de los tres).


Coito Coimbra.


Coito Faro.


Coito Viseu.

   Pero el asunto de los nombres curiosos no solo queda en el plano sexual, anda por allí un nombre de contenido escatológico, me refiero al pueblo de Kagar, ubicada a cien kilómetros de Berlín. Cerca al pueblo de Kagar se encuentra un lago que en alemán se escribe (y no estoy mintiendo) Kagarsee (que traducido al castellano es Lago de Kagar). Una pregunta que me hago es: ¿Cuál será el gentilicio de los nacidos en este pueblo alemán? Por las fotos que he visto, parece un lugar muy bello, tanto que despierta las ganas de ir a... Mejor no continúo.





Kagar, en Alemania.

   Continuando con los nombres de pueblos con alusiones escatológicas, tenemos en España una localidad costera de muy pocos habitantes, hablo de El Mojón. Una parte de esta localidad pertenece a la provincia de Alicante, la otra parte pertenece a la región de Murcia. La sorpresa que nos llevamos es porque aquí en el Perú la palabrita de marras alude no solo a la señal que sirve para delimitar, sino también, y sobre todo, al excremento. Luego de ver varias fotos de esta localidad, podemos decir sin duda alguna que El Mojón es muy bonito, atractivo para quienes gustan del mar.





El Mojón.

   En Estados Unidos de Norteamérica existe en el estado de Nebraska un lugar llamado Joder (parece ser que es un apellido bastante común entre los gringos). Algo particular de Joder (se pronuncia Yoder) es que está asentado a lo largo de una vía ferroviaria, muy cerca del límite de Dakota del Sur. No vaya a pensar, el amigo lector, que tal nombrecito lo puse solo por “Joder”. Es de por sí muy curioso el nombre y ameritaba considerarlo.





Tren que pasa por Joder.

   En fin, la lista podría continuar, y con nombres cada vez más que curiosos, tan curiosos como Fucking en Austria, Puta en Azerbaiyan, Entrepenes en España, Bastardo en Italia, Pitorreal en México, Dildo en Canadá, Polla en Austria, Quitacalzón en Chile, Mamada en Japón, Shit en Irán, Caraculo en Angola, Salsipuedes en Argentina, Bird in Hand en Estados Unidos, Zorra en Canadá, Batman en Turquía, Guarromán en España (continuamos con los superhéroes)Climax en Estados Unidos, Sexi en Perú, Fart en Estados Unidos, Villapene en España y Montcuq en Francia, este último traducido al castellano quiere decir mi culo. Muy sugestivos los nombrecitos, por cierto, y aquí debo, ya para terminar, incluir el nombre de Perú, que en portugués significa (¡oh, Dios!) pavo, lo que en México llaman guajolote.


Sexi, pueblo de Cajamarca, en el Perú.


Montcuq, en Francia.


   Continuará…





                                                  Morada de Barranco, 30 de mayo de 2014.





jueves, 15 de mayo de 2014

LO QUE SIGNIFICA TENER UNA BIBLIOTECA

     



                                                Porque los libros siempre hasta ahora han hablado…
                                                                                                    Enrique Verástegui





   Sí, lo reconozco, amo los libros y mi relación con ellos es casi de romance, por lo menos con los que están en mi biblioteca y me acompañan, algunos de ellos, ya por muchos años. Lo reconozco, salvo excepciones, ahora ya no me gusta prestar mis libros, los riesgos son muchos y me han sucedido: me los devuelven estropeados o simplemente no me los devuelven. “Santo remedio, ni más”, me dije. Así que para evitar penas, arrepentimientos y mil maldiciones, prefiero ya no prestarlos y ahorrarme situaciones desagradables. Hay un dicho que dice: “Tonto el que presta un libro, pero más tonto el que lo devuelve”. Hace ya un buen tiempo que he hecho mías esas palabras: ya no presto libros, con respecto a la segunda parte, eso queda conmigo.







   El lector de estas líneas comprenderá que un libro que llega a mi biblioteca es producto no solo del esfuerzo monetario (que algunas veces es grande y digno de espanto), también del azar. Me ha ocurrido tantas veces. A mi mente viene el año 1997, por ejemplo. Necesitaba urgente un librito de Ricardo Palma del cual había oído comentarios y para mí estaba como teñido por la leyenda, me refiero a La bohemia de mi tiempo, un pequeño libro que salió a la luz allá por 1886 y que contenía apuntes con recuerdos de los escritores de su generación. Consideré que el librito en mención era material primordial para preparar una clase sobre el romanticismo en el Perú. Así que inicié mi búsqueda por el centro de Lima. No lo podía creer, ni los libreros de viejo lo tenían. Entonces dirigí mi búsqueda en la avenida Grau que en ese entonces albergaba cuadra tras cuadra a los más diversos libreros, un paraíso del libro de segunda mano.




   Recuerdo que recorrí preguntando por dicho libro puesto tras puesto, nada. Horas de búsqueda infructuosa me provocaron un dolor de cabeza. Estaba ya a punto de tirar la toalla, solo restaba un puesto, estaba frente a la facultad de San Fernando. Pregunté al muchacho encargado del negocio por el libro, me miró, repitió el título lentamente en tanto achinó los ojos como intentando descifrar un mensaje que flotaba en un horizonte que solo él percibía… luego de unos segundos me respondió (obviamente mi pobre corazón latía acelerado): “Sí, sí lo tengo. Un momento”. Empezó a buscar entre sus libros colocados en un orden que él solo entendía. Luego de una espera que fue de pocos minutos (pero eterna para mí) ubicó el libro. Tremenda odisea que se pudo evitar si hubiera empezado a buscar por el final, pero quién lo podía saber, como dicen, ni Mandrake. Regresé a casa victorioso, sí, pero un espantoso dolor de cabeza me acompañó todo el día.




   Un sinfín de historias podría referir de cómo logré muchos de mis libros. Por ejemplo, en mi biblioteca descansa muy orgulloso un grueso tomo de Guerra y Paz, la novela monumental de León Tolstoy. Este libro es producto de una permuta y algunos soles más. Me explico, corría el año de 1984 o 1985, entonces en jirón Camaná, en la cuadra donde estaba el Centro de Idiomas de La Católica, se ubicaban varias librerías. En una de ellas hallé de manera sorpresiva la novela del autor ruso. Pregunté al dueño del establecimiento (que me conocía de vista pues era su asiduo cliente) por el precio. No me alcanzaba, pero logré convencerlo de que me lo separara y guardara bajo el mostrador, le prometí que regresaría al día siguiente, no con la totalidad del dinero (pues no me alcanzaba), sino que iría con un libro del cual quería deshacerme. Le brillaron los ojos cuando le dije que era una obra sobre derecho romano (cuyo autor he olvidado) y por lo menos entonces estaba muy cotizado. El libro de marras, estaba, digamos, casi nuevo, apenas si lo había utilizado. En esta permuta ya se podía percibir mi creciente desafecto por seguir estudiando derecho, cosa que dejé de hacer al poco tiempo. 




   Al día siguiente, tal como lo prometí, llevé el libro de derecho romano y unos soles más, que según el dueño de la librería, completaría el precio de la novela. Gran negocio que hizo el amigo librero mientras me di el gusto de llevarme a casa tamaña obra y después seguir apasionadamente las aventuras del conde Pierre Bezújov. Ha pasado el tiempo, ya no soy más el adolescente de mediados de los ochenta, pero allí está la novela, cómodamente instalada en mi biblioteca, acompañándome como unos treinta años.




   Un capítulo aparte bien podría ser hablar de aquellos libros apetecibles que estuvieron a punto de llegar a mi biblioteca. Me ha sucedido tantas veces, que su solo recuerdo abre heridas, pequeñas,  pero heridas al fin. ¿Exagero?, no. Aquellos que aman los libros lo entienden: tener a la mano el libro ansiado y no poder llevarlo a casa porque apenas si se tiene para el pasaje, por lo menos, te estropea los nervios.




   Eso me sucedió con Bajo el volcán,  la novela de Malcolm Lowry. La anécdota es de finales de los ochenta. Ya hacía un buen tiempo que venía buscando el libro, no lo hallaba por ningún lado, pero me ocurrió una tarde, a media cuadra de Plaza Francia, un librero de la calle lo tenía ahí, entre varios libros, en el suelo, sobre un plástico. Ni bien me acerqué, mis ojos fueron atraídos cual imán por la pasta dura de la ansiada novela. Lo levanté reverencialmente (no vaya a ser que sea un espejismo, me dije), lo acaricié como si fuera un hijo, hojeé y deslicé mis ojos ávidos por algunas de sus páginas. Efectivamente, era Bajo el volcán y estaba en buenas condiciones. Pregunté por el precio: una bicoca. Palpé mis bolsillos y con nerviosismo comprobé que apenas si tenía para regresar a Barranco. Como no conocía al vendedor y él tampoco a mí, tuve que  dejar muy a mi pesar el libro (medio tapado), pero eso sí, con el firme propósito de regresar al día siguiente.   




   Creo que ni dormí, a eso de las 10 a. m. tomé un carro para Lima. Nervioso me dirigí a la Plaza Francia, el vendedor estaba ahí en las inmediaciones, en el mismo lugar de la tarde anterior, lo que no estaba era el libro. Pregunté al vendedor por la novela, solícito empezó a buscarla, recuerdo que incluso lo hizo en un baúl donde tenía más libros y al no encontrarlo confirmó lo que ya era una verdad a las claras: lo había vendido ya. Resignado regresé a casa, con una sensación de derrota que no me abandonó por varios días y con una envidia por aquel (o aquella) que tuvo la suerte de llevarse semejante obra.





   Tiempo después, terco, seguí buscando el libro, pero en esas ocasiones con la precaución de llevar plata en el bolsillo, pero nunca logré encontrarlo. Unos años después lo hallaría, pero cometí el gravísimo error de prestarlo a un dizque amigo poeta de cuyo nombre no quiero ni acordarme y, como era previsible que ocurriera, jamás me lo devolvió.





   Con todo, mi biblioteca ha ido creciendo de manera desmesurada. Los libros exceden los anaqueles y andan por toda la casa en un orden que solo yo entiendo. Calculo (a vuelo de pájaro) que debo poseer unos 7 000 libros y, entiéndase, no lo digo con ánimo de jactancia, tanta cantidad de libros a veces se torna en gran problema, sobre todo cuando debo mudarme. Ya me ha sucedido cuatro veces. La primera fue cuando me casé y salí de la casa de mis padres, prácticamente trasladé mis libros a pulso en sendos viajes interminables de apenas cuatro cuadras (nótese la ironía) que era la distancia que separaba la casa de mis padres del departamento que alquilamos con Rita. La última mudanza fue en verano de 2011. Abandoné un departamento ubicado en un segundo piso para ir a un departamento de un cuarto piso. No cargué nada, esta vez contraté los servicios de una empresa. Pero el trabajo de embalaje y el de volver a colocar los libros en los anaqueles es también agotador.




   A pesar del problema que implica tener tantos libros, sigo comprándolos o recibiéndolos como regalos (gracias, hermanos; gracias, Francisco Mata). No podría dejar de hacerlo. Es imposible. Tamaña terquedad (la de comprar libros, me refiero) creo que no la he de perder nunca, aunque claro, ya no compro como antes, ahora hay nuevas y más acuciantes necesidades y muchas veces los libros deben esperar.




   Cuando algunos se enteran de la cantidad de libros que poseo o ven mi biblioteca, literalmente se quedan con la boca abierta y muchos suelen preguntar: “¿Y los has leído todos?”. Lo único que se me ocurre responder es, haciendo mías las palabras creo que de Anatole France: “No, todos no, sino en qué momento los compraría”. Pero la respuesta ajena tiene mucho de verdad, no he leído toda mi biblioteca, hay muchos libros que están en compás de espera. Y los libros siguen llegando.




   Aún recuerdo cuando en mi adolescencia empecé a comprarlos, de pronto en casa empezó esa invasión de libros que no ha cesado. Cuando apenas tendría una centena de ellos, lo recuerdo claro, mi madre me decía: “¿Qué vas a hacer con tanto libro?”. Esa pregunta, pasado los años, a veces me la he hecho yo con alguna variante sustancial. “¿Qué se va a hacer con tanto libro cuando yo ya no esté?”. No he sabido responder, pero quedo inquieto al pensar en el destino que les espera a mis libros amados.




   No es una pregunta nueva. Todos los que tenemos libros solemos hacernos estas preguntas. Entre otras cosas porque somos testigos como a la muerte del dueño de una biblioteca, los libros llegan a las librerías de viejo, y nosotros, cual buitres, nos hacemos de esos libros que con tanto amor los fue consiguiendo su dueño hasta formar el cuerpo y espíritu de su biblioteca.




   Hay en mi biblioteca varios de estos libros, finamente empastados en cuero y con letras de oro, con sello de agua en ciertas páginas… En fin, señales, marcas, signos que a la muerte del dueño quedan como huellas de un amor que terminó, como casi todo en la vida. Entonces la inquietante pregunta vuelve a aparecer: “¿Qué se va a hacer con tanto libro cuando yo ya no esté?”. O mejor aún: “¿Qué será de mis libros cuando me muera?”. Un silencio suele invadir como respuesta, pero esperanzado me respondo y quiero creer que mi hija los sabrá conservar y cuidar con el amor que yo les he prodigado. Espero.




   Mientras tanto, mi biblioteca sigue creciendo y mis libros ya no quiero prestarlos, y en esto sí moriré en mis trece, porque como dice el dicho que mencioné casi al inicio de esta entrada: “Tonto el que presta un libro, pero más tonto el que lo devuelve”.








  Continuará…





                                      Morada de Barranco, 15 de mayo de 2014.