lunes, 27 de enero de 2014

ARTURO CORCUERA: EL POETA, EL HOMBRE GENEROSO






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                                                                                    me sumerjo en el sueño…
                                                                                                 Arturo Corcuera



   Conocí a Arturo Corcuera el año 1991, pero sabía de él desde mucho antes. Sabía que era un poeta de la llamada Generación del 60; que fue muy amigo del siempre joven Javier Heraud; que alquiló una casa en la Bajada de los Baños de Barranco, a inicios de los 60, y que esta casa fue bautizada con el grandilocuente nombre de La Casa de la Poesía; que en La Casa de la Poesía se reunían los jóvenes aedas peruanos atiborrados de sueños y poemas; que a esa casa que todavía existe invitaban a grandes poetas como Pablo Neruda y Nicolás Guillén...










   Cuando me presentaron a Arturo Corcuera, estaba él sentado sumido en un silencio que llamaba mi atención, que llama hasta ahora mi atención. Sus ojos eran sí más expresivos, escrutadores y su característica melena gris que me hacía recordar al gran Alberti. Ahí fue que vi por primera vez una típica pose en él: el dedo índice estirado sobre su mejilla, el pulgar debajo de la mandíbula y los otros tres dedos agazapados sobre sus delgados labios. La imagen perfecta de la serenidad.




   Entonces trabajaba el poeta en la desaparecida Asociación Cultural Peruano-Soviética cuyo local se ubicaba en una esquina de la avenida Salaverry. ¿Por qué es que llegué allí? Pues me habían programado para un recital de poesía, de la joven poesía peruana que entonces dio en llamarse Generación del 90. Era ya noche, lo recuerdo, la gente entraba y salía del local y eso acentuaba mi nerviosismo. Solo atiné a estrecharle la mano y no recuerdo si dije algo, lo más probable es que me quedara callado. Unos días después, junto a unos amigos, lo visité en el mismo local y, en su oficina, por fin pude hablar algo y sobre todo escucharlo, porque Arturo Corcuera puede parecer un hombre callado y sumido en sus pensamientos, pero tenía mucho que contar. Esa tarde salí contento luego de la charla porque había logrado que el poeta Corcuera se comprometiera a entregarme, en una visita próxima, un poema suyo, cuya temática era motivo de arduas pesquisas.




   La siguiente visita, varios meses después, fue a su casa de Santa Inés, en Chaclacayo. Junto con dos amigos llegué por la mañana a la casa del poeta. Quedé sorprendido por el interior de ella, pensé inmediatamente en un museo por la cantidad de objetos artísticos, muchos de ellos  relacionados con los personajes de su libro Noé delirante. Fuimos conducidos amablemente por la esposa del poeta al jardín interior, simplemente una maravilla, un edén. Bajo una pérgola, donde se encontraban suspendidos racimos de uvas, nos sentamos alrededor de una mesa hasta que el poeta apareció.




   Fueron horas de amena conversación. Arturo desmadejó su memoria y nos ofreció muchos de sus recuerdos a manera de anécdotas, desfilaron ante nosotros en la voz pausada del poeta Corcuera personajes como Javier Heraud, Alberto Hidalgo, Xavier Abril, César Calvo, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Tilsa Tsuchiya, José Santos Chocano, Juan Ramón Jiménez, incluso contó algunas historias vividas con un auto que cuando joven compró y lo bautizó con el nombre de Platero… Aún recuerdo que ante una pregunta mía, me respondió con seguridad que Juan Ramón Jiménez era su poeta predilecto.




   Si algo me emocionó de esa visita es que en medio de ese jardín maravilloso rodeado de cerros le mostré algunos de mis poemas, él tuvo la paciencia de leerlos con detenimiento, de darme su opinión y de sugerirme algunas cosas. Seleccionó de todos ellos dos poemas míos que tuvo la generosidad de publicar en su revista Transparencia (N° 7). Era la primera vez que me publicaban y esa emoción, esa extraña sensación de ver algo tuyo impreso es algo que no he olvidado (¿cómo podría hacerlo?) y que siempre agradeceré al poeta Arturo Corcuera.







   Ese mismo día, le pedí que me autografiara su libro emblemático, aquel libro que cual arca lleva en su vientre una fauna particular y maravillosa, me refiero a su Noé delirante, ese libro mágico que contiene bellos poemas breves, chispas verbales cargadas de ingenio y lirismo puro y algunos hasta de política. Con su pluma (no de ganso porque no la alcanzó a usar, parafraseo un verso suyo) escribió estas bellas palabras en mi libro que en realidad es suyo: “A Orlando Granda, platicando bajo la parra que, además de uvas da también amigos y poemas. Domingo de enero por la tarde en el año del controvertido 1992. Fraternalmente, Arturo Corcuera.”
















   Las visitas continuaron, algunas veces incluso fui solo (yo que no soy de visitas) y en una de esas oportunidades le pregunté sobre un poema suyo dedicado a ese personaje cinematográfico llamado Tarzán (“es mi mejor poema”, me dijo muy seguro, “pero a quien admiraba no era a Johnny Weissmüller sino a un actor anterior a él”, complementó), recuerdo que llegamos hasta a hablar de fútbol y de su amor por Alianza Lima y en cuyo homenaje había publicado un libro de poemas de título bastante largo: La gran jugada / crónica deportiva que trata de Teófilo Cubillas y el Alianza Lima, libro que por entonces intentó reeditar, pero que lamentablemente no salió y me obsequió un ejemplar fallido del libro, ejemplar que yo conservo con correcciones de su puño.







   Así fue pasando el tiempo, las visitas se fueron espaciando, algunos encuentros casuales en recitales o presentaciones de libros, muy poco en realidad, poquísimo en estos últimos quince años. Hoy Arturo tiene setentaiocho años. Hace poco vi una entrevista que le hicieron para la televisión. Arturo Corcuera, ya casi al finalizar la entrevista, dice: “Yo, por ejemplo, me contentaría vivir dos años más, ochenta años. Ya después de ochenta años me parece hasta de mal gusto vivir. Ochenta, ochentaicuatro, deteriorándose…”. Me conmovió. Estas líneas en su homenaje, al poeta, al ser humano, al hombre siempre generoso.










   Continuará… 






                                         Morada de Barranco, 27 de enero de 2014.




viernes, 17 de enero de 2014

ESOS JUEGOS DE ANTAÑO






                                                                                  Los niños juegan al aro / con la luna
                                                                                                Carlos Oquendo de Amat





   El verano despliega todo su poder y recién estamos a mediados de enero. Febrero ha de ser peor, supongo, lo pienso y ya siento un dolor de cabeza que el calor despierta en mí por estas temporadas. Me queda solo la resignación y soportar el calor, el bochorno y extrañar el invierno, la niebla, la garúa, el paisaje difuso que se ofrece lleno de misterios a nuestros ojos. De vacaciones, sin embargo. Así que por estos días me he vuelto un feroz consumidor de películas, quizá ya no como hace seis años en que veía tres o cuatro películas continuadas y terminaba más confundido que chino en Francia. Pero una o dos películas por día no está mal.










   Por ejemplo, hace unos días visioné Que el cielo la juzgue por tercera vez. Debo reconocer que la película crece en mi gusto cada vez que la veo. Este melodrama de buena ley, dirigido por John M. Stahl allá por 1945, contó con la presencia perturbadora de una de las mujeres más bellas del cine, la nunca bien ponderada Gene Tierney (¿es que alguien podría olvidar sus personajes en El fantasma y la señora Muir o en Laura o en Al filo de la navaja, por mencionar tres de sus películas?). La actuación de mujer malvada y posesiva que hizo en el film, la llevó a ser considerada como candidata al premio Oscar, lo que de alguna manera demostraría que no solo era una cara bonita sino una actriz talentosa. Estamos, pues, ante una película impagable y que no envejece, a pesar de los casi setenta años que han transcurrido desde su filmación.













   En estos afanes cinéfilos han desfilado filmes como Susana (carne y demonio) de 1950, Él de 1952 y Ensayo de un crimen de 1955, los tres de Luis Buñuel; Annie Hall de 1977, Manhattan de 1979 y Zelig de 1983 del prolífico Woody Allen; Que verde era mi valle de 1941, El hombre quieto de 1952, ambas de uno de los más grandes directores de todos los tiempos, si no el más grande, me refiero a John Ford; Triple agente de 2004 de Éric Rohmer; un film de 1929, cine mudo y experimental, El hombre de la cámara del ruso Dziga Vertov; Alfred Hitchcock no podía estar ausente, de él visioné Los pájaros de 1963 con Tippi Hedren (la madre de Melanie Griffith) en el protagónico; Los inocentes de Jack Clayton de 1961, que es la mejor versión fílmica de la novela corta de Henry James: Otra vuelta de tuerca. Bueno, son algunas de las películas que en estos días he vuelto a ver junto a Rita,  pero como no se trata de elaborar una lista exhaustiva, menciono las que acudieron prestamente a mi recuerdo y con la esperanza de que lo tomen como una invitación a frecuentar estos gradísimos filmes.
















   Tal vez me esté exigiendo mucho, pero lo intentaré. Quizá el contar con más tiempo libre me ha hecho tomar la decisión de seleccionar en mi biblioteca un grupo de novelas que esperó releer en estos días calurosos. Tal vez sean ideas mías, pero me parece que la hora más conveniente para abordar la lectura es de madrugada, cuando Rita y Kathia aún duermen merecidamente. Son momentos tranquilos y silenciosos donde la temperatura agradable y propicia permite sumergirse en las páginas de estos libros, en realidad, de lo que se quiera leer. La lista de novelas es la siguiente:

1. El juguete rabioso de Roberto Arlt.
2. La condición humana de André Malraux.
3. Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar.
4. Paisaje de nieve de Yasunari Kawabata.
5. Confusión de sentimientos de Stefan Zweig.
6. Los monederos falsos de André Gide.
7. Las palmeras salvajes de William Faulkner.
8. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer María Rilke.
9. El gran Gatsby de Scott Fitzgerald.




   Por estos días ando leyendo con deleite, ya que hablamos de lecturas, el reciente libro de Jorge Eslava: Un placer ausente (apuntes de un profesor sobre la lectura escolar). El libro es curioso, contiene una novela, un cuento, entrevistas, conferencias muy bien entrelazados y de lectura agradable. Entre la mucha información que contiene, hay una que se llevó mi atención y curiosidad, en la página 143, en una nota a pie de página, el autor menciona a un cuadro de 1560 cuyo autor es  Pieter Brueghel, el Viejo, el cuadro en mención es el impresionante Juego de niños, óleo sobre madera cuya dimensión es de 118 X 161 cm. En él podemos ver una vista panorámica de un pueblo donde unos doscientos cincuenta niños juegan.  











   Los estudiosos de esta maravillosa pintura han identificado ochentaiséis juegos. Si uno aguza bien la vista, reconocerá en ella juegos tan populares como el del trompo (figuras 58 y 59), los zancos (figuras 47 y 66), el caballito de palo (figura 11), montar caballo en una baranda (figura 44), el capachún (figura 31), las bolitas o canicas (figura 55), la gallinita ciega (figura 25), equilibrio con un palo (figura 63), trepar árboles (figura 54), jugar con aros (figura 17), lingo (figura 32), hacer burbujas con jabón (figura 5) y muchos más. Como se verá, cuatrocientos cincuenta años después, algunos de esos juegos todavía se practican hasta el día de hoy (quiero creer que esto es cierto).






















   El cuadro de Brueghel me hizo recordar que aquí en el Perú, tanto Huamán Poma de Ayala como Martínez Compañón dejaron documentos visuales (dibujos y pinturas) sobre algunos juegos que se practicaban en el antiguo Perú. Hay un dibujo de Huamán Poma que representa a un joven lanzando un trompo (o peonza) y Martínez Compañón tiene una pintura donde unos jóvenes juegan Tres en Raya que según he averiguado es muy parecido a ese juego que nosotros llamamos como Michi.








   Ahora que hablamos de juegos y de los juguetes, se me viene al recuerdo uno de los grandes pintores peruanos contemporáneos, Gerardo Chávez, él tuvo la ocurrencia de comprar una casona colonial en Trujillo, acondicionarla para que en ella funcione el único museo dedicado al juguete no solo del país sino de toda Latinoamérica, en él se exhiben juguetes de diversa procedencia y muy antiguos que el mismo pintor fue adquiriendo en sus múltiples viajes o que llegaron al museo  producto de donaciones: así podemos encontrar juguetes prehispánicos, soldaditos de plomo, carros de cuerda, muñecas de porcelana, trencitos de metal, caballos de madera policromada y muchos otros juguetes más, en algunos casos, únicos. Fascinante.













   Recuerdo que cuando niño casi no había espacio para el aburrimiento, contábamos con diversos juegos y con juguetes que muchas veces uno mismo los fabricaba (la cometa de carrizo o sacuara, el cambucho de papel periódico o de hoja de cuaderno, el run run de chapa y pabilo, la canga de palo de escoba…). En esos tiempos había, por lo demás, un sentido de pertenencia a un grupo y compartíamos juegos con los amigos. En ese aspecto desarrollábamos más y mejor nuestra sociabilidad, incluso, como había la sensación de una mayor seguridad en las calles, podíamos jugar en ellas con la certeza que después regresaríamos a casa sanos y salvos. Jamás olvidaré que hubo días en que los padres parecía que se habían olvidado de los hijos y no nos llamaban, nosotros complacidos aprovechábamos de esas oportunidades para sentarnos en círculo todos los mozalbetes y, en medio de la oscuridad de la noche, meternos miedo al contarnos escalofriantes historias de terror: el padre sin cabeza, María Marimacha, la Viuda Negra, La Llorona, por ejemplo.







   Mencioné que los niños de entonces teníamos diversos juegos. Efectivamente, los hubo, y espero que los siga habiendo, a pesar de la presencia dominante de la tecnología que más que ayudar a relacionarnos con los demás, pareciera que nos aísla y nos vuelve muchas veces peligrosamente dependientes (no la tecnología al servicio del hombre, sino el hombre al servicio de la tecnología). Entre los muchos juegos que recuerdo estaban aquellos que, digamos, eran casi territorio de los varones, mencionaré a la canga o también llamado palito chino, el trompo, el bolero, las cometas, el lingo, las canicas. Juegos de mujeres eran los yaxes, la liga, el famoso Don Sequi, las clásicas muñecas y las cocinitas. Los juegos compartidos tanto por niños y niñas eran la pega, las escondidas, matagente, bata, el yo-yo, la gallinita ciega, el Matatiru Tiru La, el run run, el mundo (que en otros lares llaman rayuela o avión), las rondas (el famoso Arroz con leche), los siete pecados.







   Aparte de los juegos mencionados, estaban los deportes como el fútbol y el vóley (que a falta de lugares aparentes se jugaban en las pistas o en algunas de las muchas pampas que por entonces habían) o lo que entonces se conocían como chistes, que era la manera antigua como se llamaban a los comics, recuerdo que por esos años circulaban sobre todo los de editorial Novaro hasta que fueron prohibidos por el gobierno del general Velasco Alvarado acusándolos de alienantes.







   Como una suerte de pequeño homenaje a esos viejos tiempos de la infancia, tengo en mi escritorio una diminuta canga que yo mismo fabriqué (asunto no muy difícil por cierto) y un pequeño trompo o peonza obsequio de un alumno. Junto a ellos tengo ahora, lo que podría ser el inicio de una pequeña colección, a Flash (un obsequio de cumpleaños de mi hermano Arturo), personaje de mi infancia cuyas aventuras alimentaron mi imaginación de niño a través de los chistes. Sirvan, pues, estas líneas para recordar a esos juegos y juguetes que tanto tuvieron que ver con nuestras vidas.










   Continuará…




                                              Morada de Barranco, 17 de enero de 2014.